Yo iba entre ellos, con el instinto del niño celoso que procura impedir la excesiva cercanía entre dos adultos.
Sobre el empedrado de la calle del Pozo resonaban los tacones de mi tía Lola, y en los bolsillos de su novio tintineaban llaves o monedas, el metal del mechero. Yo era consciente de la singularidad de mi tía y del modo en que la miraban las otras mujeres -también me había fijado en cómo la miraban a veces los hombres por la calle-, y me imaginaba que ella y Carlos eran mis verdaderos padres, o unos tíos mundanos y muy viajeros que llegaban a buscarme desde un país lejano y me llevaban luego con ellos en un tren o en un transatlántico. Salía con ellos de la plaza de San Lorenzo y de los callejones donde transcurrían nuestras vidas y me llevaban a los espacios abiertos por donde se paseaba la gente muy arreglada en las mañanas del domingo: el paseo de Santa María, en el que repicaban las campanas de las iglesias con el toque de la misa mayor; la calle Real y el paseo del Mercado, donde la banda municipal tocaba en el kiosco de la música; la plaza del General Orduña, donde estaban el kiosco de periódicos y tebeos y el puesto de los helados, y frente a ellos, al otro lado de la estatua del general taladrada de disparos, los tenderetes de los soportales, donde se vendían tebeos, novelas del Oeste, sobres de cromos, pelotas de goma, bolsas de pipas, pirulís sabrosos de caramelo rojo circundado por una banda de azúcar, indios y vaqueros de plástico, cinturones con cartucheras y pistolas de juguete, espadas, corazas y hasta morriones de romanos. Me sentaba con mi tío Carlos y mi tía Lola en un velador de aluminio de la cafetería Monterrey y me embebía en la lectura del tebeo y en el sabor del refresco que me habían comprado y se me olvidaba por completo mi vigilancia recelosa. Ya no me sentaba entre los dos, ni me fijaba en lo que hacían con las manos. Las cañas de cerveza que les había servido el camarero tenían el mismo resplandor dorado de la mañana de domingo. A mi tía, cuando bebía un trago, la espuma blanca le manchaba los labios, y luego quedaba en la copa vacía un cerco de carmín.
Bajábamos luego por el Rastro hacia los jardines de la Cava, junto al cine de verano, que eran la gran novedad en nuestro vecindario, con sus fuentes de taza, sus bancos de piedra, sus setos de arrayán y sus macizos de rosas y jazmines que trepaban por pérgolas pintadas de blanco, dominando toda la amplitud del valle del Guadalquivir. Yo ya estaba mareado de cansancio, aturdido de felicidad, empachado de pirulís y cacahuetes, de patatas fritas, de almendras saladas, pero en los jardines de la Cava, donde había también puestos de helados y refrescos y vendedores ambulantes de globos y de juguetes, aún quedaba ocasión para un regalo más. Mi tía y su novio se sentaban en un banco, a la sombra de las rosaledas y los setos, y yo me olvidaba por completo de ellos, jugando con mi pelota de goma o con mi diligencia del Oeste o mi barquito de vela, leyendo mi tebeo que tenía colores brillantes y un olor a tinta tan delicioso como el de la vegetación de los jardines. Si había empezado la temporada de verano, miraba los cartelones de la película que pondrían esa noche, y el bastidor con fotogramas colgado junto a la taquilla. Me asomaba con una sensación de vértigo a la balconada que daba al valle del Guadalquivir, mirando las huertas, las extensiones de sembrados, los olivos que progresaban en líneas rectas hacia las laderas de la sierra, de un azul no mucho más oscuro ni menos transparente que el cielo. En aquel lugar la gente era muy parecida a mi tía y a su novio, tan joven como ellos, tan impecable y pujante como los setos y los rosales del parque, tan nueva como la pintura blanca de las pérgolas. Las parejas de novios paseaban tomadas del brazo, los hombres con trajes, gafas oscuras y pelo brillante, las mujeres con vestidos claros y zapatos de tacón, y los más modernos se tomaban de la mano según una moda reciente que mi tía Lola y mi tío Carlos habrían aprendido en alguna película y adoptado con entusiasmo, y que empezaban a practicar en cuanto doblaban la última esquina de la calle del Pozo y mi madre y mi abuela ya no podían verlos.
Una mañana, sobre nuestras cabezas, en los jardines de la Cava, apareció una avioneta blanca que había venido volando por encima de los tejados y las torres de los palacios y los campanarios de las iglesias. En su cola ondeaba una larga bandera amarilla con un letrero que decía: "Cinzano". En medio de los jardines todo el mundo miraba hacia el cielo haciéndose visera con las manos. La avioneta dio un giro sobre la pantalla del cine de verano y se alejó hacia el valle y la sierra, dejando un largo rastro blanco en el cielo sin nubes, un blanco tan limpio como espuma de cerveza. Se iba volviendo muy pequeña y ya no se oía el ruido del motor, que a mi tía le había hecho taparse los oídos mientras pasaba sobre nuestras cabezas y parecía que fuera a rozarlas. Poco a poco, cuando ya casi no se la veía en el cielo, la avioneta hizo un amplio giro y el sol relumbró un instante en sus ventanillas. Llegó a la altura del cuartel de Infantería, al final de la ciudad, y desde allí volvió en línea recta hacia donde nosotros estábamos, cada vez más cercana y más atronadora.
Pasó sobre la pantalla del cine de verano agitando con un vendaval las copas de las palmeras que hay detrás de ella, y al sobrevolar de nuevo los jardines de la Cava sentimos un golpe de viento contra nuestras caras y vimos un instante, tras las ventanillas cuadradas, la cara con gafas de sol y la camisa blanca con galones del piloto. La gente aplaudió cuando una mano apareció saludando por una ventanilla, y algunos padres alzaban en brazos a sus hijos pequeños que estiraban las manos como queriendo alcanzar las alas blancas de la avioneta. La banderola amarilla de Cinzano vibraba en el cielo muy azul con un resplandor de oro, restallando en el viento. Volvimos todos las cabezas según la avioneta pasaba volando cada vez más bajo sobre el mirador de las murallas y luego sobre el campanario cubierto de hiedra de la iglesia de San Lorenzo, en dirección a la plaza de Santa María. Mi tío Carlos le indicaba la trayectoria del vuelo a mi tía con un brazo extendido, y el otro se lo pasaba como por casualidad por la cintura, sobre el talle estrecho de su vestido estampado.
– Pues eso no es nada -dijo mi tío Carlos cuando la avioneta ya se había perdido en el cielo, más allá de la sierra de Mágina-. Ha dicho el presidente Kennedy que muy pronto el hombre llegará volando a la Luna.
– ¿Y ese presidente quién es? -dijo mi tía.
– El de Estados Unidos, el que más manda en el mundo.
– ¿Más que Franco? -Como de aquí a Lima…
Volvimos a casa por la calle del Pozo, yo ahora entre ellos, y cuando mi tío se fue y mi madre y mi abuela pusieron la comida, un potaje de garbanzos con espinacas o acelgas, a mí casi me dieron arcadas nada más ver la olla y oler los garbanzos, el repollo, el tocino.
– Mira que te lo advertimos, hija mía, pero tú ni caso. Le habéis dado porquerías al niño y ahora no quiere comer.