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En la cumplimentación y en el reparto de todos aquellos papeles, desde tarjetas de identidad y solicitudes de permiso a oficios en los que se comunicaba una baja por enfermedad o un arresto, los oficinistas pasábamos hacendosamente la mayor parte del día, aunque también se consideraban incluidas entre nuestras obligaciones la limpieza de la oficina del capitán y el servicio ocasional de cafés con leche y copas de coñac a los suboficiales, que algunas veces parecía que tomaban nuestro breve recinto como la sucursal de un casino, y se recostaban en el sillón cruzando las botas de montaña sobre la mesa y fumaban tirando la ceniza y las colillas al suelo, aunque tuvieran delante un cenicero, exhibiendo musculosos antebrazos y rolex sumergibles en los que nunca faltaba la pertinente banderita. Un día, el sargento Martelo, sabiendo que Salcedo poseía una excelente habilidad para plastificar documentos, abrió su cartera con el gesto de quien va a exhibir un fajo de billetes y le entregó una foto de Hitler que tenía en el reverso una svástica, ordenándole que se la plastificara. Mientras buscaba el plástico adhesivo y las tijeras, Salcedo murmuró en voz muy baja a mi lado:

– Te cagas.

Yo era un aprendiz, al principio, un subalterno voluntarioso y callado, muy dócil, obediente a todo lo que me mandaban, aunque no me enterara mucho, dada la complejidad mandarinesca de las fórmulas y los procedimientos administrativos, que Matías me explicaba con una sonrisa blanda y animosa, de pedagogo o de psicólogo, dotado de una paciencia cristiana para mis equivocaciones. Me ponía a copiar a máquina escritos antiguos, para que me fuera aprendiendo las fórmulas obligatorias, tengo el honor de comunicar a V.S., Ruego a V.E., Dios guarde a Vd. muchos años, me dictaba despacio, señalándome las comas y los puntos, me daba una regla, un lápiz, una goma y un puñado de folios y me encargaba enigmáticamente que los rayara o los cuadriculara uno por uno, deteniéndose a hacerme ver cómo se trazaba una línea recta con la ayuda de la regla, me pedía que lo acompañara en su recorrido matinal por las dependencias del cuartel para que así pudiera yo aprenderme punto por punto el itinerario, siguiéndolo como si fuera su sombra, el secretario o ayudante de Matías, su acólito.

Debía de ser un par de años más joven que yo, pero me parecía mayor, más digno de respeto, no sólo por su veteranía, o por su barba, o por el aire de prematura vejez que suelen tener las personas con la boca sumida y la barbilla saliente, sino porque uno de los efectos que el ejército estaba teniendo sobre mí era el de olvidarme de mi edad verdadera, situándome en un estado de ánimo como de permanente y acobardado aprendiz, en una posición de inferioridad aceptada con respecto a mis superiores, parecida a la del alumno adolescente e interno con respecto a los curas penitenciarios del colegio, una distancia radical, aunque falsa, de la persona adulta, portadora de la autoridad.

Yo iba a cumplir veinticuatro años, y Matías tenía veintidós, pero cuando me equivocaba haciendo algo que él me había explicado me sentía tan abatido y tan ridículo como un adolescente. Algunos sargentos no pasaban de los veinte años: el teniente Postigo, recién salido de la academia de oficiales, y también llamado el teniente Castigo por el rigor con que los aplicaba, tenía veintiuno, y el capitán, a quien Salcedo y yo le limpiábamos la oficina todas las mañanas, veinticinco. Pero a todos ellos, a poco que me descuidara, yo los veía como adultos severos o amenazadores, y sin darme cuenta me humillaba para obedecerlos, me arrancaba o escondía una parte de mi experiencia y de mi edad para aceptar su dominio sobre mí tan instintivamente como un niño débil se encoge para no soliviantar a un grandullón.

– A ver, escribiente, tráeme el periódico.

– A la orden, mi sargento.

– Me cago en diez, muévete, que estáis todos empanaos.

– Es que es nuevo, mi sargento, hay que comprenderlo.

– Tú te metes las lengua en el culo, Matías, que a ti no estaba hablándote.

– A la orden, mi sargento.

A primera hora de la mañana, después de la firma y de la cumplimentación del registro de salida, que se llevaba a efecto en unos libros grandes y apaisados como lápidas, Matías iba distribuyendo el surtido diario de escritos en los diversos apartados de una gran carpeta de acordeón que constituía el cofre del tesoro y el emblema de la oficina, el símbolo augusto de la veteranía del escribiente bisabuelo que la transportaba. Era, igual que casi todo en el ejército, un artefacto arcaico y maltratado por los años, con las tapas de cartón recio, con gomas elásticas y cintas, una carpeta de funcionario prolijo y camastrón del siglo XIX.

Alguna vez, en un futuro de varios meses más tarde que sin embargo a todos nos resultaba muy lejano, yo me constituiría en portador de aquella carpeta, que ahora Matías estaba a punto de legar o de traspasar a Salcedo. Por lo pronto actuaba de acólito en el itinerario matinal y pastoral de Matías, fijándome, a instancias suyas, en cada uno de sus actos, imitando la mansedumbre algo eclesiástica con que se quitaba la gorra y bajaba la cabeza antes de entrar en las oficinas catedralicias del batallón o el paso resuelto con que atravesaba las dependencias de menor rango, repartiendo saludos, sonrisas y oficios como si repartiera estampitas piadosas o bendiciones de cura moderno y laboral. A su lado fui internándome en las profundidades más desconocidas, en las dependencias más insospechadas y raras del cuartel, descubriendo otro mundo en gran parte sumergido bajo las apariencias castrenses y casi del todo ajeno a ellas, un laberinto de oficinas ocultas, inactivas, silenciosas y umbrías, como covachuelas de los tiempos de Fernando VII, un alcantarillado de almacenes de objetos anacrónicos, de talleres de guarnicionería o talabartería, de cuadras, de cocinas inmensas y cámaras frigoríficas en los que se conservaban reses enteras que habían llegado ya congeladas de Argentina en los años cincuenta, de buhardillas irrespirables de tan polvorientas en las que reinaban furrieles misántropos como ermitaños, excéntricos como robinsones o buhoneros que hubieran reunido a base de rapiña tesoros de despojos, montañas de correajes o de botas, muros colosales de uniformes viejos y de mantas.

Hasta entonces yo había recorrido el cuartel en línea recta, en fila, como un autómata, siempre marcando el paso, siempre siguiendo una línea de puntos, lo mismo en el espacio que en el tiempo, del patio al dormitorio, del monolito a la puerta de salida, de la formación de diana a la del desayuno. Ahora, a la zaga de Matías, con el salvoconducto recién adquirido de mi destino de escribiente, yo ingresaba en territorios inaccesibles, en espacios cerrados o prohibidos, y siempre había que quitarse la gorra al entrar bajo techado y que volver a ponérsela al salir, y que decir a la orden y da usted o da usía su permiso, y si al subir uno por una escalera bajaba por ella un superior había que cederle el pasamanos, o en su defecto la derecha, porque el menor descuido podía significar un arresto, el trastorno de un permiso o de un fin de semana, y por mucho que uno se esforzara nunca podía sentirse a salvo de la equivocación o del castigo.

Levanta más la cabeza, me asesoraba Matías, pide permiso en voz más alta, no vayan a no oírte, no camines demasiado despacio, no sea que piensen que andas escaqueado, ni tampoco muy aprisa, para que no sospechen que te escapas de algo. Había grandes oficinas con balcones al patio, con techos artesonados, suelos de tarima y puertas de cristal escarchado, y en ellas se veía a veces de lejos a algún comandante o teniente coronel que parecían imitar el porte de los militares británicos de las películas, y que de algún modo se correspondía con el lujo tronado y anacrónico del mobiliario. En aquellas oficinas pasaban una mili indolente y dorada los beneficiarios de los mayores enchufes, hacia los que Matías profesaba un desdén populista, de escribiente de base, como si dijéramos, de becario pobre que se lo ha ganado todo a pulso y a quien ni siquiera su bondad cristiana exime por completo del resentimiento.

Por escaleras de mármol, con pasamanos de madera bruñida, cruzando altos dinteles con bajorrelieves de símbolos militares, Matías y yo ingresábamos en las dependencias de la más alta autoridad, pero después de dejar allí un cierto número de papeletas y de oficios y de recoger otros tantos viajábamos al otro extremo de aquellas secretas arquitecturas sociales, y entregábamos un papel en una cuadra donde los soldados olían a sudor y a estiércol exactamente igual que los caballos y los mulos a los que cuidaban. A los caballos y a los mulos se les pasaba lista de diana y de retreta, igual que a la clase de tropa, y el soldado que se ocupaba de cada uno de ellos lo sostenía de la rienda y gritaba presente poniéndose firme cuando escuchaba el nombre del animal.

Nos deteníamos un rato en el portal de remendón del subteniente guarnicionero, que era un hombre mayor, calvo, vestido entre de paisano y de militar, tan apacible que era muy raro cuadrarse ante él, tan solitario y absorto como un jubilado: con el subteniente guarnicionero Matías hablaba como si le hablara a un lugareño sentencioso, a gritos, porque el hombre estaba algo sordo, y después de hacerle entrega de algún papel y de una parte evangélica de su cordialidad me urgía a continuar nuestro recorrido.

Íbamos a la imprenta, atendida por dos hermanos gemelos que eran pelirrojos y tenían algo de articulado en sus movimientos, entrábamos en la oficina del capitán ayudante, donde entregábamos un vale para las raciones diarias de pan, y donde el capitán ayudante y el soldado oficinista no parecían tener otra misión que la de esperarnos a nosotros y guardar nuestro vale en un cajón, subíamos de nuevo por escaleras nobiliarias al gabinete topográfico, en el que unos cuantos soldados con gafas y ademanes de universitarios enchufados examinaban grandes hojas de mapas como si fueran frailes medievales preparándose para emprender una copia que duraría décadas, y procurábamos terminar el recorrido en las cocinas, donde entregábamos el parte de los soldados que asistirían al comedor y recibíamos a cambio, si había suerte, un tazón de chocolate o incluso una chuleta a la plancha. Algunas veces nos cruzábamos con el páter, el capellán castrense, vestido de clergyman, porque sólo se ponía la sotana y el manteo para la ofrenda a los Caídos de los viernes, junto al monolito. Matías se paraba a charlar con él, y se notaba que al verlo había vencido la tentación de inclinarse para besarle la mano: hablaban un rato del Hombre, o del compromiso con el Otro, o de darse a los demás en Cristo, y yo asistía a sus conversaciones, a sus blandas disputas de teología social, con una sonrisa mimética de la de Matías, como sonríe uno y mueve la cabeza cuando le hablan en un idioma extranjero y finge que se entera de algo.

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