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XXIII.

Una noche de enero, en Madrid, iba a cruzar la Gran Vía frente a la calle Hortaleza cuando vi pasar cerca de mí una figura que me resultó inmediatamente familiar, aunque apenas había visto su cara. Caminaba casi rozando la pared, a la manera de ciertas personas muy tímidas, y la luz escasa convertía casi en una sombra su figura baja y ancha, fornida, cubierta por un abrigo de cuyas solapas apenas llegaba a sobresalir una cabeza abatida y sin cuello. A pesar de la poca luz, de que no lo veía de frente, de que habían pasado algo más de catorce años desde la última vez que habíamos estado juntos, el reconocimiento fue instantáneo, y el nombre vino a mis labios con una espontaneidad en la que ni siquiera hubo tiempo de que interviniera la memoria: «Martínez», dije, sin alzar, creo, demasiado la voz, en la acera más bien oscura por la que en ese momento no pasaba nadie más, y él, que caminaba tan ensimismado, con la cabeza inclinada entre las solapas anchas del abrigo y una bolsa de plástico en la mano derecha, se volvió buscando a quien lo llamaba y me vio a mí, que aún estaba parado junto al semáforo, al filo de la acera, y que también vestía un abrigo oscuro, tenía una edad semejante a la suya y llevaba algo en la mano, no una bolsa, me acuerdo, sino un paquete de confitería atado a la antigua con una cinta roja. La cara de sorpresa o de aturdimiento adquirió enseguida una sonrisa, y él tampoco tardó ni un segundo en decir mi nombre: seguía llevando una barba pelirroja, y su mirada y su presencia tenían exactamente la misma pesadumbre que en el invierno de 1979, cuando nos conocimos, pero ahora le faltaba mucho pelo, aunque no podía decirse que se hubiera quedado calvo, porque seguía peinándose con raya. Tenía los brazos cortos, las manos anchas y pecosas, con esa palidez particular de las manos de los pelirrojos, y el corte de su abrigo era definitivamente anticuado, como la espiguilla del tejido.

Me acordaba de todo, tantos años después: de su nombre y de sus dos apellidos, que yo mecanografiaba tantas veces en la oficina del cuartel, de la calle y del número de la casa donde vivían sus padres y del oficio de su madre, de la que él me había dicho en alguna de las raras conversaciones personales que tuvimos que trabajaba de portera. Al verlo, y durante los minutos que pasé charlando con él, en la otra acera de la Gran Vía, justo en la esquina de la calle Hortaleza, quedó suspendido el tiempo en el que yo vivía cuando nos encontramos, y al que regresé luego enseguida, después de intercambiar con él nuestros números de teléfono, anotados en cualquier papel, en el reverso de un billete de metro o del recibo de una tienda, porque resultó que ninguno de los dos teníamos tarjeta.

Unos segundos antes, mientras subía por la calle Montera, en la primera hora de la noche invernal, con las solapas de mi abrigo levantadas y mi gorra bien calada sobre la frente, yo había vivido en la plena inmersión de mi vida de ahora, los treinta y ocho años que acababa de cumplir, mis tareas inmediatas y mis cálculos para el futuro, la mezcla de desamparo y de íntima excitación que me provoca siempre el espectáculo nocturno del centro de Madrid, sobre todo en las noches invernales de lunes y de martes, cuando parece extenderse por las calles una orfandad y un frío que lo contaminan todo de desolación: hay que volver a casa cuanto antes, hay que abrigarse en la temperatura hospitalaria de la calefacción y en la certidumbre de los afectos y las cosas.

Venía de dar un paseo a solas, con el motivo o el pretexto de comprar algo para la cena, y cuando me detuve en la esquina de la calle Montera con la Gran Vía iba pensando en que también necesitaba verdura y fruta, con el ensimismamiento y la severa concentración que pone uno en sus cavilaciones más triviales, pero una parte de mí permanecía alerta, a distancia de mis pasos y de mis intenciones, porque si no no habría descubierto a aquella figura que ni siquiera pasó por delante de mí, sino por esa zona marginal de la visión de la que sólo cobramos conciencia en caso de peligro, la figura de un hombre común, soluble en la gente y en la luz escasa de la noche de Madrid, como encogido sobre sí mismo, caminando tan cerca de la pared que su sombra se confundía con ella, caminando a solas, con una bolsa de plástico apretada en la mano, con la determinación ausente de quien se dispone a volver a casa y ya no considera que valga la pena seguir mirando alrededor.

Me había acordado de él con cierta frecuencia a lo largo de aquellos catorce años, con frecuencia pero sin ningún motivo particular, pues no habíamos llegado a hacernos amigos, ni siquiera a tratarnos con aquella fraternidad algo zafia que hasta a los más retraídos se nos contagiaba en el cuartel. El vivía un poco al margen de todo, dedicado a leer o a pasear solo o quedarse arrebujado en las mantas de la litera cuando no estaba de guardia. No se metía con nadie, nunca gritaba ni se hacía notar, a no ser cuando algún bruto le gastaba una broma o un sargento lo llamaba empanao durante la instrucción. Me había acordado de su aire permanente de infortunio, de lo mal que le sentaban siempre las prendas del uniforme, del número inhumano de guardias que le había tocado hacer en aquel invierno húmedo y frío de San Sebastián en el que yo tuve la buena suerte de ser nombrado oficinista, y de quedar relevado por lo tanto de lo que se llamaban servicios de armas.

A Martínez el tres cuartos le quedaba siempre muy grande, y las mangas tan largas que sus manos desaparecían en los puños, y cuando desfilaba o hacía gimnasia se quedaba siempre el último, bajo y desmañado, en pantalón corto y camiseta, jadeando detrás de los más rezagados o sosteniendo un fusil que entre sus manos siempre parecía absurdo, pues era obvio que no habría podido hacer nada práctico con él. Con frecuencia me había acordado de una vez que me tocó formar delante de Martínez, en el patio del cuartel, a la hora de fajina; él era el último de nuestra fila, y por alguna razón en el orden riguroso de entrada de las compañías en el comedor a la nuestra le tocó quedar para el final, y la fila en la que él y yo estábamos entró la última de todas, de modo que aquel día los mil soldados del Regimiento de Cazadores de Montaña Sicilia 67 entramos en el comedor delante de Martínez, que al acercarse a la puerta detrás de mí, solo ya en el gran patio vacío, con la cabeza baja y la mandíbula ancha y adelantada, más prominente a causa de la barba pelirroja, murmuró una declaración inolvidable de melancolía, de pura congoja bíblica:

– Soy el último de los últimos.

Casi me extrañó ahora, tantos años después, verlo vestido de paisano, pues ésa era la única diferencia en su aspecto, aunque el abrigo que vestía le estaba tan grande como los tres cuartos militares de entonces, y seguía teniendo un pesaroso aire de lentitud e infortunio. El presente desapareció, el lugar donde estábamos, la vida que transcurrió desde que nos habíamos licenciado, en diciembre de 1980: contarnos cada uno lo que habíamos hecho desde entonces tenía algo de irrealidad, o de sueño, una tonalidad tan fantasmal como la de las aceras vacías en la noche oscura y helada de enero o la de nuestras dos figuras con abrigos y bolsas de plástico paradas en una esquina particularmente sombría de Madrid, junto al escaparate de una tienda de tejidos cerrada años atrás, abandonada y polvorienta, con espejos escarchados y anaqueles de madera oscura que debieron ser imponentes hace medio siglo y que ahora están cubiertos de polvo y sucios de ruina.

Era tan raro contarnos nuestra vida porque de pronto la veíamos desde la perspectiva de nuestra estancia en el ejército, así que era como si nos contáramos el futuro que nos aguardaba entonces, como un ejercicio inverso de adivinación: ahora sabíamos lo que permanecía oculto cuando nos licenciamos, aquello en lo que íbamos a convertirnos con el paso del tiempo. Martínez me contó que vivía en una barriada lejana, y que debía madrugar mucho para acudir a su trabajo de corrector de pruebas. Le dije que no había cambiado nada, y él sonrió y dijo, ni tú tampoco, aunque no lleves barba. Hacía un frío muy intenso, el frío de las noches de enero en Madrid, las noches de pesadumbre laboral de los lunes y martes. Le propuse a Martínez que tomáramos algo por allí cerca, una cerveza o un café: me dijo que se le hacía tarde, que aún lo esperaba un viaje largo en metro y luego en autobús para llegar a su casa. Lo imaginé levantándose en el frío agrio y la oscuridad del amanecer, aún más temprano que cuando nos despertaba la corneta en el cuartel. No le pregunté si estaba casado o si tenía hijos: no recuerdo si yo le hablé de los míos. Nos despedimos enseguida, con extrañeza y afecto, prometimos llamarnos cualquier día por teléfono, aun sabiendo los dos que aquellos números apuntados en cualquier parte se nos perderían, o uno de nosotros lo encontraría en un bolsillo al cabo de semanas o meses y sería incapaz de recordar a quién pertenecía.

Nada es más raro que los itinerarios casuales de una rememoración. En Charlottesville, en la universidad de Virginia, durante el invierno y la primavera de 1993, la lejanía absoluta de mi país y de mi vida me hizo volver a acordarme de cosas que suponía olvidadas, de los sueños de regreso al ejército que por entonces ya no me asaltaban casi nunca. Un año después, una noche de enero, el encuentro con el soldado Martínez en una esquina de la Gran Vía se vinculó, sin motivo preciso, aunque tal vez con una íntima afinidad, a una conversación que mantuve en Virginia con mi amigo el profesor Tibor Wlassics, erudito en las mayores sutilezas de Dante, devoto de la Divina Comedia , y de Lolita, ex teniente del Ejército Rojo, fugitivo de su país, Hungría, en 1956, acogido a la nacionalidad norteamericana y a la hospitalidad de los campus universitarios después de una larga peregrinación europea, igual que Vladimir Nabokov, Humbert Humbert o Timofey Pnin.

Tibor era un hombre alto, de ademanes muy lentos, calvo, con gafas de montura gruesa, con la cara grande: me recordaba a Onetti en sus fotografías de los primeros setenta. Procedía de una de esas familias centroeuropeas de las que han salido algunas de las mayores inteligencias del siglo, esas familias ricas, solemnes, liberales, formidablemente cultas, judías o gentiles, burguesas o de linaje, dispersadas o aniquiladas por los totalitarismos y las guerras, que rememoran con nostalgia inextinguible en sus libros Vladimir Nabokov, Nina Berberova o Elías Canetti. Como cualquiera de ellos, y gracias a una mezcla singularmente fértil de educación de primera clase y exilio, Tibor era un admirable políglota. Leí artículos suyos escritos con idéntica fluidez y elegancia en italiano, en inglés y en francés; también dominaba el alemán y el latín, y añoraba siempre la flexibilidad y la riqueza del húngaro. Tras la ocupación soviética de su país, y para proteger en lo posible a su familia, Tibor se enroló voluntariamente en el ejército rojo, como esos hijos de republicanos españoles que se marchaban a la División Azul. A los veinte años ya había ascendido a oficial. Me contaba su vida sin permitirse ningún énfasis ni separar mucho los labios durante los almuerzos tempranos y frugales que compartíamos con regularidad en el comedor de profesores, junto al pabellón donde estaban las aulas. Hablaba separando muy poco los labios y al caminar apenas levantaba los pies del suelo. Hacía poco que había estado muy enfermo, y en sus gestos había lentitudes de convalecencia.

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