Había que aprenderlo todo y que olvidarlo todo: había que aprender otra geografía, otra Historia, casi un nuevo idioma en el que las palabras habituales significaban cosas desconocidas hasta entonces y en el que a veces se perdía el uso de la misma articulación inteligible; había que familiarizarse con un universo infinitamente detallado de valores y gestos, de signos, de códigos morales, de tareas y ritos que modulaban y cuadriculaban las horas del día, de nombres propios que más allá de las alambradas no conocía nadie y que en aquel reino donde acabábamos de entrar se pronunciaban con reverencia idólatra; había que retroceder ideológicamente en el tiempo no sólo hasta los años aún recientes del franquismo, sino mucho más atrás, hasta una arqueología polvorienta del heroísmo y el sacrificio y el todo por la patria, había que olvidarse de lo que uno sabía cuando llegaba al campamento y que inscribir en ese espacio borrado las nuevas normas y las nuevas costumbres, todo, desde lo más grandioso a lo más ínfimo, desde la manera de atarse los cordones de las botas hasta el principio físico en virtud del cual la deflagración de los gases en la recámara del fusil producía el disparo, desde el nombre de una pieza ínfima de la granada de mano al del capitán general de la Sexta Región Militar, que era a la que nos había llevado nuestro infortunio.
Había que olvidar los frágiles derechos civiles recién adquiridos y aprender a resignarse de nuevo a la obediencia absoluta, y a vestirse y a caminar de otro modo y hasta a llamarse de otro modo: yo tenía que olvidar mi nombre y mis apellidos y aprender que cuando el instructor llamaba a Jaén-54 en la última formación de la noche, la de la lista de retreta, era a mí a quien se refería, y era preciso que me pusiera firme, que juntara los talones con un taconazo y gritara bien alto y levantando el pecho: «¡Presente!».
Al principio, a los más distraídos se les olvidaba su matrícula, y tenían que llamarlos varias veces antes de que cayeran en la cuenta de que se referían a ellos, y cuando por fin contestaban los instructores se reían con la saña excesiva del que disfruta sobre todo de los errores y los percances ajenos y les llamaban empanaos, palabra que según aprendimos muy pronto era de las de uso más frecuente y de significado más peligroso en el vocabulario de aquel Centro de Instrucción de Reclutas, en el idioma que desde aquella primera noche nos era preciso aprender: estar empanao era estar como estábamos casi todos nosotros al llegar, atontado, sin norte, sin enterarse de nada, sin obedecer con prontitud a las órdenes o sin ejercitar la mala leche o la mala idea necesarias para prevalecer sobre otros.
A algunos empanaos se les veía enseguida que iban a permanecer en tal estado de inocencia o de idiotez a lo largo de toda la mili, incluso de toda la vida, con una mantecosa empanada en el cerebro que solía corresponderse con la torpeza física y la medrosidad del ánimo, y nunca aprendían a marcar el paso ni a guiñar el ojo para disparar el fusil, y llegaban los últimos a las formaciones y cualquiera les robaba la gorra, de modo que casi monopolizaban los arrestos y acababan en la ignominia del pelotón de los torpes, y los instructores y los veteranos, incluso algún sargento de campechanía soldadesca, les vaticinaban con más desprecio que misericordia:
– Lo llevas claro tú, chaval.
Que uno lo llevaba claro era lo peor que le podían decir, la amenaza más ominosa, por ser la más general y la más imprecisa: llevarlo claro era una consecuencia de estar empanao, pero también se decía que lo llevaban claro los reclutas más díscolos, los que se atrevían a hacerles frente a los instructores o simplemente no obedecían con una velocidad abyecta cualquier orden de cualquier superior, fuera éste un oficial o nada más que un cabo o un soldado con algunos meses de veteranía y una precoz vocación de humillar: a estos, a los díscolos, se les llamaba amontonaos, y así resultaba que nada más ingresar en el ejército ya aprendíamos una nueva clasificación de los seres humanos, que no se dividían en apolíneos y en dionisiacos, ni en aristotélicos o platónicos, ni siquiera en pobres y ricos: se nacía, se era, amontonao o empanao, y aquel era un destino inquebrantable, se daba uno cuenta entonces, no sólo en la mili, sino en la vida, en lo que los militares llamaban con distancia y desdén la vida civil.
Ser un amontonao resultaba casi peor que estar empanao y prometía un futuro militar no menos siniestro: amontonarse era sublevarse, llevar la contraria, no sucumbir a una docilidad instantánea y perfecta cada vez que un superior se dirigía a nosotros. Había un amontonamiento colectivo que era el de la propia brutalidad automática, el del gregarismo feroz en el que nos sumergíamos y al que nos sumábamos a menos que la inteligencia supiera mantener una mezcla de lucidez y dignidad imposible: era el amontonamiento de las curdas berreantes los fines de semana, o el de la chusma de veteranos que se conjuraba para amargarles la vida a los reclutas con las novatadas, y ese amontonamiento, aunque recibía amenazas de castigo que muy pocas veces llegaban a la realidad, era en el fondo tolerado por nuestros superiores, que lo conceptuaban tal vez de inevitable inmersión en la hombría.
En el amontonao solitario había un punto arriesgado de gallardía y de gamberrismo, sobre todo si llegaba con un pasado de mala vida y delincuencia juvenil, y estaba siempre entre el calabozo y el respeto, entre la admiración de los ruines y el temor de los empanados, y algunas veces al filo del consejo de guerra, pero no era infrecuente que a las pocas semanas el amontonao descubriera en sí mismo una rabiosa vocación militar y acabara presentándose para legionario o paracaidista. El empanao sobrellevaba sin dignidad su empanamiento y no gozaba de la simpatía ni de la solidaridad de nadie, ni de los que estaban tan empanados como él, y vivía tan asustado por los reclutas de vocación amontonada como por los instructores, que se lo quedaban mirando con una mezcla de burla, de lástima y desprecio y repetían siempre lo mismo:
– Lo llevas claro tú, chaval. No sabes la mili que te espera.
Era la verdad: no sabíamos lo que nos esperaba, no sabíamos nada de nada. Nos oíamos llamar bichos o conejos por los temibles veteranos de mirada despectiva y sucios uniformes de faena que habían acudido a la entrada del campamento para vernos llegar, nos contaban y nos pasaban lista, nos dividían en grupos y nos guiaban hasta el barracón de ladrillo de nuestra compañía, y no sabíamos qué iba a pasarnos a continuación ni poseíamos nada, nada más que nuestro petate, nuestra experiencia inútil del lejano mundo exterior y nuestras tristes ropas civiles, de las que nos despojarían a la mañana siguiente para entregarnos los uniformes un poco antes de que nos pusieran en fila para raparnos la cabeza con grandes tijeras de esquilar.
Nos aterraba todo, al menos a los más pusilánimes, a los vocacionalmente empanaos, los que nos remontábamos en la memoria de nuestro empanamiento hasta los días lúgubres del colegio de curas, al que nos parecía de pronto que regresábamos, no con once o doce años, sino con más de veinte, como si nos hubieran abolido de pronto los privilegios modestos de la vida adulta y nos devolvieran a lo peor de la primera adolescencia.
Igual que en el colegio, aquella primera noche de nuestra llegada nos aturdía la incertidumbre de las órdenes, la falta absoluta y brusca de puntos de referencia, el desconocimiento de los lugares por donde no nos atrevíamos a dispersarnos, la incapacidad de comprender el significado de los galones, de las estrellas, de los toques de corneta, de las insignias en las solapas de las guerreras. Nos agruparon delante de la compañía, nos hicieron formar otra vez y numerarnos, nos volvieron a pasar lista, nos ordenaron descanso y rompan filas y la mayor parte de nosotros no nos atrevimos a movernos, volvieron a gritar, repitieron nuestros nombres y nos asignaron a cada uno la matrícula que llevaríamos desde entonces, así como el número de nuestra taquilla y de nuestra litera, y cuando hacia las diez y media pasaron lista por última vez ya obedecíamos mecanizados por la monotonía del agotamiento.
A las once en punto, en cuanto sonara el toque de silencio y se apagaran las luces, quien no estuviera acostado lo llevaría claro, le iban a meter un puro, un retén, una tercera imaginaria, una semana entera de cocinas: la mayor parte de las palabras que habíamos traído con nosotros ahora eran inútiles, pero aún no dominábamos el nuevo idioma que nada más ingresar en el campamento habíamos empezado a aprender, así que también vivíamos en una niebla de empanamiento verbal agravada por nuestra ignorancia de todos los demás signos y contraseñas de aquel mundo: no sabíamos lo que era un retén ni lo que era el chopo, ni el grado de suplicio que se escondía en el castigo de que le metieran a uno una cocina, pero tampoco comprendíamos los gritos inarticulados que subrayaban como signos de interjección cada orden y que recibían el nombre técnico de voces ejecutivas: gritaban, por ejemplo, «¡cubrirse!», y nuestro empanamiento y nuestra ignorancia nos impulsaban a levantar el brazo derecho y a posar la mano sobre el hombro de quien teníamos delante, y entonces el instructor montaba en cólera, pues resultaba que no habíamos sabido obedecer, que una orden sólo se cumple cuando ha sido enfatizada por la voz ejecutiva, que solía imitar las variedades más roncas y guturales del ladrido y era como la rúbrica definitiva de la autoridad.
El dormitorio era una nave muy larga, con una fila de dobles literas metálicas a lo largo de cada pared, bajo ventanas horizontales y enrejadas, tan altas que resultaban inaccesibles. Las taquillas y los barrotes de las literas eran del mismo color gris manchado de óxido, y el suelo de cemento. En la pared del vestíbulo estaba colgado un cuadro con la efigie y con el testamento del general Franco.
Me metí en la cama sin quitarme los calcetines ni la camisa, tiritando de frío, aunque sólo era octubre, guardé mi petate en la taquilla y la aseguré con el candado, atándome la llave a un cordón que me colgué del cuello, según la inveterada y recién adquirida costumbre militar. El interior de la taquilla olía como el del petate, pero de ese olor ya no me quedaba escapatoria, porque estaba sumergiéndome en él, en el olor colectivo de todos nosotros, no sólo los doscientos reclutas de la 31a compañía, sino los dos o tres mil del Centro de Instrucción de Reclutas número 11, que en ese mismo momento, en cada uno de los barracones alineados en la cima ventosa de la colina de Gamarra, nos cobijábamos por primera vez en las sábanas rígidas y frías de nuestras literas.