– Dice Carlos que suben en un cohete más grande que esta casa -aventura mi madre, acogiéndose a la autoridad del marido de su hermana, hacia el que proyecta una parte de la veneración que siente hacia ella-. Y que explota con una mecha como las de los cohetes de la Feria.
– Qué sabrá tu cuñado de cohetes.
– Algo más que nosotros sabrá, estando acostumbrado a manejar todos esos aparatos que vende en la tienda.
– Hijo mío, ni que hubieras tenido que subir tú también a la Luna para traernos la sandía.
– Qué te habrá hecho a ti Carlos -mi madre, para discutir con mi padre, baja la voz y mira hacia la mesa, aplastando con el dedo índice una miga de pan-, para que le tengas tanta ojeriza.
– Yo no le tengo nada. Él en su casa y nosotros en la nuestra.
Mi abuelo palpa la sandía entre sus dos manos enormes, la sopesa, meditativamente, la deja sobre un plato, rozando la cáscara con la palma de la mano, tamborileando sobre ella con los dedos, auscultándola. El locutor del telediario entrevista ahora mismo a un hombre de cara avinagrada y traje oscuro, con una insignia de algo en la solapa:
}La Luna, que se nos muestra tan apetecible y poéticamente tan bella gracias a la distancia y a la iluminación solar, resultará un astro inhóspito, decrépito, desolado, de impresionante frialdad espiritual. Ni agua, ni vegetación, ni otros seres animados, ni elemento alguno de los que embellecen nuestro mundo…} -¿Habrá marcianos en la Luna? -Los marcianos son los de Marte, niña. Si hubiera habitantes en la Luna se llamarían selenitas. Pero no los hay.
– ¿Y eso cómo lo saben, si no han subido nunca? -en la ironía de mi abuela siempre hay una sospecha sobre la tontería de los seres humanos, empezando por los miembros de su familia más cercana.
}El Hombre retornará rápido a la Tierra, contristado, encontrándola más bella, aunque endurecida por el egoísmo, la ambición y la ingratitud}.
– ¿Qué dice ese señor tan enfadado? ¿Cómo vamos a oírlo, si no os calláis? Esta sandía está en su punto -dictamina mi abuelo-. Y bien fresquita.
Mejor que en cualquier nevera.
– También sabe de neveras este hombre -dice mi abuela-. Qué raro que sabiendo tanto no haya salido de pobre.
– En la Luna no hay atmósfera -trago saliva, alzo la voz, procurando que no se me quiebre en un gallo traicionero-. No hay agua, ni plantas, ni animales, ni personas, no hay nada.
La Luna es un satélite muerto desde hace miles de millones de años.
Mi abuelo, que ya empuñaba el gran cuchillo para abrir por la mitad la sandía, se me queda mirando, no sé si con admiración o con lástima, con una incredulidad que enseguida deriva en sarcasmo. ¿Para esto llevo tantos años de escuela, y me encierro en un cuarto a estudiar libros enormes en vez de irme al campo con mi padre, de ganarme la vida con el trabajo de mis manos, como se la empezaron a ganar ellos cuando ni siquiera habían alcanzado la edad que yo tengo ahora? -Pues entonces, si en la Luna no hay nada, ¿para qué tanto afán de llegar a ella? -Con lo fina que está estas noches, que parece una cáscara de melón -dice mi abuela-, tendrán que sentarse en ella, como en un columpio.
– ¿Y si se mecen y se caen? -La Luna no crece ni mengua, es tan redonda como esta sandía -irritado, me dejo ganar por la arrogancia, por un necio empeño pedagógico, destinado al fracaso. Atraigo la sandía hacia mí, su curvatura tan rotunda como la del cráneo calvo y brillante de mi abuelo. ¿Les explicaré la ley de la gravitación universal, el curso elíptico de las órbitas de la Tierra y la Luna, les haré saber que entre las dos hay una distancia media de trescientos mil kilómetros, si ellos miden el espacio por palmos y leguas? ¿Les contaré que para desprenderse de la atracción terrestre la nave Apolo tuvo que acelerar hasta una velocidad de treinta mil kilómetros por hora, cuando ellos se mueven a pie o al paso de un burro o de un mulo y se marean en el autobús de línea cuando van de médicos a la capital de la provincia?-. La Tierra es la sandía, y la Luna este melocotón…
– Dame el melocotón, que es mío, que lo he traído yo.
– … la Luna da vueltas alrededor de la Tierra, igual que la Tierra da vueltas alrededor del Sol…
– Entonces, ¿por qué sale el Sol todas las mañanas por detrás de los cerros, y se esconde por la noche? Mi abuela tercia entonando con acento de burla:
– }Al Sol le llaman Lorenzo y a la Luna Catalina…} -Dejadlo que nos explique -mi madre sale dubitativamente en mi defensa-. Que algo sabrá más que nosotros.
– Tampoco hay que tener una carrera para saber por dónde sale el Sol…
Obstinado, pedagógico, pagado de mí mismo, indiferente al escarnio, hago girar el melocotón siguiendo la curva de la mesa camilla, y luego tomo un salero, lo pongo encima del ecuador de la sandía, explicando que ésa es la nave Apolo, y haciéndolo alejarse poco a poco de la corteza verde oscura y aproximarse al melocotón. En la sobremesa de la cena, mientras los comensales se impacientan por probar la sandía, temiendo que vaya a perder el frescor fragante del agua del pozo, intento en vano forzar el salto del universo ptolemaico al de Galileo y Newton, en la noche de julio en la que los astronautas Armstrong, Aldrin y Collins navegan hacia la Luna y preparan sus instrumentos y sus trajes espaciales para el momento supremo en que un módulo de alunizaje en forma de cangrejo o de araña robot se pose sobre una llanura de polvo y rocas grises donde las huellas de sus pisadas permanecerán idénticas durante milenios, como las huellas fósiles de los dinosaurios sobre las duras rocas terrestres.
– Ahora mismo la nave espacial está aquí -en mi mano derecha gira el salero, que tiene una forma cónica parecida a la de una cápsula-. El domingo por la tarde el módulo lunar se separará, y bajará muy despacio hasta el suelo.
– Bueno, pues a ver si antes nos hemos comido nosotros la sandía -dice mi abuelo, atrapándola de nuevo entre sus dos manos.
– Todo es mentira -contra su costumbre, mi padre ha resuelto intervenir abiertamente en la conversación, de modo que todos nos volvemos hacia él. En casa no suele hablar tan alto, ni durante un rato tan largo. No siempre me mira, pero yo sé que a su manera oblicua está hablando para mí-.
Un invento de los americanos, para engañar al mundo. No hay cohete, no hay viaje a la Luna, no hay nada de nada. Es como esas películas de platillos volantes, o de viajes por el espacio, que no se creen ni los más tontos, que se ve que los monstruos son de goma o son gente disfrazada y las rocas son de cartón, y hasta los árboles son de plástico. ¿Te enteras? -ahora habla mirándome a mí-. Es todo propaganda. ¿En qué cabeza cabe que un cohete pueda llegar a la Luna? Es propaganda para volvernos tontos, para que compremos más aparatos de televisión y aquí el cuñado de tu madre gane todavía más dinero. ¿A ti qué falta te hace saber si en la Luna hay atmósfera o no hay atmósfera, o si se crían tomates, o si van a llegar mañana o pasado mañana? ¿Adónde van a llegar? Pues al mismo sitio donde estaban, y donde ahora mismo estarán rodando la película que nos van a poner en las noticias. ¿Tendré yo que trabajar menos horas si esos americanos vestidos de buzos llegan a la Luna? ¿Me va a perdonar tu tío los plazos del televisor, y los de la cocina de butano que no he terminado de pagar todavía? ¿Y cómo vas a ganarte tú la vida si no aprendes a trabajar en el campo y te pasas las noches leyendo y amaneces más pálido que la misma Luna? ¿Para qué vas a estudiar, para astronauta? En ese momento mi abuelo ha hundido la hoja del cuchillo en el centro de la sandía. La corta siguiendo su línea ecuatorial y termina de separar con sus manos las dos mitades, que se dividen con un crujido geológico de la dura corteza y de la pulpa roja y luminosa, punteada de pepitas negras, reluciente del jugo fresco que dentro de un instante sorberemos todos con un ruido unánime. El interior de la sandía es de un rojo tan fuerte como el núcleo de níquel y de hierro fundidos en las ilustraciones sobre el centro de la Tierra que vienen en mi libro de Ciencias Naturales. Con el cuchillo en la mano y la sandía abierta sobre la mesa, mi abuelo se queda un momento pensativo, y no empieza a cortar la primera tajada.
– Muy bien -dice, mirándome por encima de los dos hemisferios rojos de la sandía enorme-. Me he enterado de todo. Suben en un cohete y llegan a la Luna. No hay nada en ella, no se cría nada, no llueve nunca, no se puede respirar, pero bueno, da lo mismo.
Llegarán. Sólo me queda una duda.
Cuando lleguen a la Luna, ¿cómo entran en ella?