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XII.

La oficina era pequeña, con viejos muebles de madera, con un par de carteles turísticos grapados en la pared, con un armario metálico en el que se guardaban legajos y una mesa pequeña, junto a una ventana, sobre la que había una máquina de escribir, una Olympia de carrocería acorazada, con una línea y un color verde olivo que se parecían a los de un casco de guerra, un casco de guerra alemán, para ser exactos, como el que yo había llevado en la expedición a Jaizkibel. La oficina tenía ese olor de papel rancio y de madera con orificios de carcoma que solía ser el olor de todas las dependencias administrativas del cuartel, y que casi lo ahogaba a uno cuando entraba en la biblioteca, donde a los olores del papel y de la madera se unía el de los cortinones rojos como de teatro a los que tal vez no se les había sacudido el polvo desde los tiempos del general Primo de Rivera.

La oficina era un paréntesis de quietud, un breve hogar o un refugio modesto y seguro en medio de la gran intemperie de la experiencia militar, pero algunas veces los sargentos de la compañía entraban como golpes de vendaval en ella y daban portazos y gritos y le exigían a uno algo imposible y urgente y lo amenazaban con meterle un puro, y cuando unos minutos después ya se habían marchado con un segundo portazo no quedaba ni rastro de aquella calma de burocracia pobre en la que uno se había adormecido como un escribiente sin grandes ambiciones en la vida.

A los sargentos de la compañía, lo mismo que al feroz Chusqui de la Policía Militar, que a lo que aspiraba inalcanzablemente en la vida era a aprobar los exámenes de ingreso en la academia de suboficiales, el trabajo de la oficina y su misma existencia les parecían un residuo innoble de tranquilidad civil, un nido de pacifistas o desertores, de lectores potenciales de libros y adictos sospechosos a la burocracia y a la palabra escrita. Los sargentos, que eran individuos de una brutalidad y de una juventud temibles, caminaban al galope, se ataban hacia atrás los cordones de las botas y no sabían hablar sino a gritos, y a gritos cortos, a ser posible, y aun en el más crudo invierno tendían a ir con la camisa abierta y remangada para mostrar los bíceps, y con gafas de sol: me acuerdo, sobre todo, del sargento Martelo y del sargento Valdés, que llevaban pequeñas banderas españolas con el escudo franquista en la correa del reloj y que lo miraban a uno de arriba abajo o de través con un desprecio frío, jactancioso y sin límites, con un aire de vigilancia y sospecha que en mi caso resultó ser más literal de lo que yo imaginaba. Desobedeciendo consignas superiores de prudencia se paseaban por el centro de San Sebastián con el uniforme de faena, que les daba aún más aspecto de legionarios del que ya tenían: no sólo despreciaban a los civiles y a los oficinistas, también a los mandos que según ellos se doblegaban o se dejaban corromper y humillar por los políticos y salían siempre de paisano o cruzaban las avenidas de la ciudad precedidos y seguidos por jeeps de escolta.

En Jaizkibel yo había aprendido a distinguir a aquellos sargentos y a temerles, pero en la oficina, al principio, me pareció que estaba a salvo de ellos, sobre todo cuando el brigada Peláez supo que éramos paisanos y decidió que me tomaba bajo su protección. En la oficina, al fin y al cabo, yo iba a manejar papeles y máquinas de escribir, y no armas de fuego, así que me sentía mucho menos vulnerable: corriendo a campo través con un mosquetón máuser en las manos o disparando con un cetme a la silueta negra de una figura humana era muy fácil que me quedara el último, pero escribiendo a máquina ya había demostrado que podía medirme con cualquiera, hasta el punto de que sólo gracias a la mecanografía había logrado eludir el progreso metódico de mis infortunios militares.

Había además una parte de mí que se complacía profundamente en las tareas tranquilas y monótonas de la administración, en el aprendizaje de los formularios y las sabidurías sutiles de la contabilidad y en las variedades lingüísticas de la redacción de los escritos oficiales. Mis maestros eran los dos escribientes, Salcedo y Matías, este último el más veterano, el titular oficioso de la administración en la compañía, tan cerca ya de licenciarse que contaba por días el tiempo que le faltaba para recibir la mitológica Blanca, que era el Grial de nuestros sueños soldadescos, la cartilla militar cuya posesión simbolizaba el final gozoso de la mili.

Matías era menudo, sonriente, con esa sonrisa blanda de los que tienden demasiado a agradar, con una simpatía entre servicial y bondadosa, porque era muy creyente, creyente moderno, desde luego, a la manera de ciertos maestros rurales de entonces, y cuando saliera del ejército quería estudiar Psicología y Pedagogía para ayudar a los demás. Matías era un talento de la burocracia castrense, un virtuoso de la administración que salía todas las mañanas con su carpeta de documentos bajo el brazo para pasearlos por todas las misteriosas oficinas del cuartel con una desenvoltura y una diligencia como de alto funcionario o de encargado de negocios, y cuando había que pasarle la firma al capitán -su oficina estaba junto a la nuestra- era él quien se encargaba de hacerlo, con una obediencia deshuesada de marcialidad, más de mayordomo que de soldado, o de camarero untuoso y servil en un café viejo de provincias.

El otro oficinista, Salcedo, era del reemplazo anterior al mío, así que iba a alcanzar de inmediato, en cuanto Matías se licenciara, no sólo el puesto de escribiente titular, sino también el rango de padre, que si no era muy alto tenía al menos la ventaja estupenda de librarlo de la ignominia de ser conejo. El exceso de afabilidad de Matías se compensaba con la reserva de Salcedo, igual que el físico algo mezquino de aquél contrataba con la estatura fornida de éste. Salcedo era alto, con el pelo claro y los ojos azules, gastaba parte de su tiempo libre en carreras solitarias de jogging y en sesiones de aparatos en el gimnasio, y hablaba con la severidad de la Castilla del norte, lo cual hacía que su sentido del humor tardara en ser percibido.

Salcedo había adquirido una perfección absoluta en su reserva, una capacidad secreta y admirable de no mezclarse con lo que sucedía a su alrededor, de permanecer ausente y recluido en un monacato invisible, pero riguroso, tan libre de melodrama como de misantropía. No era especialmente huraño ni se abstraía más que cualquiera, y en la oficina trabajaba con una exacta pulcritud, la misma con la que hacía su cama todas las mañanas o se duchaba y cambiaba de ropa interior cada día, hecho inusitado entre los cazadores de montaña, cuyo ardor higiénico estaba casi a la altura del ardor guerrero que nos asignaba nuestro himno.

El de Salcedo era un simulacro perfecto de presencia, un prodigio budista de quietud: estaba y al mismo tiempo no estaba, era un desertor íntimo que escapaba inadvertidamente del cuartel por la trampilla de su ensimismamiento, sin necesidad de escaquearse ni de emborracharse o ponerse ciego de canutos, como decían los más golfos, simplemente ordenando las cuartillas con membrete y los calcos en la máquina antes de escribir un oficio, o dedicando algo más de un minuto a sacarle punta a un lápiz. Encaraba las sinrazones, las barbaridades y los abusos del ejército con una mezcla de incrédulo asombro y resignación, y del mismo modo que había logrado reducir sus gestos y sus movimientos al mínimo imprescindible para cumplir sus tareas y fingir la presencia que reglamentariamente le correspondía, también había logrado economizar hasta el límite los recursos verbales con los que explicaba sus reacciones al espectáculo de la vida militar. Se encogía de hombros, fruncía los labios, movía tristemente la cabeza y declaraba:

– Te cagas.

Aquello era un manifiesto lacónico, una declaración de principios, un reconocimiento de derrota, una interjección al mismo tiempo de protesta y de fatalismo, de indiferencia y de horror. Entraba en la oficina con tumulto mular el sargento Valdés, buscaba algo, nos desordenaba todos los papeles, tiraba al suelo la copia de un escrito oficial y la pisaba con una bota sucia de barro, nos amenazaba con meternos quince días de prevención o con hacer de nosotros carne de garita si no le encontrábamos lo que buscaba, Matías se desvivía sonriendo y fingiendo actividad y repitiendo sí, mi sargento, a la orden mi sargento, y resultaba entonces que el papel aparecía inopinadamente o que el sargento lo había llevado desde el principio en un bolsillo de la guerrera, así que bufaba un poco apretando los dientes, se marchaba y cerraba de un portazo, y cuando nos quedábamos solos en la oficina y a Matías aún le duraba en la cara la sonrisa de servicialidad era Salcedo quien nos ofrecía un juicio definitivo sobre la invasión:

– Te cagas.

Era eso lo que decía cuando la lluvia arreciaba en las tardes oscuras de invierno, o cuando veíamos por el bulevar de San Sebastián una manifestación de abertzales que quemaban pilas de neumáticos y autobuses enteros, o cuando nos refugiábamos tras las cristaleras de una cafetería para que los antidisturbios no nos fulminaran con pelotas de goma y gases lacrimógenos cuyos destinatarios no eran los abertzales, sino cualquier figura humana que se moviera por las cercanías, o cuando probaba en el comedor la primera cucharada de un guiso abominable, o cuando el pobre brigada Peláez, que era tan novato como yo en aquel cuartel y en aquella oficina, le daba para copiar a máquina una carta llena de faltas de ortografía. El brigada se iba, recordándonos que si lo necesitábamos estaría en la sala de suboficiales, nos indicaba con un gesto de las manos que no nos levantáramos, y Salcedo, con los codos sobre la mesa, releía el borrador, contaba las faltas y los disparates sintácticos, movía resignadamente la cabeza, con incredulidad, ya sin asombro, como si al cabo de seis meses en el ejército hubiera comprendido que cualquier disparate era verosímil:

– Te cagas.

Entre Matías y Salcedo me fueron introduciendo en los misterios burocráticos de la compañía, que eran de una complejidad tan irreal como laboriosa, pues su finalidad consistía en inventar administrativamente un mundo perfecto, pero separado de cualquier vínculo con la realidad, del mismo modo que el mundo del cuartel estaba separado herméticamente de lo que sucedía al otro lado del río Urumea. Todo se hacía por escrito, todo se copiaba por duplicado o triplicado y se anotaba en los registros de entrada y de salida, se repartía por otras dependencias y se archivaban las copias en el armario metálico. Prácticamente todos los días se redactaba una lista de los miembros de la compañía, detallando graduaciones, permisos, arrestos, raciones de pan y plazas en el comedor, y cada tarea llevaba consigo el correspondiente formulario y exigía una redacción peculiar, un cierto número de trámites sinuosos, firmas y sellos que la corroboraran.

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