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Cómo no iba a estar amargado, después de tanto como le pasó en la vida.

Primero van a buscarlo para darle el paseo y luego lo cazan por los tejados como un perro. Y quién lo salvaría, quién fue el que tuvo compasión de él.

Cuentan de nuevo lo que han contado tantas veces, que huyendo por los tejados de los milicianos anarquistas que lo perseguían se escondió en un granero y se cubrió con un montón de paja. Con horcas de puntas afiladas y con las bayonetas de los fusiles los milicianos atravesaban la paja y uno de ellos alcanzó su cuerpo, y él pensó que estaba perdido, que las púas de hierro de la horca o la bayoneta afilada le atravesarían el pecho, o que el miliciano gritaría alertando a los otros. Pero después de un instante la horca o la bayoneta se retiró, y el mismo hombre que la empuñaba dijo a los otros: "Vámonos, que aquí no está escondido". Se quedó en el pajar hasta que se hizo de noche y logró salir de la ciudad sin que nadie lo viera y llegar hasta las líneas enemigas. Pero él no tuvo compasión cuando volvió después de la guerra condecorado y convertido en juez militar y se puso a firmar penas de muerte, que dicen que las firmaba con las dos manos, para ganar tiempo y mandar a más condenados a las tapias del cementerio. El pasado circula de unos corros a otros como la brisa de medianoche que esparce las voces por la calle del Pozo, las que se alzan en una afirmación o un desmentido -yo lo oí volver anoche cuando ya me estaba acostando, no es verdad que nadie viniera a visitarlo, hasta algunas noches se vio entrar y salir furtivamente a una mujer muy pintada y las que se vuelven sigilosas y cautas, recordando que el ciego no tuvo escrúpulos en quedarse con la casa de un hombre inocente al que él mismo había mandado a la muerte. "El pobre Justo Solana", dice mi padre, "un hombre que no se metió nunca en nada y que tenía la huerta al lado de la nuestra y no quiso salir de ella mientras durara la guerra". "Pagan justos por pecadores", dice alguien, "siempre pasa lo mismo, y más en una guerra entre hermanos". Siempre hay quien dice esas cosas en un corro con una seriedad definitiva, como si acabaran de ocurrírsele, como si él hubiera descubierto ahora mismo una terrible ley moral. Pagan justos por pecadores, no hay mal que por bien no venga, allá cada cuál con su conciencia. "Pagó por su hijo", explica mi abuelo, "que había dejado al padre solo y viejo en la huerta para irse a Madrid, porque tenía la cabeza llena de pájaros, mira qué ruinas y qué desgracias traen las ideas". "Yo me acuerdo de cuando vinieron a buscar a ese hombre", dice mi madre. "Cómo te vas a acordar tú, si eras una chiquilla". Pero tenía nueve años, recién cumplidos, y se acuerda de que estaba siempre esperando que sonara el llamador de la puerta y fuera su padre que volvía de la prisión, y de que se había despertado muy temprano y veía la lenta llegada de la claridad del amanecer y escuchaba los pájaros en las copas de los álamos y de pronto la sobresaltó el motor de un coche y pensó cándidamente que en él vendría su padre liberado de la cárcel. Pero sintió la ira y la urgencia con que se abrían y cerraban las puertas de metal, los golpes brutales de las botas sobre el empedrado repitiéndose un instante después en el llamador de la casa del rincón. "?Y por culpa del hijo mataron al padre?" "Eso es lo que piensa la gente", dice alguien en un corro, "pero había una denuncia por medio, y el juez Domingo González no iba a perdonar". "Pero si el hombre no había hecho nada", dice mi padre, "sólo trabajar de sol a sol en su huerta y no meterse con nadie, y hacernos favores a mi abuelo y a mí cada vez que se los pedíamos.

Qué asco de mundo, tantos canallas sueltos y a un hombre trabajador y cabal lo matan a tiros como a una alimaña". "Para que veas tú lo que son las ideas, y las fantasías", dice mi abuelo, "si aquel hijo se hubiera quedado con su padre ahora tendría su casa y su huerta y podría estar sentado al fresco igual que nosotros".

Hablan de lo sucedido hace treinta años como si hubiera pasado ayer mismo y como si algo pudiera aún ser corregido: reviven pormenores de entonces tan febrilmente como los de esta tarde, y la muerte del ciego parece ya tan antigua en sus relatos y tan gastada por infinitas variaciones que cobra en mis oídos una irrealidad idéntica a la de las historias de la guerra, borrosa igual que ellas, sumergida en la confusión y en la sangre.

Llevaba ahorcado desde el viernes por la noche, ha dicho el forense, y con el calor que hace ya había empezado a descomponerse. ¿No se habría extendido el olor hasta nuestro corral, que está contiguo al suyo? ¿No lo vieron ayer sábado por la mañana, muy temprano, todavía con la fresca, sentado en un banco de los jardines de la Cava? Lo encontró el sobrino o asistente, porque lo llamaba cada dos o tres noches por teléfono para saber cómo estaba y le extrañó que no contestara.

"Sonaba el teléfono, sonaba y no paraba de sonar", dice una vecina, "y mi marido y yo nos despertamos en mitad de la noche, porque nuestro dormitorio y el del ciego están pared con pared, y yo le digo a mi marido, ¿y ese hombre cómo es que no se despierta y contesta al teléfono? ¿Y si es que le ha pasado algo? Pues no le había pasado nada, porque eso fue el viernes por la noche, cuando nos despertamos a las tantas, y ayer por la mañana lo vimos doblando la esquina de la Casa de las Torres". Pero otro rumor dice que el sobrino o asistente asegura no haber sido él quien llamaba por teléfono, y menos a esas horas. "Yo no lo llamaba", dicen que ha dicho, "porque me lo tenía prohibido", y entonces para qué tenía el aparato, pues para llamar él en caso de que le hiciera falta. "El que algo teme algo debe, dicen", enuncia mi abuelo con su voz lúgubre, y yo ahora me acuerdo de haber oído ese timbre cuando me quedaba despierto hasta muy tarde y luego no podía dormirme, estas noches en las que encendía la luz y miraba el reloj calculando la hora exacta del vuelo del Apolo Xi, queriendo imaginar lo que estarían haciendo los astronautas en ese momento, a qué distancia de la Tierra habrían llegado ya. El ciego solo, en la casa de al lado, a tan pocos metros de mí y en otro mundo de oscuridad y tal vez de terror, despierto toda la noche, vigilando los ruidos nocturnos con un oído más sagaz y alerta que el mío, escuchando el timbre del teléfono que se queda callado y vuelve a sonar a los pocos minutos, dejándole tan sólo el tiempo preciso para que se apacigüe un poco y conciba la esperanza de que no sonará más. Le costaría trabajo, dicen, buscar la soga, subirse a tientas a una silla para pasarla por la viga de la cuadra, hacer el nudo, tener la sangre fría para ponérselo al cuello, la soga del cubo con el que sacaba el agua del pozo, precisa alguien, y luego discuten si tenía o no las gafas negras puestas cuando lo encontraron colgado de la viga y hay alguien que cuenta como si hubiera estado allí que las gafas estaban pisoteadas en el suelo y en medio de un charco de orines, porque los ahorcados se mean, en el último momento, y alguien mueve la cabeza y añade en voz baja, mirando alrededor por si hay niños escuchando, los ahorcados no se mean, "los ahorcados se corren y mueren empalmados".

– No me quiero dormir -dice mi hermana, en su cuarto, de donde no deja que se vaya mi madre-. Que si me duermo sueño con el muerto.

– Pero si se lo han llevado ya, si los muertos no hacen nada.

– ¿Y si se me presenta como un fantasma? --Ay, mama mía, quién será, cállate, hija mía, que ya se irá -canto desde la escalera, y mi hermana llora de miedo, igual que lloraba yo cuando era más pequeño y mis tíos me cantaban esa misma canción.

– Verás como tu padre se despierte, y se entere de que estás asustando a la niña.

– No te vayas, no me apagues la luz, que veo cosas en la oscuridad.

Subo con sigilo por la escalera, camino de mi cuarto, pero no tengo intención de dormir: en cuanto ellos estén dormidos me levantaré para poner la televisión y ver en directo el paseo de los astronautas. Desde el rellano de la segunda planta oigo los ronquidos de mi padre, que siempre es el primero en dormirse, las quejas de mi hermana y el murmullo tranquilizador de mi madre, la conversación de mis abuelos, cuando paso junto a la puerta de su dormitorio, callado y sigiloso, procurando que no se escuchen mis pasos en las baldosas, como un espía o un fantasma, como un espía que fuera un fantasma.

– Hiciera lo que hiciera, ya habrá descansado.

– ¿Tú crees que los que se ahorcan descansan? Si ni siquiera pueden enterrarlos en tierra bendecida.

– Lo llevarán al fondo del cementerio, al Corral de los Matados.

– Como que es un pecado muy grande, quitarse la vida uno mismo.

– ¿Y quién te dice que ha sido él quien se la ha quitado? -¿Ya estás con tus desvaríos? -Acuérdate de lo que le dijo el que le disparó en la cara.

– Cómo voy a acordarme, si yo no estaba allí.

– Le dijo: "Espérame, porque volveré a buscarte algún día".

– ¿Con esas mismas palabras? ¿Y por qué ibas a saberlas tú? -Yo me entero de cosas.

– No me hables así, que pareces el locutor de una novela de la radio.

– Lo que yo te digo es que la mano que le puso la soga al cuello no era la suya. ¿Tú sabes que los policías han encontrado arrancados los cables del teléfono? -Ni yo lo sé, ni tú tampoco.

– La gente lo dice.

– La gente habla sin saber.

– El que vino a matarlo arrancó el cable del teléfono para que no pidiera ayuda.

– Igual que en las películas…

Anda, apaga la luz y cállate, que me mareo de oírte.

– … O lo llamó y lo llamó por teléfono hasta que el ciego no pudo más y se ahorcó él mismo.

– ¿Pues no has dicho hace un momento que fue otra mano la que le puso la soga al cuello? -Es una hipótesis.

– Dónde habrás aprendido tú tantas palabras. Apaga la luz, que se me cierran los ojos.

– ¿No has oído algo? En la escalera, unos pasos.

– Será el ciego, que vuelve.

– Mujer, qué cosas tienes. Eso no lo digas ni en broma.

Bajo despacio, tanteando las paredes, pisando con mucha cautela para que las baldosas sueltas no resuenen en el silencio de la casa. Por los balcones abiertos, con las persianas echadas, entra la claridad débil y listada de las bombillas en las esquinas de la plaza, y también el olor de los geranios y el de las flores de los álamos. Así se movería el ciego por la oscuridad cóncava de la casa en la que vivía como un muerto en vida, como un sonámbulo que nunca estaba dormido y nunca llegaba a despertar plenamente. Las yemas de los dedos rozando la cal áspera de la pared, la otra mano en la baranda, y en el silencio de la casa los rumores que sembraría el miedo, quizás un crujido que podría ser el de la puerta de la calle al abrirse, a pesar de que él había echado la llave y ajustado la tranca, quizás el disparo súbito del timbre del teléfono. Me detengo en el rellano donde están los dormitorios, y escucho respiraciones pesadas, ronquidos de cuerpos grandes a los que rindió el trabajo. Mi abuelo, que ronca tan enfáticamente como habla, mi padre, que se despertará el primero, cuando aún sea de noche, para ir al mercado. Alguien habla, y me quedo inmóvil, por miedo a que me sorprenda, pero es mi hermana, que murmura y se queja dormida, soñando algo. La casa entera es un gran depósito, un acuario de las aguas densas del sueño, cruzadas de raras criaturas que nadie ve a la luz del día y que no se recuerdan al despertar. Yo bajo de mi habitación en la planta más alta como un buzo que se va sumergiendo, mis pies lastrados de plomo para no quedarme flotando en el agua, flotando en una ingravidez líquida parecida a la que experimentan los astronautas cuando la nave atraviesa el límite de la gravedad terrestre. En la casa de al lado no hay nadie, quizás un teléfono arrancado en el suelo de un dormitorio o unas gafas negras junto a la silla volcada a la que se subió el ciego para ahorcarse. En la de Baltasar hay varias ventanas iluminadas, y de una de ellas, en la planta baja, entre los visillos, fluye la claridad azulada y convulsa de un televisor. Baltasar ve la televisión para distraer su agonía, o es su mujer quien la ha encendido, muy maquillada, insomne, mirándola sin hacer mucho caso del hombre que se va muriendo muy lentamente a su lado. En la planta baja se oye la respiración del mulo y de la burra en la cuadra, dormidos de pie, junto a los pesebres, los cascos golpeando a veces el suelo acolchado de estiércol, y también, unos segundos más tarde, cuando el oído se ajusta más perfectamente al silencio, suena el mecanismo del reloj de pared, al que mi abuelo le dio cuerda un poco antes de subir a acostarse, como asegurándose de que el tiempo seguiría avanzando al ritmo preciso a través de la noche, mientras todos en la casa están dormidos. Los golpes del reloj, los latidos de cada corazón, encogiéndose y dilatándose en el interior cavernoso y oscuro del cuerpo, el corazón de mi padre, el de mi madre, el corazón pequeño de mi hermana, el de mi abuela, el de mi abuelo, que debe de ser el más robusto y el más grande de todos, para sostener su envergadura: los corazones de las gallinas en el corral, los que empezarán a latir en los embriones que cobran forma en el interior de los huevos, el corazón enorme del mulo, el de la burra que dormita a su lado, el mío, tan urgente ahora mismo en mi pecho, cuando sin dar la luz enciendo el televisor e inmediatamente le bajo el volumen para no despertar a nadie: una polifonía de latidos, como golpes cautelosos de tambores en esas selvas que atravesaban los exploradores británicos en busca de las fuentes del Nilo. Y a cuatrocientos mil kilómetros de aquí, resonando en pulsaciones de radio a través del espacio, el corazón del astronauta Neil Armstrong, que pilotaba el módulo lunar y en los últimos minutos del descenso desconectó el computador que dirigía la maniobra para hacerse cargo él mismo del gobierno de la nave. Se estaba acabando el combustible, el módulo lunar sobrevolaba muy bajo un terreno demasiado rocoso sobre el que ya se proyectaba su sombra rara de arácnido. Si el combustible llegaba a agotarse antes de que hubieran aterrizado el módulo se desplomaría y era posible que sufriera una grave avería y ya no pudiera levantar el vuelo de nuevo. A ciento cuarenta y cuatro pulsaciones por minuto latía el corazón de Neil Armstrong, mientras en las ventanillas triangulares del módulo se sucedían rocas y cráteres erizados como estalagmitas de hielo, quedaba combustible exactamente para treinta segundos. De pronto apareció un terreno que parecía llano y favorable, y la nave en forma de prisma con cuatro patas articuladas adquirió una posición vertical y descendió muy suavemente, levantando una nube de polvo que no se habría movido en los últimos tres mil millones de años y que cubrió ligeramente el cristal de las ventanillas.

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