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La casa donde vivo aquí en Roquedal posee dos plantas, tres dormitorios, un espacio para el perro o el gato en la parte trasera y un huerto en la delantera con varios naranjos enfermizos. La cancilla del huerto se prolonga con una tapia, un muro de piedra de baja altura que nada protege, nada oculta y nada previene. Abandoné la carta en una esquina del muro, asegurada con una pequeña piedra, en la posición en que se dejan los regalos, a conciencia, mostrada como algo blanco y rectangular que alguien colocara con el único propósito de que otra persona lo advirtiera. Deseaba recibir al día siguiente el impacto del hallazgo ficticio.

Dio resultado. Por la mañana me encontré, me leí y soporté un escalofrío. Contemplé el mar, que ya lo era, quiero decir, que ya no era parte de la oscuridad sino una autonomía turquesa más allá de la pequeña línea de árboles secos, y pensé: «Así que incluso aquí puedo sentir temor». Pero fue como si el temor cobijara otras emociones, aún indefinibles.

A partir de aquel día adquirí la costumbre de escribirme y responderme, al menos, un par de cartas a la semana. Conforme conocía a las gentes del pueblo, gustaba de especular con la identidad oculta de mi asesino. La primavera comenzó muy divertida gracias a esta lúdica manera de elaborar un diario. Cuando me asaltaba de nuevo el sentido de la realidad y frenaba la pluma con la voz de mi Negro, me agradaba pensar, con la señorita Burden: Don't make me have to pray. Dear God, let me be damned a little longer, a little while, no me obligues a rezar, déjame en pecado un poco más, Dios mío, y comenzaba otra carta:

«Soy un tren imposible , una máquina negra que trepa velocísima por la vertical de un precipicio: y usted cae por él hacia mí».

Pero vinieron malos tiempos: la muerte en accidente de Luis Blasco, por ejemplo, el pintor que aún creía en el LSD. Fue extraño, porque apenas lo conocía, pero al enterarme de la trágica noticia -hace ahora dos meses- sólo pude escribir con la voz de mi Negro y amordacé a la señorita Burden. «En Roquedal nadie debe morir», pensaba. «Todo lo que suceda aquí, todo el ruido y la furia, ha de ser ficticio. He venido a Roquedal para iniciar una crónica fantástica de mi vida. Aquí sólo debe ocurrir aquello que se escribe.» Pero no pude dominar mi aprensión a partir de la muerte del pobre Luis.

Después regresaron los recuerdos.

El mar, que es una vacilación constante, te contagia. Anoche ya no quise escribir más cartas anónimas. Tampoco quise la luz, y apagué el flexo. Penetraba un poco de resplandor lunar por la ventana, pero no me permitía leer. Sin embargo, mi pereza me impidió devolver los libros a la estantería y permanecí sentada ante ellos, asombrada de lo misteriosos que parecían, apilados en un inútil montón sobre la mesa, cerrados. Pensé: «No. No puedo huir de los recuerdos con fantasías». Y hoy

* * *

Estimada señorita, A pesar de su falacia, el juego de la identidad puede resultar interesante en algún momento. Yo no la engaño, pero no puedo impedir que usted se engañe conmigo. Razones tendrá para ello y yo ninguna para desmentirla, ya que su error puede no concluir (es posible que muera equivocada con mi identidad), así que, ¿qué importancia tiene un error que dura toda la vida? Si existen verdades breves, ¿por qué no errores eternos? El hecho ineludible es que va a morir: yo la mataré. Y, sobre esto, ¿qué se puede razonar? He aquí un sencillo ejercicio de lógica.

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