Hasta hace no mucho he soñado con frecuencia que tenía que volver al ejército. Por equivocación me habían licenciado antes de tiempo, y me reclamaban de pronto, o bien a lo largo de mi servicio militar se había cometido un error administrativo que lo invalidaba, un error de segundo orden, desde luego, inadvertido durante años tal vez, pero tan grave al mismo tiempo que hacía inevitable mi regreso al cuartel.
Con la aterradora inmediatez de los sueños, que superpone consecuencias y causas en fracciones de segundo, ya me veía formando en el patio para el toque de diana en un amanecer lluvioso y frío de San Sebastián, pero al mirar hacia el suelo me daba cuenta de que no llevaba las botas militares, sino mis zapatos negros de muchos años después, y que una parte de mi indumentaria era civil. Por un descuido inexplicable, por falta de costumbre, iba a sufrir un arresto, como el recluta que no sabe atarse las botas y llega tarde a la formación, o el que se olvida de saludar reglamentariamente a un superior y le dice buenos días, ganándose un castigo fulminante.
Recuperaba en el sueño otro rasgo del miedo militar, el miedo a ser el único en algo, a encontrarme solo entre los otros, que no tendrían la menor compasión hacia mí, porque en el ejército una de las primeras cosas que uno perdía era la piedad, y no costaba nada empezar a alegrarse de las desgracias que les ocurrían a otros. Alrededor mío, inmóviles en las filas, los demás soldados mostraban una uniformidad sin tacha, una quietud repulsiva y perfecta de colaboracionistas. El sargento de semana se acercaba con la visera de la gorra hundida sobre la frente y el cuaderno de la lista bajo el brazo, con aquellas lentas zancadas que solían afectar los mandos inferiores para simular energía y darnos miedo, y yo escuchaba el crepitar de las suelas de sus botas sobre la grava y sabía que en cuanto me descubriera me impondría un castigo, y que tal vez eso me impediría licenciarme al mismo tiempo que mis compañeros de reemplazo.
La soledad del castigado y del excluido es tan absoluta como la del enfermo de cáncer. Angustiado, yo quería ocultarme de la vista del sargento y el miedo me despertaba. Descubría con alivio que no estaba en el ejército, que habían pasado muchos años desde la última vez en que formé para diana y podía volver confortablemente a dormirme sin peligro de que me sobresaltara minutos después una corneta. Pero el miedo, en el despertar, se mantenía intacto, no gastado por el olvido: miedo y pánico, vergüenza por tanta sumisión y asombro de que aquellos sentimientos pudieran haber durado tanto, siguieran actuando sobre mí sin que yo lo supiera, debajo de mí, en aquella parte de mí mismo a la que no llega el coraje, ni el orgullo, ni siquiera la conciencia de una cierta dignidad civil.
En el sueño, repetido metódicamente a lo largo de años, yo era un soldado asustado y vulnerable, retrocedido a los terrores de la infancia y de la primera adolescencia, dócil a la brutalidad, a la disciplina, a la soberbia de otros. En el sueño el tiempo posterior a mi servicio militar era un espejismo, no había existido o había pasado en vano, sin dejar en lo más íntimo de mí ni una señal de aprendizaje o experiencia: yo volvía a estar en Vitoria, en el Centro de Instrucción de Reclutas número 11, o en San Sebastián, en el Regimiento de Cazadores de Montaña Sicilia 67, a donde me destinaron después de la jura de bandera, y mi identidad verdadera y mi vida habían dejado de existir, hasta mi nombre. Y lo peor de esa parte del sueño era que casi todas sus exageraciones oníricas se correspondían exactamente con los hechos más crueles de la realidad.
Durante el período de instrucción a los reclutas nos quitaban el nombre y lo sustituían por un sistema de matrículas parecido al de los coches primitivos. Yo me llamaba J-54. El miedo experimentado una y otra vez en el sueño no era un miedo imaginario, como el que siente uno al soñar que se ahoga o que se despeña por un precipicio. Era un miedo real, un instinto preservado en la inconsciencia: hubo un día, hace ahora casi trece años, en el que yo sentí que mi vida verdadera se estaba volviendo imaginaria, en que dejé de ser quien era hasta un poco antes para convertirme en un soldado, una casi sombra en la que difícilmente me puedo reconocer cuando recuerdo con detalle los peores días o miro alguna foto de entonces, la de mi carnet militar, por ejemplo: El pelo muy corto, casi al rape, la barbilla alzada con una falsa jactancia, el cuello duro del uniforme abotonado, los dos rombos del escudo militar cosidos por mí mismo a las solapas unos minutos antes de que nos tomaran la fotografía, una tarde nublada y ventosa de otoño, en octubre, en 1979, una de las tardes más tristes de mi vida, cuando llevaba sólo dos o tres días en el campamento y pensaba con horror en los catorce meses que me quedaban por delante.
Me habían despojado de mi nombre, de mi ropa y de mi cara de siempre, y cada mañana, al emprender la travesía sórdida y disciplinaria de las horas del día, cuando me miraba en el espejo del lavabo, tenía que acostumbrarme a la mirada y a los rasgos de otro, un recluta asustado al que ya le costaba trabajo reconocerse en la memoria de su vida anterior.
Aún guardo esa foto, y el carnet militar de cartulina amarilla mal plastificada en la que las letras de mi nombre, escritas a máquina, han empezado a desvaírse. He cambiado tantas veces de casa en todo este tiempo, de casa y de ciudad, hasta de oficios y de vidas, he perdido tantas cosas, tantos papeles, tantos documentos necesarios o inútiles, páginas de novelas, borradores de artículos que se me extraviaron y debí repetir, cartas de amor rotas en pedazos pequeños, o arrojadas a una papelera, o quemadas, carnets, libros que me importaban mucho o que perdí sin leer, fotografías, billetes de tren o de avión cuya búsqueda siempre fracasada me sumía en una impotencia neurótica, en una sorda diatriba contra mí mismo, he perdido títulos académicos, hasta escrituras de propiedad.
Es formidable el número de cosas que habré perdido en todo este tiempo, pero mi carnet militar, que no me sirve para nada, sigue conmigo, sin que yo me haya esforzado demasiado en conservarlo, ha rondado por mis carpetas y mis cajones desde que me licenciaron del ejército, ha sobrevivido a mi desesperante incapacidad de no perderlo todo y de vez en cuando aparece delante de mí sin que yo lo haya buscado.
Se esfuma entre un montón de papeles o en las páginas de un libro, y al cabo de algún tiempo, meses o años, surgirá otra vez, tenaz y no solicitado, con una especie de modesta lealtad, en el curso de otra búsqueda inútil: esa cara invariable, cada vez más joven, más detenida en la adolescencia o retirada hacia ella a medida que yo voy cumpliendo años, ajena al tiempo de mi vida y sumergiéndose en la lentitud del suyo, el tiempo de las fotografías, el pasado siniestro en el que todo aquello sucedió, sin olvido posible, el frío en aquella desolación de llanuras y de colinas despobladas, en las afueras de Vitoria, el invierno prematuro de noviembre de 1979, el viento entre los barracones, la nieve cayendo muy despacio sobre nosotros mientras resistíamos en posición de firmes la duración insoportable de nuestra jura de bandera.
Cuando el oficiante alzaba, la hostia en la consagración los soldados rendíamos armas y la banda de música atacaba el himno nacional. Algunos se desmayaron de fatiga o de frío, al cabo de varias horas de permanecer en posición de firmes: en la multitud cuadriculada, de color verde oscuro contra la nieve, se producía como una ondulación acuática, y un cuerpo caía al suelo con la blandura fácil de un muñeco de paja. Mientras desfilábamos hacia la bandera que debíamos besar con la cabeza descubierta, bajo la que debíamos pasar con una inclinación de sometimiento y de fervor, sonaba en los altavoces el himno de la Legión. Familias enteras acudían de toda España para presenciar la jura de bandera de un hijo, de un hermano o de un novio. A sus novias los aprendices de novios de la muerte les regalaban muñecos pepones con uniforme de infantería, o de la Legión, y previamente les habían enviado fotos en color en las que adoptaban un escorzo interesante, una ligera inclinación diagonal que ya habían existido en las fotos marciales de sus padres. También sonaba en los altavoces Soldadito español, y a mí, por culpa del hambre que tenía, o de las semanas de tormento y de soledad, o porque me acordaba de haber oído esa canción en la radio cuando era pequeño, me entraba una cierta congoja en el pecho, como un deseo inaplazable de rendición sentimental.
Algunos padres y familiares particularmente patrióticos adelantaban el cuerpo sobre las tribunas hacia los soldados que pasaban y aplaudían como en un palco taurino. La vehemencia roja y amarilla de las banderas y de las arengas tenía un sabor hiriente de fiesta nacional, de un rojo y un amarillo excesivo, como un guiso con demasiado pimentón y demasiado colorante. Era la retórica del africanismo, de las litografías de la conquista de Tetuán, la retórica corrupta, incompetente, chulesca y beoda del ejército de África en los años 20; era la brutalidad exhibicionista de la legión inventada por Millán Astray, con su mezcla de mutilaciones heroicas y sífilis, y al mismo tiempo la brutalidad fría, casta, y católica, de la legión mandada por el general Franco en Asturias en 1934, la misma capacidad de odio combinada con un lirismo polvoriento y tardío de teatro romántico y una catolicidad intransigente, gallinácea, de mesa camilla y santo rosario.
El punto máximo de aquella retórica era la eliminación de toda palabra articulada: se propendía, en las arengas, al grito afónico, y en las órdenes, al ladrido y a la onomatopeya. En las tribunas, a varios grados bajo cero, los elementos más fachas del público adelantaban el cuerpo para aplaudir. Eran los fascistas biológicos, los excombatientes coriáceos, los taxistas de patillas largas y canosas, camisas remangadas y brazos nervudos con tatuajes legionarios que mordían el filtro de un ducados o de uno de esos puros que vendían entonces provistos ya de una boquilla de plástico blanco. La p de España restallaba en los vivas de rigor con la contundencia de un disparo.
Yo pasaba marcando el paso, con mi fusil cetme al hombro, con los dedos rígidos bajo los guantes blancos del uniforme de gala y los pies helados en las botas, a pesar de los calcetines dobles y las bolsas de plástico con que los había forrado siguiendo los consejos de los veteranos, y más que miedo lo que tenía era una sensación de extrañeza sin límite. Todos aquellos individuos, cuyo retrato robot encarnaría años más tarde el hermano mayor de Alfonso Guerra, tenían hijos o yernos en el campamento, y muchos habían viajado mil kilómetros para no perderse la jura de bandera, acompañados, en los autocares, por turbulentas familias en las que no faltaban las madres emocionadas ni las vagas abuelas con pañolones negros atados bajo la barbilla. Según el páter, que era como llamaban los militares al capellán castrense, con una mezcla de campechanía y de latín, la jura de bandera había de ser tan definitiva para nuestra españolidad como lo había sido la primera comunión para nuestro catolicismo. Rugía en las tribunas y en los altavoces un patriotismo de coñac, una bestialidad española taurina y futbolística, y uno estaba en medio de aquello, desfilando, ajustando el paso al ritmo del himno legionario, sintiendo el frío de la culata del fusil bajo la tela blanca de los guantes, pues era día de gran gala y llevábamos guantes blancos, correajes relucientes, hebillas doradas, y nuestras botas habrían brillado como espejos, según quería nuestro capitán, de no haber sido por el barro de nieve sucia en el que chapoteábamos.