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VIII.

Había una primera salida de uniforme, un primer domingo militar en la vida de uno, y aquella experiencia era tan definitiva para nuestro aprendizaje como la de la humillación permanente o la de las armas de fuego.

El domingo siguiente al de nuestra llegada salíamos por primera vez del campamento y nos parecía que hubiera pasado media vida desde que abandonamos el mundo exterior, con el que ahora confrontábamos nuestra recién adquirida identidad de reclutas. En las desiertas mañanas dominicales, siempre nubladas o lluviosas, iba uno por Vitoria vestido de quinto, de romano, de pistolo, de soldado de posguerra o de película en blanco y negro de los años cincuenta, con la visera rígida de la gorra llamada de paseo ensombreciéndole la mirada más de lo que la mirada ya estaba ensombrecida de por sí, que no era poco, con el ropón viejo del tres cuartos, con la guerrera de botones dorados y una entalladura como de los tiempos de la guerra de África y el cuello postizo de celuloide blanco que nos cogía un pellizco doloroso debajo de la nuez siempre que intentábamos abrochárnoslo. Contaban los enterados, los infalibles corresponsales de Radio Macuto, que en las guarniciones de Madrid los soldados ya se paseaban con uniformes modernos, no exentos al parecer de un cierto grado de dandismo: boina en vez de gorra, guerrera abierta y con solapas, corbata y no cuello duro, pantalón recto y zapatos, y no aquellos pantalones nuestros que se remetían en las botas exactamente igual que en los tiempos en que hacían la mili nuestros padres.

Pero esas noticias sobre los nuevos uniformes a casi todos nosotros nos parecían leyendas, igual que las especulaciones sobre el acortamiento a un año o a nueve meses del servicio militar, o sobre la declaración inmediata del estado de guerra en el País Vasco. Nosotros paseábamos por los domingos fríos y nublados de Vitoria nuestros ropones anacrónicos, y la ciudad, en el fondo, se correspondía con el anacronismo de nuestra presencia, una ciudad de soportales y miradores acristalados, con parques burgueses y estatuas de reyes godos, con una plaza en la que había un monumento enfático a una batalla de la guerra de la Independencia, con iglesias de piedras góticas empapadas de lluvia, con esa clase de papelerías-librerías un poco polvorientas que suele haber en ciertas calles estrechas de las capitales de provincia.

En el escaparate de una de ellas, acabo de acordarme, vi una novela recién publicada de Juan Carlos Onetti, Dejemos hablar al viento, y seguí viéndola cada uno de los domingos que paseé por Vitoria, inaccesible tras el cristal de la papelería cerrada, como un símbolo o un testimonio de todas las cosas que ahora no me pertenecían, como un recuerdo de la vida dejada atrás, suspendida en el tiempo, en la libertad del porvenir.

Los reclutas, como los novios pobres, mirábamos mucho los escaparates. Nuestro domingo militar era el paroxismo de lo peor que ha tenido siempre el domingo, especialmente el domingo por la tarde, que es cuando el tiempo ya se vuelca hacia el anochecer y cae sobre uno la dramática sombra del lunes, del lunes inmemorial que llevaba uno dentro desde los años de la escuela, y en mi caso, para mayor exactitud, del colegio salesiano Santo Domingo Savio, del que me doy cuenta que no paro de acordarme en relación con el ejército, sin duda por una afinidad entre ambas experiencias que sólo ahora he sabido descubrir, una afinidad o eso que llama Paul Auster la rima de los hechos: al clero español y al ejército español les debo las dos temporadas más sombrías de mi vida, los dos aprendizajes más dolorosos y más tristes, unidos por la disciplina, por el desamparo, por los uniformes, por la arquitectura penitenciaria, por los domingos, sobre todo por los domingos.

Descubríamos enseguida que una de las condiciones para sobrevivir a la mili era sobrevivir al domingo, al catálogo de domingos innumerables que iban a abrirse como agujeros negros delante de nosotros a lo largo de todas las semanas de nuestro servicio militar, y que empezaba con un primer domingo ansiado y ominoso, el primero en que a uno le dejaban salir del campamento, si es que había tenido la suerte de que no le metieran un arresto por empanao o por amontonao o de que no le tocara un servicio de cocina o de retén.

Era raro recobrar algunos hábitos civiles, aunque fuera con aquella ropa lamentable, que más que a un ejército de ocupación, como decían en las paredes de Vitoria pintadas abertzales, parecía pertenecer a un ejército vencido, a las fuerzas armadas de un país tan desastroso o tan pobre que no habían tenido dinero para renovar uniformes a lo largo de dos o tres generaciones. Durante los días de nuestro aprendizaje nos habíamos acostumbrado sin darnos cuenta a la normalidad irreal de los uniformes, y justo entonces nos tocaba salir a la calle por primera vez, y comprobábamos con extrañeza y algo de vergüenza que aquella normalidad del campamento no existía, que bastaba cruzar las alambradas y caminar hacia Vitoria y extraviarse en sus calles para verse a uno mismo extraño y anormal, rudo, menesteroso, más bien sucio. El mundo exterior, que tanto habíamos ansiado, se nos volvía de repente ajeno y hostil: el territorio de la libertad era una ciudad en la que uno se veía a sí mismo ridículo al descubrirse en los escaparates de las tiendas, ridículo y extranjero, mirado de soslayo, con burla y tal vez con desprecio. Se cumplía en nosotros el destino de todos los encerrados, que gastan la vida en imaginar el mundo que hay al otro lado de su encierro y que cuando llegan a él se encuentran perdidos y buscan instintivamente el regreso a las certezas y al abrigo de su cautiverio.

Con aquellas ropas y en aquella ciudad le entraba a uno el desaliento de los domingos antiguos, los de la primera adolescencia, cuando apenas tenía dinero más que para una bolsa de pipas y un par de Celtas cortos y se pasaba el día dando vueltas por las calles donde pasean las familias, con aquellos trajes que nos ponían entonces a los adolescentes apenas acabábamos de salir de la infancia, unos trajes muy serios, hechos en el sastre, de tela oscura, de cuadritos pequeños, con los pantalones estrechos, con un punto de audacia en las dos rajas posteriores de la americana, que debían de ser una moda reciente.

Al querer imaginarme paseando por Vitoria vestido de romano o pistolo la figura se me duplica como por un efecto óptico y me veo también en un domingo de Úbeda, cuando tenía doce o trece años, igual de solo y de asustado que en Vitoria, y más o menos igual de anacrónico, con mi traje oscuro y mi corbata, el traje que me había encargado mi madre en el sastre como una vestidura simbólica de la edad adulta, y que yo iba a abandonar muy pronto en favor de los pantalones vaqueros. En Úbeda, en los domingos de mis trece años, me estrangulaba un sentimiento abrumador de soledad, de miedo y de ridículo ante las mujeres, una congoja permanente, sobre todo en invierno, cuando anochecía enseguida y yo regresaba a mi casa pensando en los deberes que aún no había hecho y en las clases abominables del lunes, la gimnasia y las matemáticas, el miedo a las bofetadas de los curas salesianos, a las burlas de aquel profesor de gimnasia que me auguraba un porvenir más miserable en la mili que el presente que por culpa suya padecía.

También Vitoria guardaba un cierto parecido con las ciudades de mi primera adolescencia, tan comerciales y anticuadas, con sus tiendas de tejidos y de ultramarinos, sus mercerías y sus papelerías, y por sus calles paseaban familias que volvían de misa con abrigos opulentos y paquetes de dulces comprados en pastelerías de toda la vida.

Un letrero en euskera, un cartel con fotografías de presos etarras, la pared de un frontón furiosamente cruzada de consignas escritas con espray, me devolvían la conciencia del lugar donde estaba. Pero a pesar de todo, a media mañana, recién bajado del autobús que me traía del campamento, era una delicia recobrar las cosas comunes, de repente singulares y valiosas, las pocas horas de libertad, el privilegio de caminar por ahí sin ir en línea recta ni marcando el paso, el gusto de estar solo, de mirar los periódicos y las revistas desplegados en un kiosco, de leer Triunfo o El País mientras tomaba un café y fumaba tranquilamente un cigarrillo, sentado en algún bar, mirando sin propósito por las cristaleras, enterándome de lo que había ocurrido fuera de las alambradas del campamento en aquella semana con parecida avidez y extrañeza que si hubiera vuelto de una estancia muy larga en otro país.

Íbamos a Vitoria para darnos el gusto de no escuchar gritos ni obedecer órdenes durante unas horas, para mirar a las mujeres, para llamar por teléfono desde locutorios abarrotados de reclutas, para morirnos de aburrimiento viendo llover en alguna plaza con soportales umbríos: pero íbamos sobre todo a comer, a paladear verdadero pan y verdadera comida, no la basura industrial que nos suministraban en los comedores del campamento; íbamos a comer como era debido, en calma, con tranquilidad, sin el sofoco de subir corriendo las escaleras y de abrirnos paso entre los otros para encontrar un puesto en la mesa, sin la angustia de comer tan rápido que los demás no pudieran quitarnos la comida y que ésta ya hubiera terminado cuando sonara la corneta.

Más que la lujuria o que las ganas de libertad lo que nos empujaba cada domingo hacia Vitoria era el hambre, el hambre multitudinaria de tres mil estómagos desconsolados de café con leche que no era café, de cacao con sabor a cieno, del olor a internado y a cárcel de las cocinas, de aquellas recetas malditas que se repetían un día sí y otro no, pollo al chilindrón, lentejas con chorizo y garbanzos con callos, y cuando la nube de reclutas caía sobre la ciudad se concentraba en un par de calles del casco antiguo, detrás de la catedral, la Zapatería y la Cuchillería, o la Cuchi y la Zapa en nuestro lenguaje soldadesco, en bares de bocadillos y restaurantes baratos, de modo que acabábamos comiendo tan amontonados como en el cuartel, aunque de manera más sustanciosa: comíamos, todos, un plato soñado durante toda la semana, transmitido por la sabiduría de reemplazo en reemplazo, un plato combinado que se llamaba un Urtain, y que hacía honor a su nombre, aquel pobre boxeador cuya fama aún no se había apagado al final de los setenta. Los veteranos se lo decían a los reclutas, y los más listos entre éstos a los menos espabilados:

– Lo que hay que tomar en la Zapa es un urtain.

El urtain, lo mismo por su tamaño que por su composición y su textura, era más que un plato el sueño materializado del hambre, como los jamones y los pavos que soñaba Carpanta en los tebeos: dos chuletas de cerdo a la parrilla, dos huevos fritos, una montaña de patatas fritas, pan, vino, gaseosa y postre, todo por ciento cincuenta pesetas, en algún comedor angosto y populoso de reclutas, con la televisión a todo volumen, con el aire espeso de olores de cocina y seguramente también de olores cuartelarios, los que traíamos nosotros, los que pertenecían a nuestra propia falta de higiene personal y los que habíamos heredado de la mugre de otros, los soldados cuyos tres cuartos y uniformes de domingo llevábamos nosotros ahora.

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