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XIX.

Empezaríamos a descubrir muy pronto una variedad nueva de impaciencia, una forma más intolerable y aguda de exasperación, la del principio de los últimos meses, la del final próximo y sin embargo inaccesible, como un asidero que los dedos extendidos casi rozan y no pueden alcanzar. En muy poco tiempo se licenciaría el reemplazo anterior al nuestro, y Salcedo, que pertenecía a él, abandonaba parcialmente su circunspección para mirarnos con cierta sorna a Pepe Rifón y a mí y repetirnos las bromas de los veteranos, usando la tercera persona, según el privilegio hereditario de los bisabuelos:

– Conejos -nos decía, con toda seriedad-: El bisa que suscribe tiene el honor de comunicaros que aquí os vais a quedar, en el Regimiento de Cazadores de Montaña Sifilia 67, a hacerle compañía al monolito, al Urumea, al Chusqui y al brigada Peláez, a quien Dios guarde muchos años. A mí me jodería…

Al principio de todo, en el campamento y luego en el cuartel, el bloque formidable de tiempo que veíamos ante nosotros nos había inducido a consagrar instintivamente a la conformidad todas nuestras energías espirituales. Para no claudicar a la desolación absoluta, para sobrevivir sin más, habíamos segregado dosis excepcionales de fatalismo y resistencia, como esas sustancias químicas anestesiadoras que segrega el cuerpo de quien ha sufrido un accidente.

Contábamos días y semanas, borrábamos con saña el recuadro entero de un mes en los almanaques que todos guardábamos o en la lista de meses que todos habíamos escrito en el interior de la gorra, pero en el fondo nuestro instinto nos hacía vivir como si aquello tuviera que durar siempre, pues aquel era el único modo de lograr una cierta adaptación.

No se puede vivir desesperado un minuto tras otro, no es posible mantener sin destruirse uno mismo una rebeldía frontal contra una maquinaria invencible en la que uno además cumple enseguida y sin darse cuenta una tarea de rueda mínima en el engranaje. Algunos desertaban, o enloquecían, o se les escapaba un tiro en la garita de guardia y los mandaban al calabozo, o tenían la desgracia de caerle mal a un oficial sádico que les amargaba la vida, o pagaban con un consejo de guerra y un año atroz de prisiones militares un minuto en el que ya no pudieron contener la rabia.

Los demás aguantábamos, buscábamos un acomodo, aprendíamos a soportar el tiempo, el tiempo muerto de la mili, las horas en las que nada ocurría, las cuatro horas del turno de guardia de un centinela, las cuatro horas de descanso entre guardia y guardia, las dos horas nocturnas de la imaginaria, el día entero que pasaban los cuarteleros en la puerta de la compañía, como ujieres antiguos, sin otra obligación que la de esperar a que llegara un superior y dar entonces el grito de atentos, en caso de que no hubiera otro militar de más rango en el interior.

– ¡Compañía, el capitán! -gritaba el cuartelero cuando lo veía acercarse, y entonces el cabo de cuartel o el sargento que hubiera de servicio ordenaban firmes, y todo el que hubiera allí adentro tenía que quedarse inmóvil, congelado, en suspenso. El capitán avanzaba por el pasillo, entre las camaretas de literas, el cabo de cuartel o el sargento se le acercaban desde el fondo, se detenían con un taconazo a unos pasos de distancia, se cuadraban, daban la novedad, que era decir que no había novedad, y entonces el capitán le decía que nos mandara descanso, y otra vez recobrábamos el movimiento, como si durante unos segundos la presencia del capitán nos hubiera hipnotizado y paralizado y sólo con su beneplácito hubiéramos podido regresar a la vida animada.

Pero muy pronto ya no seríamos capaces de aguantar, tal vez porque a lo largo de los meses se había ido agotando el efecto del anestésico moral que todos segregábamos por instinto o que nos era inoculado, y porque desde hacía mucho ya no nos quedaba que aprender, ninguna de las leyes inusitadas y bizarras de comportamiento o de lenguaje que tan extrañas nos parecieron al llegar, ningún pormenor de los rituales del ejército, tantas veces repetidos por cada uno de nosotros que ya se nos gastaba el automatismo, como se nos gastaban las gorras y las botas demasiado usadas.

De nuevo la duración de una hora podía ser asfixiante, otra vez nos herían como bofetadas las chulerías y las sinrazones a las que ya creíamos estar acostumbrados. Nuestras astucias de supervivencia y escaqueo se nos revelaban pueriles, y volvía el miedo que nos pareció olvidado: para no olvidar dónde estaba uno bastaba asomarse al patio a las seis de la tarde. Entonces salían durante media hora los arrestados a calabozo, que se llamaba carcelariamente el maco, sucios y barbudos, con las guerreras de faena sin cinturón y los faldones de las camisas por fuera, pálidos, sin gorra, guiñando los ojos por el sol, arrastrando sobre la grava las botas sin cordones, rodeados por un círculo de soldados de guardia, cada uno con un cargador completo en el cetme y el dedo índice en el gatillo, como si en vez de arrestados a calabozo tuvieran bajo custodia a turbulentos asesinos.

De nuevo, después de tantos meses de embotamiento y costumbre, me parecía estar presenciando por primera vez el espectáculo intolerable de la humillación y el abuso, pero ya me faltaban fuerzas para resignarme, y la rabia volvía a doler como una herida abierta, despertando en mí reacciones de un odio morboso que seguramente no era mucho menos envilecedor que el sadismo de algunos militares. Para Pepe Rifón ese odio poseía una legitimidad ideológica: que un individuo de uniforme, perteneciera a la policía o al ejército, fuese, como él decía, ejecutado, era un hecho político, un acto de una justicia tan indiscutible como la ejecución de un oficial de la Gestapo en la Francia ocupada. ¿No era Euskadi, como Galicia, un país ocupado por un ejército extranjero…?

Me señalaba, desde la ventana de nuestra oficina, las furgonetas de la Policía Nacional estacionadas a un costado del patio del cuartel, las furgonetas marrones con las ventanas y los faros protegidos por rejillas metálicas que de pronto se ponían en marcha con un rugido de motores y sirenas, mientras corrían hacia ellas, armados con cetmes y escudos, policías de los grupos especiales antidisturbios, que por algún motivo estuvieron acuartelados en las dependencias del ejército aquel verano, tal vez porque habían llegado como refuerzos de la dotación habitual y no tenían sitio en los cuarteles de la policía. Ostentaban en general un aire de chulería como de gitanos o andaluces de zarzuela, en parte porque casi todos ellos eran andaluces y extremeños, con duras facciones cobrizas de campesinos y ademanes de legionarios, neuróticos por la tensión de los largos encierros y de las órdenes súbitas de entrar en acción, con tatuajes en los brazos, obsesionados, como todos nosotros, por la idea de marcharse cuanto antes de allí, por el peligro cierto de sucumbir a un atentado.

Veíamos a las furgonetas y a los jeeps salir a toda velocidad y atravesar en formación de convoy el puente sobre el Urumea, las alarmas azules destellando aunque fuera pleno día, el cañón de un cetme asomando por la ventanilla trasera, y ya sabíamos que en el Bulevar o en la Avenida estarían saltando a trizas escaparates de cafeterías y tiendas que no hubieran secundado con la debida rapidez alguna orden de huelga general y que arderían en los puentes pilas de neumáticos y autobuses enteros mientras cuadrillas de jóvenes con chubasqueros de plástico, zapatillas deportivas y pañuelos palestinos embozándoles las caras gritaban consignas de apoyo a ETA o quemaban banderas españolas o colgaban de los cables ikurriñas con fotografías de etarras muertos y crespones negros.

Fue un verano de humo de neumáticos quemados y de botes de gas lacrimógeno, de manifestantes y policías irrumpiendo en una doble estampida entre los bañistas que tomaban el sol en la playa de la Concha, provocando una confusión de gritos, sombrillas derribadas, remolinos de arena, golpes a ciegas de porras de goma, huidas de pánico hacia el mar. En los barrios de San Sebastián y en los pueblos más radicales del interior de la provincia surgía, para entusiasmo de Pepe Rifón, una mezcla incendiaria de amotinamientos y fiestas patronales, y la barbarie vernácula, beoda y masculina que suele desatarse en tales ocasiones se manifestaba igual en asaltos al balcón del ayuntamiento para arrancar del mástil la bandera española que en encierros de vaquillas.

Era un ritual automático, un juego sanguinario y tedioso de banderas erigidas y banderas arrancadas que se repetía en todas las fiestas de verano tan puntualmente como una antigua tradición cerril, lo mismo en la fachada del ayuntamiento de Bilbao que en la de una aldea del interior de Guipúzcoa, la bandera española junto a la ikurriña, la Guardia Civil o la Policía Nacional protegiendo el edificio, las tribus de vándalos con las caras tapadas tirando piedras o escalando la fachada para arrancar la bandera española, y entonces, como estaba previsto, los guardias cargaban contra la multitud, lo mismo contra los amotinados que contra cualquiera que pasara por allí, y la batalla campal duraba hasta después de medianoche, con calles vacías y asoladas por botes de humo, lunas de escaparates y cabinas telefónicas destrozadas y cubos de basura y coches ardiendo con un siniestro resplandor de catástrofe.

En los estrados donde actuaban las orquestas de baile aparecía de pronto un grupo de encapuchados que levantaban los puños y ondeaban la ikurriña con el hacha y la serpiente enroscada de ETA y que después de los gritos de rigor animaba al público ya enfebrecido a cantar el Eusko Gudariak . Otras veces un certamen de bertsolaris o un baile eran interrumpidos por otros individuos también encapuchados o con las caras tapadas por medias, que disparaban pistolas al aire o derribaban a tiros las botellas de una caseta abertzale, se abrían paso entre el público golpeando furiosamente y al azar con porras de goma iguales que las de la policía, incendiaban una ikurriña y se marchaban luego en coches sin matrícula dando vivas a España: eran los miembros del Batallón Vasco-Español, una organización fascista a la que el sargento Valdés se jactaba públicamente de pertenecer, sobre todo cuando llegaba a la compañía después de haberse tomado varios cubatas en la sala de suboficiales:

– Hay que hacer algo, cono, hay que enseñarle a esa gente a respetar la bandera de España.

Yo tenía la impresión de que entre unos y otros nos iban a arrastrar a todos a un desastre de banderazos y de trágalas, de banderazos de ikurriña y banderazos de bandera roja y gualda, de abertzalismo y españolismo, de oír vivas roncos al ejército español y goras a Eta militarra proferidos por amables matrimonios de San Sebastián que caminaban en las manifestaciones, detrás del pelotón de los bárbaros, tan untuosamente como si salieran de misa. En medio de nuestras discusiones le recordaba a Pepe Rifón aquel dictamen de Flaubert contra las banderas, sucias todas de mierda y sangre, y él se revolvía enseguida con su cólera tranquila, me acusaba de no entender nada, de haberme contagiado de nihilismo y de elitismo burgués: no eran iguales las banderas de los explotadores que las de los explotados, no se podía comparar la violencia defensiva de ETA con la permanente agresión del Estado, las brutalidades de la policía, las torturas en los cuartelillos de la Guardia Civil, las provocaciones perfectamente calculadas del Batallón Vasco-Español…

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