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XX.

A medida que se iba acercando el final cada uno buscaba con mayor vehemencia sus huidas secretas y sus paraísos artificiales, que tenían esa intensidad neurótica de los paraísos excesivos pero insuficientes a los que suelen entregarse quienes viven encerrados durante mucho tiempo. En los últimos meses de la mili la pornografía, el hachís y el alcohol revelaban sus máximas cualidades intoxicatorias, estableciendo una niebla de inexactitud entre el mundo real y la mirada de los veteranos más dañados por el abuso, por la mezcla continua entre el agotamiento de las guardias y la embriaguez de porros o cubatas, entre la ansiedad obsesiva de que el tiempo pasara y la saturación del aburrimiento y de la obediencia.

Al cabo de tantos meses de abstinencia sexual y onanismo de retrete en un lugar de varones solos -el hábito soldadesco de la masturbación era otro de los rasgos recobrados de la adolescencia- a las mujeres se las veía con una distancia aterrada y hambrienta como de internado de curas, o con una rapacidad en gran parte exagerada o fingida de masculinidad bruta y cinegética. Las mujeres de las revistas sucias nos envolvían la imaginación en sueños de lujuria que acababan siendo tan fantasmagóricos como las visiones lúbricas de San Antonio: cuando íbamos solos por la calle o nos desvelábamos de noche en nuestras literas teníamos algo de ermitaños rudos y sucios, pero en manada tendíamos a adquirir una agresividad de sementales ficticios, esa predisposición de crudeza o violencia sexual que parece innata en los grupos de varones jóvenes vestidos de uniforme y que suele desatarse en todas las guerras.

Había chicas que buscaban a los soldados, que rondaban el puente sobre el Urumea los fines de semana y los bares de bocadillos de Loyola. Solían ser muy jóvenes y se vestían con impudor y vulgaridad, con pantalones muy ceñidos al culo y blusas con escotes anchos, con tacones baratos y muy altos que se les torcían con facilidad y enseguida les dejaban marcas rojas en los gruesos pies hinchados. No venían del centro de San Sebastián, desde luego, ni pertenecían a familias vascas: las mujeres de clase media y familia vasca a los soldados no nos veían. Aquellas chicas eran hijas de emigrantes extremeños o castellanos que vivían en barriadas industriales, así que tal vez lo que las empujaba hacia los soldados era un sentimiento parecido de marginalidad. Se pintaban los labios de un rojo muy fuerte, leían los horóscopos de las revistas baratas de chismes y televisión, se mordían las uñas, frecuentaban las discotecas periféricas y fumaban Fortuna.

No eran prostitutas, pero exigían sin miramiento ser invitadas a todo, y al final recompensaban a sus benefactores con una dosis de erotismo sofocado y mezquino, como de veinte años atrás, un filete o un lote en la oscuridad de una discoteca, una paja rápida en las últimas filas de un cine. De alguna se contaba que un veterano recién licenciado la dejó embarazada, y que su padre, al saberlo, le había dado una paliza y la había echado de casa. La que parecía la reina de todas ellas era una gorda con el pelo pajizo y los ojos empequeñecidos por unas gafas con muchas dioptrías, con muslos anchos y grandes tetas de adolescente crecida demasiado pronto, con voz grave de mujer adulta y carcajadas chillonas que algunos domingos por la tarde estallaban en un cine frecuentado por militares: decían que aprovechaba los autobuses que volvían a Loyola en las horas puntas llenos de soldados para restregarse, sin mediar palabra, contra alguno que le gustara mucho, y que en el cine era capaz de masturbar a dos soldados al mismo tiempo mientras miraba la película con su expresión boba de cegata y se reía a carcajadas chillonas de lo que estaba viendo, sin prestar más que una atención eficaz, despegada y mecánica a los beneficiarios de su arte manual.

Es posible que se tratara de una leyenda, de uno de tantos embustes inventados en la vagancia del cuartel y transmitidos por Radio Macuto: la mili era una fábrica de sueños de mala calidad, de sueños baratos y muy usados de heroísmo o de lujuria o de hombría, contaminados de la prosa ínfima de los consultorios y las narraciones eróticas de las revistas, sumergidos todos e hirviendo sin sosiego en el gran sueño unánime de marcharse de allí. Había quien alcanzaba, como Salcedo, la maestría suprema de estar solo en medio del tumulto y quien lograba el gozo inverso de no apartarse nunca de las experiencias gregarias, y en ambos casos se notaba un principio de anormalidad y alucinación que de un modo u otro y en grados diversos padecíamos todos.

A primera hora del día, entre la formación de diana y la del desayuno, apenas treinta minutos en los que había que lavarse y que hacer la litera, yo me las arreglaba para terminarlo todo muy rápido y así me quedaba tiempo para leer, sentado en mi camareta, sin enterarme de nada de lo que ocurría a mi alrededor, un capítulo de la segunda parte del Quijote. Cada mañana ese capítulo era un desayuno vigorizador de ironía y de literatura, y cuando sonaba la corneta para formación yo apuraba leyendo hasta el último instante y guardaba el libro en la taquilla o en uno de los grandes bolsillos laterales de mi pantalón de faena. Era un Quijote de Austral que llevaba acompañándome muchos años, de la Austral Antigua, la de tapas blancas y sobrecubierta gris, y ya tenía los filos del lomo gastados y el papel empezaba a ponerse amarillo: me acordaba del primer Quijote que leí, que tenía letra así de pequeña y olía de un modo parecido, al papel viejo, a polvo de papel.

Vivía, como todos, entre la soledad acentuada por el sentimiento de destierro y un gregarismo adolescente y cuartelario, la jactancia obtusa de haber ingresado por fin en la casta de los bisabuelos. A los conejos recién llegados Pepe Rifón y yo los hacíamos alinearse delante de la puerta de la oficina para irles entregando sus nuevas acreditaciones y nos permitíamos la canallada menor de exigirle a cada uno cincuenta pesetas por plastificarles el carnet militar: con el dinero que obteníamos invitábamos a tabaco rubio, a cañas y a hachís a nuestros amigos, incluso a raciones de mejillones al vapor en El Mejillón de Plata, que era un bar para soldados de la Parte Vieja, un bar enorme y sucio con paletadas de serrín húmedo en el suelo, con ceniceros en forma de mejillón en las mesas y las paredes decoradas con cáscaras de mejillones.

Pepe Rifón había ido urdiendo como una célula leninista de la amistad, una comuna golfa a la que cada uno de nosotros aportaba lo que podía y donde todo era compartido, igual las drogas que los paquetes de comida enviados por las familias. Lo único que no llegamos a compartir fue el gofio, aquella pasión de nuestros colegas canarios, Agustín Robabolsos y el tinerfeño diminuto y renegrido al que habíamos dado en llamar Chipirón, que en los festines alimenticios de las camaretas, cuando les acababa de llegar algún paquete de sus islas, abrían las bolsas de gofio y lo tomaban a puñados llenándose la boca con avidez de desterrados que prueban después de mucho tiempo un sabor perdido.

– Miren que son ustedes tontos los peninsulares, no gustarles el gofio, que es la gracia de Dios.

Compartíamos el orujo y los embutidos de Lugo que le mandaba a Pepe Rifón su familia, los borrachuelos, las madalenas y las tortas de aceite y pimentón de mi madre, los mantecados que recibía de su pueblo de la provincia de Sevilla el otro Pepe, el Turuta, los bocadillos de ternera y las botellas de vino que sustraía en la cocina Juan Rojo, y aquellas comilonas tenían en el fondo una solemnidad de celebraciones rituales de la alimentación y la amistad, un simbolismo de pan partido con las manos, de grupo que se fortalece y se protege a sí mismo juntando en círculo, alrededor de la comida, las cabezas y los hombros, de botellas y canutos que se van pasando hasta que se acaba el último trago o sólo queda una colilla ensalivada con filtro de cartón.

De no ser por la mili ningún azar habría podido reunimos. El chicharrero Chipirón gracias a la mili había abandonado por primera vez el trabajo en el campo y su aldea canaria, y se le notaba mucho la exaltación de haberse hecho adulto descubriendo el tamaño del mundo, de haber viajado en avión y visto la nieve, de haber aprendido a emborracharse y a fumar canutos y a decir colega y demasiao; Chipirón nos admiraba como si fuéramos sus hermanos mayores y se envanecía de andar con nosotros, y cuando íbamos por la calle, si se distraía con algo y se quedaba el último, enseguida echaba a correr para no apartarse del grupo, pequeño, entusiasta y atento a todo lo que decíamos y a todos nuestros gestos, como esos niños que se unen orgullosamente a una pandilla de mayores.

Pepe el Turuta era albañil en paro, y había logrado la hazaña de que lo nombraran corneta sin haber soplado ninguna hasta que llegó al cuartel; aprendió a toda prisa cuando se dio cuenta de que aquel era el único camino para escaquearse de las guardias, y la tocaba tan mal que si estaba él de corneta de servicio provocaban más de una confusión sus toques irreconocibles. Pepe el Turuta vivía, como Agustín, entre los trabajos mal pagados, el paro, los porros y la pequeña delincuencia, y tenía una cara que a mí a veces me resultaba inquietante, muy chupada, con los ojos grandes y de mirada muy intensa, con los pómulos salientes y picados de viruela. Aseguraba que antes de ir a la mili era un bruto que no entendía de nada, y que Pepe Rifón le había abierto los ojos a lo que él llamaba las verdades de la vida y de la política.

– Hay que ver, gallego, lo bien que nos lo explicas todo.

– Es natural, mano -decía Agustín-, tienen estudios los dos, por eso son oficinistas, no como nosotros, que no servimos más que para cargar con el chopo, mano.

– Eso lo serás tú, Robabolsos, que yo tengo el grado de corneta titular.

– Miren el Turuta, que toca diana y no parece sino que tocó silencio y nadie se levanta.

– A callarse los dos -interrumpía Juan Rojo-. Aquí el único con un destino chachi es el menda.

– Pero si tú eres un cortijero -Pepe el Turuta siempre le llevaba la contraria-. Si ni siquiera te has montado nunca en el Talgo.

– Porque viajo en avión, chaval, como los señores.

En Agustín había una pereza de niño aletargado y grande, y hablaba siempre muy despacio y con los ojos entornados, enrojecidos por la falta de sueño y la extenuación de las guardias. «Mano», decía, con su habla caribeña, «me quedo en la garita mirando el río, cuando sube la niebla, y me figuro que sale de ella un monstruo muy grande todo chorreando de barro y es que me estoy quedando dormido». Nunca nos dijo con exactitud cuál era su oficio en Las Palmas: el Turuta decía que se dedicaba a dar tirones, le llamaba Robabolsos y Agustín hacía ademán de enfurecerse y de saltar sobre él para que se callara, pero enseguida desistía y se encogía de hombros con una sonrisa soñolienta:

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