Habría sido un segundo doctor Marañón, un Ramón y Cajal, si no lo hubieran represaliado después de la guerra.
– ¿No estuvo en la cárcel? -¿Es que había matado a alguien? -Niña, tú te callas.
– El que va a la cárcel es porque ha matado a alguien.
Qué falta hará, sacar siempre estas conversaciones. -Pues al abuelo lo metieron preso y no había matado a nadie.
– Como que no iba a salir el asunto de siempre.
– La culpa la tienes tú -mi abuela se encara con su marido-. Por hablar tanto.
– … La conciencia limpia y la frente muy alta -mi abuelo se yergue, digno y herido, deja la cuchara junto al plato-. Sin más delito que servir a un gobierno legítimo.
– ¿Queréis hablar más bajo, que está la ventana abierta?…}Surcando el espacio en la nave Apolo igual que los marineros de Colón surcaron el océano ignoto en las tres carabelas…} -La Santa María, la Pinta y la Niña -salmodia mi hermana con falsete escolar.
– Cállate, que pareces un loro.
– Cállate tú, que pareces un mono, con tantos pelos en las piernas y en los sobacos.
Ni siquiera he levantado la mano y mi hermana ya chilla buscando protección en el regazo de mi padre.
– Comed y callad los dos o me quito la correa y os pongo el culo colorado.
Mi padre siempre amenaza sin mucha convicción, pero eso no evita que mi madre salte, como si de verdad quisiera protegernos de un castigo, con un gesto de contenida reprobación, sin levantar los ojos:
– Mira qué valiente, metiéndoles miedo a sus hijos.
– Un correazo a tiempo previene muchos disgustos -sentencia mi abuelo.
En el centro de la mesa hay una gran fuente de conejo frito con tomate, una botella de vino y otra de gaseosa. Hasta hace poco todos comíamos de la misma fuente, mojando trozos de pan en la salsa, metiendo la cuchara si había sopa o potaje, cogiendo las tajadas con las manos y chupándonos los dedos. Ahora, por influencia de mi tía Lola y de su marido, tenemos un plato cada uno, en los que mi madre o mi abuela reparten la comida con un cucharón. Usamos la cuchara, pero no hemos aprendido a manejar tenedores y cuchillos, y si hay tajadas de carne o trozos de pescado los seguimos cogiendo con las manos, y mojamos grandes sopas de pan en la salsa o en el tomate frito. A mi hermana y a mí nos riñen porque sólo queremos las tajadas pulpas, y porque no sabemos apurar la carne que hay alrededor de los huesos.
– Mira cómo dejan el plato, que parece que lo ha picoteado una gallina.
– Otro Año del Hambre les hacía falta a éstos, para que supieran apreciar lo que tienen.
…}Estando previsto que sea el comandante Neil Armstrong quien pise nuestro satélite con el pie izquierdo exactamente a las tres horas y cincuenta y seis minutos del próximo lunes veintiuno de julio…} Ellos, indiferentes al televisor, chupan los huesos, roen hasta apurar una última brizna de carne, sorben ruidosamente, separan las articulaciones de una pata de conejo para que no se quede nada sin apurar, con una concentración intensa, casi fanática, no queriendo desperdiciar ni una dosis mínima de proteínas. En la nave Apolo Xi los astronautas comen concentrados de sustancias altamente nutritivas que pueden ser engullidos sin esfuerzo, y beben líquidos revitalizadores en botellines blancos de plástico que luego flotan vacíos y limpios en el módulo de mando. En las estaciones espaciales del futuro los viajeros que tarden años en llegar a otros planetas engullirán cápsulas de colores que reduzcan al mínimo la evacuación de residuos, y quizás lean con incredulidad en los libros de Historia acerca de las bárbaras costumbres culinarias que aún perduraban en el siglo Xx. Nosotros cortamos con las manos trozos de un pan enorme, redondo, de corteza gruesa y oscura, empolvada de harina, los untamos en pringue y nos los metemos en las bocas muy abiertas, engullendo luego como los pavos en el corral de Baltasar.
En la comida más ruidosa hay un momento de la verdad en el que nadie habla, todos absortos en el acto supremo de la nutrición, y en el que sólo se escucha masticar, sorber, chupar, raspar con una cuchara el fondo de un plato o de una olla. Comen en círculo, alrededor de la mesa camilla y de la fuente de tajadas y tomate frito, se pasan el único trapo que hay en la mesa para limpiarse las manos o la boca, respiran hondo, como quien toma un instante de alivio en un esfuerzo muy intenso, muerden cartílagos, desprenden la mandíbula inferior de la cabeza del conejo y chupan el maxilar, raspan con la cuchara el cielo de la boca, que tiene una superficie de carne rugosa, el paladar del conejo, horadan el cráneo buscando el bocado más sabroso, los sesos, que corresponde por privilegio masculino a mi padre o a mi abuelo, y al final, sobre cada plato, queda un montoncito de huesos diminutos y limpios, de los que ha sido extraído hasta el más ínfimo residuo de sustancia nutritiva.
– Pues ya hemos comido -suspira alguien, mi madre o mi abuela, después de un momento de silencio, aliviada la tensión del acto laborioso de comer.
– Ya hemos matado a la que nos mataba -dice mi abuelo.
– ¿Y quién era la que nos mataba? -pregunta mi hermana por zalamería, sabiendo la respuesta.
– El hambre, que mató a tanta gente. El hambre que mata sin cuchillo ni palo.
– Pues todavía nos falta el postre.
?Hay sandía en el pozo? -Con lo que le gustaba comer a Baltasar, y mira en lo que ha quedado. Dice la sobrina que ya ni puede tragar líquidos. Pero como ha sido tan comilón pide que le acerquen a la nariz lonchas de jamón o de queso untado en aceite.
– -Dios lo castiga por los jamones y los quesos y las orzas de lomo y los panes blancos que se comió cuando los demás no teníamos más que algarrobas para alimentar a nuestros hijos.
– Ya estamos con lo mismo…
– Robándonos lo que era nuestro y lo que tú no fuiste capaz de defender, lo que te quitaron por tonto.
…}El mundo entero podrá asistir en directo, desde sus hogares, al gran acontecimiento histórico, a través de los receptores de televisión…} -¿Y qué iba a hacer yo, si estaba preso? -Antes de que te metieran preso ya te habías dejado engañar. Y mira cómo le fue a él la vida, y cómo nos ha ido a nosotros.
– Tenemos lo que él no tiene -mi abuelo alza la voz, con un ademán dramático-. Salud y seis hijos como seis soles, y la conciencia tranquila.
No hay manera: no puedo enterarme de nada. Me levanto de la mesa, llevando la silla de anea conmigo, para acercarme más al televisor.
– ¿Y tú adónde vas, si no hemos terminado? -A ninguna parte, es que no me dejáis oír lo que dicen en la tele.
– ¿Y qué estarán diciendo, si se puede saber, que sea tan importante? -Lo de la Luna, que dice que se va a levantar para verlo cuando estemos todos dormidos.
– Tú cállate, chivata.
– Voy a devolver ese aparato y se te van a acabar las tonterías de la Luna, que parece que has perdido el juicio -mi padre se levanta y hace ademán de apagar el televisor, pero no acierta a encontrar el botón, y se queda aturdido, buscando el modo de salvar su autoridad, encarándose con mi madre-. En qué hora se me ocurriría hacerle caso al marido de tu hermana, que no piensa más que en sacarnos el dinero.
– Con mi hermana no te metas, que ella no tiene la culpa de nada.
– Y tú, desde mañana por la mañana se te han acabado los libros, la holganza y los viajes a la Luna -mi padre ha encontrado por fin la manera de apagar el televisor, y ahora vuelve a sentarse, recobrada su dignidad, dispuesto a curarme de mis desvaríos-.
Te llamo a las seis y te vas a trabajar al campo con la fresca.
– Ha hablado un hombre -sentencia mi abuela, pero ella casi siempre dice las cosas con un filo de sarcasmo, que quizás mi padre no deja de advertir.
– Por lo pronto, que traiga la sandía.
– Yo no quiero sandía, quiero un melocotón.
– Pues tráele de camino un melocotón a tu hermana.
– Si tiene el capricho que vaya ella, que yo no soy su criado.
– Ten cuidado al sacar el cubo del pozo, no vayas a caerte y te ahogues.
– ¿Por qué no compramos una nevera, como la de la tía Lola, y así no tenemos que refrescar las cosas en el pozo? -Lo que nos estaba haciendo falta -murmura mi padre-. Una cocina de gas, un televisor y ahora una nevera.
?Por qué no un helicóptero? Y yo trabajando de sol a sol para pagarle las vacaciones a ese señorito.
– Ya estamos con lo mismo. Qué te habrá hecho a ti el marido de mi hermana.
– El frío de las neveras es muy malo para la garganta -informa mi abuelo, ya más apaciguado-. Se han dado casos de gente que ha muerto de pulmonía después de beber el agua tan fría de esos aparatos. Todos los médicos están de acuerdo en que es mucho más sana el agua fresca de un botijo.
– Será que los médicos te han llamado a ti para contártelo.
Salgo al corral, aliviado de apartarme unos minutos de ellos, de no escuchar el rumor permanente en el que viven enredados, tan denso como el zumbido de un panal. Hace fresco y huele a jazmines y a galanes de noche, a las hojas y a la savia de la parra.
Por encima de los tejados y los bardales vienen las voces del cine de verano, y en el cielo teñido de color ceniza después de los calores del día hay un gajo de luna.
Oigo de lejos a mi hermana, gritando mi nombre con su voz aguda: por qué tardará tanto, habrá dicho mi abuelo, y mi padre dirá, se habrá quedado mirando la luna, y mi madre, mira que si se ha caído al pozo, a lo que añadirá mi abuela, torpe es, pero tonto no parece, y mi hermana, voy a buscarlo, y mi padre, sombrío, nunca efectivo en su autoridad, tú te quedas aquí sentada, que tampoco hace una semana que se fue a buscar la sandía.
Me asomo al brocal del pozo, y en el fondo se ve como un espejo oscuro el brillo inquieto del agua y el gajo de luna repetido en ella. Tiro de la soga áspera, y sobre mi cabeza gruñe la polea. Resuena el agua muy hondo, cuando el cubo, alzado por la polea, emerge de ella, y luego choca con sonidos metálicos contra las paredes de piedra. Sube un fresco profundo, una humedad salobre, mientras el cubo chorreante asciende hacia el brocal, el cáñamo de la soga escociéndome las manos. Y cuando llega arriba lo hago bascular hacia mí y lo dejo en el suelo, chorreando, con un olor a saco mojado, porque la sandía, para que se mantenga más fresca, se sumerge en el agua en el interior de un saco atado con una cuerda, dentro del cubo de latón. Desato el saco, extraigo la sandía grande, planetaria, y la llevo al comedor sosteniéndola con las dos manos. La conversación ha cambiado en mi ausencia. Han encendido de nuevo el televisor y ahora hablan de la Luna.