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– Hoy vamos a cortar cabezas.

Hay un murmullo de alivio y otro de miedo revivido: cortar cabezas, en el lenguaje punitivo del Padre Director, quiere decir que sólo sacará a la tarima a los alumnos cuyos nombres estén al principio de cada hoja de su cuaderno. Pero nadie debe confiarse, porque puede que a mitad de la clase el Padre Director haga un gesto de cansancio, su cara pálida cruzada por una sonrisa seca como un rictus:

– Las cabezas estaban tan huecas que me he cansado de cortarlas. Desde ahora hasta el final de la clase cortaremos pies.

Y los que estaban viendo aproximarse el castigo seguro con la fatalidad de una sentencia porque sus nombres encabezaban las próximas páginas ahora sienten casi un desmayo de felicidad, y los que se creyeron impunes de pronto se ven arrojados a la inminencia del cadalso, la tarima a la que deberán subir cuando suenen sus nombres y la pizarra llena de números y fórmulas que borrarán con la resignación del que ya lo tiene todo perdido y sólo espera el escarnio, la bofetada, el golpe de los nudillos en la nuca, los dedos fríos que le retorcerán la oreja hasta que le parezca que le va a ser arrancada.

Nadie está a salvo: ni siquiera quien no ha sido llamado a la pizarra, quien inclina la cabeza sobre el cuaderno y garabatea un ejercicio o simplemente permanece inmóvil, queriendo contraerse hasta alcanzar la invisibilidad, como un molusco que aprieta sus valvas, como un insecto ilusoriamente protegido por su mimetismo del pisotón que va a aplastarlo. Entonces se acercan por la espalda, entre las filas de pupitres, los pasos del director, que viene desde el fondo del aula, y junto a sus pasos el roce de la sotana, y la premonición de un golpe súbito de los nudillos en la nuca es tan intensa que se eriza el pelo en la base del cuello y se contraen los músculos. Cada mañana de lunes, a las nueve, en el arranque tétrico de la semana, después de que la tarde del domingo se fuera anegando en tristeza según caía la noche, después del sueño y del despertar penitenciario, y del viaje al otro extremo de la ciudad, al descampado donde se alza el colegio, la clase de Matemáticas es una laboriosa iniciación en el miedo, en una variedad aguda y honda del miedo que es otra de las novedades de mi vida.

– ¿Te han gustado los libros? -Sí, padre.

– No me llames padre -sonríe el padre Peter, el Pater-. Estamos en vacaciones. Y además no llevo sotana.

Lleva pantalón negro, camisa gris de manga corta, alzacuellos. El padre Peter se peina con raya, y un flequillo desordenado le cae sobre la frente. Los cristales de las gafas se oscurecen cuando les da mucha claridad.

En la pared hay un mapamundi en el que están señaladas con alfileres rojos las misiones salesianas en Sudamérica, en África y en Asia, y fotos en color de niños sonrientes, con rasgos orientales, indios, negros. Sobre la mesa, el Che Guevara sonríe mordiendo un puro en la portada de un libro.

– Otro gran revolucionario -dice el padre Peter, advirtiendo la dirección de mi mirada-. Un gran revolucionario y también un gran rebelde, que no son dos cosas iguales. Algún día te prestaré}El hombre rebelde}, de Albert Camus.

El padre Peter se echa hacia atrás en la silla, apoyando el respaldo en la pared. Justo sobre la vertical de su cabeza hay un crucifijo, y debajo de él una imagen en blanco y negro de María Auxiliadora, flanqueada por el retrato de San Juan Bosco y el de Santo Domingo Savio, con su cara triste, afeminada e infantil, de inocente que murió casi a la misma edad que tengo yo ahora sin cometer nunca el pecado solitario. Antes morir mil veces que pecar. Antes pecar mil veces que morir, dice Fulgencio el Réprobo, soltando una carcajada ronca de fumador y libertino.

– ¿Las vacaciones? -el padre Peter hace preguntas muy breves, yendo al grano, dice él, como un reportero.

– En la huerta, con mi padre, casi todos los días -me encojo de hombros, sentado frente a él, al filo de la silla-. Y estudiando Inglés y Taquigrafía.

– ¿Taquigrafía? -Por si alguna vez pudiera hacerme reportero internacional.

– Enséñame las manos.

Por un momento enrojezco: como si el padre Peter buscara en mis manos las huellas del pecado. Le muestro las palmas, encima de la mesa, y él las mira, roza la parte endurecida con las yemas de los dedos.

– Manos trabajadoras -dice-. No hay nada más hermoso.

Yo las retiro, incómodo, me froto las palmas sudadas, entre las rodillas.

– Mírame. No hace falta que bajes la cabeza.

– No me había dado cuenta.

– Aunque la bajes yo puedo leer en tu cara…

Enrojezco de nuevo, y alzo la mirada hacia el padre Peter, pero no le puedo ver los ojos, porque ahora los cristales de las gafas se han oscurecido.

– … y sé que no has cumplido tu promesa.

– Claro que la he cumplido -miento de nuevo-. He leído los libros.

– Te pedí que me prometieras otra cosa.

– No me acuerdo.

– Que prestaras atención para escuchar la}Llamada} -el padre Peter dice algunas palabras con mayúscula y en cursiva-. Vocación, ¿recuerdas? Del latín}Vocare}, llamar. Muchos son los llamados, y pocos los elegidos.

– ¿Y por qué unos sí y otros no? ¿Dios tiene preferencias? -Dios sabe lo que es mejor para cada uno, mejor que nosotros mismos.

– ¿Dios sabe que es mejor que se muera uno en un accidente de tráfico, o que se quede paralítico, o que se harte de trabajar y sea pobre toda su vida? -El Evangelio es una apuesta por los pobres…

– Pero aquí en el colegio tratan mejor a los hijos de los ricos.

Yo mismo me asombro de mi impertinencia. Digo lo que se me pasa por la cabeza, con un impulso vago de hostilidad, tan sólo por llevar la contraria, por la incomodidad de estar en este despacho y la impaciencia de irme, y de no saber cómo.

– ¿Te hemos puesto a ti peores notas por no ser alumno de pago? El padre Peter se pone de pie y por un momento temo que va a darme una bofetada y me pica la cara y el cogote, como cuando estoy cerca del Padre Director. Se asoma a la ventana, que da a los vastos patios casi desiertos en verano, donde sólo hay algún interno que juega aburridamente al baloncesto. En la claridad de la ventana los cristales de las gafas se oscurecen de nuevo. De pie junto a mí el padre Peter me pone una mano en el hombro.

– Ese inconformismo, esa ira que sientes -suspira- son impulsos nobles, que debes aprender a encauzar. Quieres algo, y lo quieres mucho, con todas tus fuerzas, y no sabes qué es.

Buscas algo, y no sabes que es Dios quien te inspira esa búsqueda.

– ¿Y si Dios no existe? -Admitamos la hipótesis -el padre Peter se ha sentado de nuevo frente a mí, las manos enlazadas, los codos sobre la mesa, en una actitud alerta, echado hacia delante, como en una de las partidas de ping-pong o de futbolín a las que a veces desafía a sus alumnos-. ¿Cuál sería entonces el sentido del Universo? -Pues a lo mejor ninguno.

– ¿Y la posición del Hombre sobre la Tierra? -Una especie, como cualquier otra, que se ha impuesto por selección natural.

– Ya entiendo -dice sombríamente el padre Peter, las manos juntas delante de la boca, como meditando, o rezando-. La lucha por la vida. La supervivencia del más fuerte. ¿Qué esperanza deja eso para los débiles, para los pobres o los enfermos? ¿Tendremos que adorar al Superhombre de Nietzsche? Lo único que yo sé de Nietzsche es que parece que dijo que Dios había muerto, o que si Dios había muerto todo estaba permitido, y que se volvió loco y le hablaba a un caballo, y que murió de sífilis.

– O bien aceptar sin más las palabras del Calígula de Camus: que los hombres mueren y no son felices…

Mientras escucho al padre Peter me esfuerzo por encontrar la conexión entre Calígula y Nietzsche, que tiene que ver con los caballos. ¿Se volvió loco también Calígula, por impío y por perseguidor de los cristianos, y acabó también hablándole a su caballo, o lo que hizo fue nombrarlo senador? ¿Era tan depravado que se acostó con su hermana? ¿O el que se acostó con su hermana y le pegó la sífilis era Nietzsche? ¿O la sífilis se adquiere de hacerse pajas sin descanso? El padre Peter se quita despacio las gafas: tiene los ojos muy claros, y los lacrimales enrojecidos. Demasiada sensibilidad a la luz. En algún momento muy primitivo de la evolución, hace miles de millones de años, algunos organismos empezaron a desarrollar células que percibían la luz dentro de unas ciertas longitudes de onda. Células que poco a poco se fueron organizando hasta adquirir la asombrosa complejidad de los ojos, no más simples ni menos sofisticados en una mosca o en un pulpo que en el ser humano.

?Dios, el maestro relojero, también tuvo que hacerse oculista? -Fe y Razón -dice el padre Peter-. Lees superficialmente el relato bíblico y te parece que son contradictorias. Darwin contra el Génesis: el Hombre creado en una mañana, en el sexto día, o el resultado de millones y millones de años de evolución, desde la ameba hasta esos seres que ahora mismo viajan por el espacio hacia la Luna.

Ha vuelto ha ponerse las gafas y mira por la ventana, no hacia el patio, sino por encima de los tejados y de la torre vigía del colegio, como si buscara en el cielo un rastro de la nave Apolo.

– La vida empezó en el agua, según los científicos. Al cabo de muchos millones de años algunos de aquellos seres marítimos abandonaron torpemente el agua y empezaron a ocupar la tierra. Y ahora, quizás, estos mismos días, la vida emprende un salto mucho mayor, de la tierra al espacio. ¿Y no hay un porqué para ese esfuerzo inmenso, un motivo para esos saltos formidables, nada más que la lucha por la vida, que la supervivencia y la reproducción? El simio, para alcanzar la posición erecta, ¿no está apartando sus ojos de la superficie de la tierra, no lo hace por el deseo de mirar al cielo? El proceso de hominización es en el fondo el resultado de un anhelo de trascendencia. Te hablé del padre Teilhard de Chardin y quizás ha llegado el momento de que te acerques a su obra, mucho antes de lo que yo esperaba. La mente juvenil quema etapas que para el adulto equivalen a largos períodos de aprendizaje. Es natural, tú desconfías de tus superiores, de estos hombres con sotana que te obligamos a rezar de memoria y te decimos que si no crees que Dios creó el mundo en seis días y que la mujer procede de una costilla del hombre te vas a condenar…

– Eso dice el Padre Director.

Que todo lo que dice la Biblia es dogma de fe.

– ¿Y que Josué le mandó al Sol que se parara en el cielo y el Sol obedeció? ¿Y que un carro de fuego arrebató al profeta Elías? -A lo mejor era una nave extraterrestre, como dicen que era la estrella de Belén.

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