Dar la vuelta al cuartel repartiendo y recogiendo papeles era cada mañana como dar la vuelta al mundo cerrado y populoso en el que vivíamos, y para no perderme cuando tuviera que repetir yo solo aquel trayecto procuraba fijarme en detalles que me orientaran y decía que sí a todas las explicaciones que me daba Matías, sonriéndole con atención incondicional, con gratitud, como si estuviera enterándome de algo. Desde arriba, desde la galería que daba la vuelta al patio, yo veía con alivio y sin la menor solidaridad a los otros, los condenados a la instrucción o a la gimnasia, los que braceaban y marcaban cansinamente el paso, con el cetme al hombro, siguiendo al cabo de guardia que los repartiría por las garitas, los que bajaban despavoridamente a formar porque estaba sonando el toque de retén.
Yo me había escapado, yo había logrado escaquearme, y calculaba, aconsejado por Matías, que en cuanto le diera un poco de coba a mi paisano el brigada Peláez éste me buscaría un permiso. Me sentaba delante de la máquina, esperando a que Matías o Salcedo me dictaran algo, y mientras escribía listas de nombres o extravagantes fórmulas protocolarias y abreviaturas idénticas a las del barroco miraba absorto por la ventana que tenía frente a mí, miraba el patio en el que durante tantos meses no dejó de llover, las filas de ventanas idénticas que se iban iluminando una por una mientras caía la noche prematura del norte.
Algunas tardes, después del toque de homenaje a los Caídos y de la bajada de bandera, que indicaba melancólicamente la hora de paseo, en lugar de salir a San Sebastián me quedaba en la oficina por el gusto de estar solo en ella, cerraba con llave, me ponía a leer, permanecía atento para prevenir el sonido de los pasos de algún suboficial, y si oía el gruñido y los taconazos del sargento Martelo o del sargento Valdés apagaba la luz y me quedaba inmóvil en la penumbra hasta que dejaban de golpear la puerta y se marchaban, no sin sacudir el pomo como si les costara convencerse de que la llave estaba echada, como si quisieran arrancarlo.
Una noche, al volver de la formación de retreta, encontré reventada mi taquilla. Los robos eran frecuentes en la compañía, pero a mí los ladrones no me habían quitado nada, limitándose a desordenar mi ropa, los pocos libros que guardaba. Cuando di parte del hecho al sargento Martelo, que era entonces sargento de semana, me miró de través, como miraba a todo el mundo, y me dijo que si no tuviera el empanamiento que tenía no me pasarían esas cosas.
A los pocos días, ya de noche, con la compañía desierta, porque aún no habían terminado las horas de paseo, yo copiaba a máquina un trabajo que debíamos entregar a la mañana siguiente mientras Salcedo limpiaba la oficina del capitán. Sonó el teléfono interior, el que el capitán utilizaba para darnos las órdenes: Ven enseguida, me dijo Salcedo. Empujé con sigilo la puerta de la oficina contigua y Salcedo, con la escoba y el trapo del polvo en la mano, como dispuesto a fingir que limpiaba si alguien nos sorprendía, me señaló sin decir nada un papel que había encima de la mesa. Era un escrito oficial, atravesado diagonalmente por un sello en tinta roja que daba sobre todo, o al menos eso pienso ahora, una impresión de melodramatismo y de novelería: Alto secreto.
Era un informe dirigido al capitán sobre un soldado que acababa de incorporarse a la compañía: con estupor primero, con un miedo súbito, recobrando de golpe el sentimiento de vulnerabilidad que me había angustiado cuando era un recluta, leí mi nombre en el informe. Desde la capitanía general de Burgos le comunicaban al capitán que yo había sido detenido por la policía en 1974, produciéndose en manifestación no pacífica, según los términos de aquella prosa entre confidencial y administrativa. Elemento potencialmente peligroso, continuaba el informe, se ruega discreta vigilancia durante seis meses. Encima de la fecha estaba escrita la misma fórmula que yo repetía diariamente en los oficios que Salcedo y Matías me dictaban: Dios guarde a Vd. muchos años.