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IV.

La mili empezó siendo un viaje en tren que no se terminaba nunca.

El tren no llegaba nunca, no iba a llegar nunca, apenas empezaba a cobrar velocidad y ya frenaba lentamente de nuevo, se detenía en una estación abandonada o en medio de un paraje desértico y nunca volvía a ponerse en marcha, y yo ya me acordaba de la madrugada anterior como si hubiera pasado mucho tiempo desde entonces, con esa sensación de lejanía inmediata con que recuerdan la noche recién terminada los que no han dormido. Había comenzado el viaje a las diez de la noche en la estación de Jaén, en un tren viejo y lento que iba lleno de reclutas, todos más o menos iguales a mí, con ropas civiles que muy pronto se quedarían tan deslucidas como las ropas de los deportados y con petates al hombro. Éramos una multitud hacinada y turbulenta, excitada por el viaje, enfebrecida colectivamente por el miedo, por la inercia de un gregarismo en el que acabábamos de ingresar y que ya nos afectaba sin que nos diéramos cuenta, en el modo en que empujábamos para abrirnos paso, por ejemplo, en los gritos con que alguien llamaba a un paisano que iba delante de él en el pasillo del vagón o se despedía de un familiar o de una novia.

Había madres rurales y enlutadas que lloraban con la boca abierta, como plañideras arcaicas, había novias vestidas y pintadas como para asistir el sábado a una discoteca de pueblo, había en el andén y en el vestíbulo de la estación y en el interior de los vagones un desorden como de evacuación o de catástrofe sobre el que resonaban las llamadas por los altavoces y los silbidos del tren provocando un estremecimiento de partida inminente, un recrudecerse de las lágrimas, los abrazos, los adioses, los aspavientos de los reclutas que asomaban medio cuerpo sobre las ventanillas bajadas o compartían en los coches de segunda botellones de cubalibre y de coñac, prolongando el tribalismo de las celebraciones con que aún se despedía a los quintos en los pueblos más perdidos de la provincia.

En las puertas de acceso al andén había soldados con cascos blancos de la Policía Militar que examinaban nuestros documentos y nos entregaban bolsas de plástico con bocadillos, o provisiones de boca, como aprendería yo luego que se llamaban en lenguaje militar. Cruzar esas puertas era un paso hacia el definitivo adiós, un grado más en la aproximación lenta y tortuosa a la disciplina del ejército, y cuando por fin el tren empezaba a ponerse en marcha, cuando miraba uno por última vez las caras de quienes habían ido a despedirle y le parecía que ya lo miraban de otro modo, lo ganaba un sentimiento de vacío y de vértigo, de alivio, casi de quietud, porque ahora sólo tenía que abandonarse al empuje y a la velocidad del tren y estaba en condiciones de descartar por igual la esperanza y la incertidumbre, el suplicio extenuador de la espera: desde el primer minuto del viaje el tiempo cambiaba su sentido y comenzaba la cuenta atrás, y ya era un minuto menos que faltaba para licenciarse.

Solo por fin, rodeado de extraños a los que sin embargo me unía un destino idéntico, de reclutas que eran dos o tres años más jóvenes que yo y tenían caras cobrizas de campesinos y manos grandes y rudas de mecánicos o de albañiles, melenas y patillas largas y pantalones acampanados de macarras de pueblo, yo me recostaba en el duro plástico azul de los asientos de segunda y me dejaba vencer por el aturdimiento de las voces y los crujidos rítmicos del tren, y aunque guardaba en el petate unos cuantos libros no me decidía a leer ninguno, no sólo por la incomodidad de ir hombro contra hombro en un espacio tan estrecho, empujado por los frenazos y las sacudidas, sino porque intuía que la lectura iba a ser una incongruencia, y que si sacaba un libro llamaría la atención. Ya notaba, muchas horas antes de llegar al campamento, un primer regreso a temores antiguos, y me amedrentaban los reclutas que gritaban más alto y los que se movían por los vagones con menos miramiento y más cruda determinación igual que muchos años atrás me asustaban los niños más grandes en la calle donde vivía y en los patios del colegio.

Pero no tuve tiempo de adormecerme del todo en aquel tren ni duró mucho el impulso que me conducía en línea recta hacia mi destino. Unos pocos de nosotros, los reclutas que por nuestra mala suerte o por algún designio de represalia política viajábamos a los lejanos centros de instrucción del norte, teníamos que bajarnos en la estación fantasmal de Espeluy y esperar en ella hasta las seis de la mañana a un expreso que nos llevaría a Vitoria. De modo que todo el coraje gastado en adioses, todo el enervamiento de las despedidas, de las órdenes metálicas en los altavoces, los silbidos, las sacudidas rítmicas de los enganches sobre los raíles, toda aquella escenografía fantástica de los trenes nocturnos había sido en vano, porque una hora y media después de subir al nuestro teníamos que bajarnos otra vez, prácticamente sin habernos movido, sin salir siquiera de las estepas con sombrías hiladas de olivos de la provincia de Jaén.

La estación de Espeluy es una de esas estaciones en las que ya paran muy pocos trenes y en las que hay antiguos almacenes de ladrillo desmantelados, o largos bardales de cal y de greda rojiza que tienen algo de tapias de cortijo y de cementerio. En esas estaciones los empleados del ferrocarril acaban adquiriendo un aire de desolación irreparable, unos ojos desengañados y ausentes que son los ojos con que miran pasar como fogonazos los trenes que nunca paran cerca de ellos. En esas estaciones ruinosas, donde de noche se encienden luces amarillentas contra la oscuridad, los camareros de la cantina alimentan una furiosa desesperación de marcharse y sirven cafés con leche venenosos en vasos de cristal, y sólo muy de tarde pasan un paño infecto por la barra o recogen la basura y el serrín mojado del suelo.

En la cantina de la estación de Espeluy unos pocos quintos bebíamos café después de media noche, fumábamos Ducados, aunque el tabaco empezaba a herirnos las gargantas y el humo ya tenía ese olor rancio de las noches demasiado largas, y nos acomodábamos como podíamos en espera de un tren que en el mejor de los casos tardaría seis horas en llegar. Alguno de nosotros se echó en un rincón y se quedó dormido y roncando encima del petate, otros jugaban a las cartas, yo me abroché hasta el cuello mi trenka azul marino, porque del suelo de cemento subía un frío húmedo, y me decidí a leer uno de los libros que traía, una selección de poemas de Borges. Parecía que llevábamos media vida en aquel lugar sórdido, en la cantina de la estación de Espeluy, pero apenas había pasado la media noche, y al dar la una el camarero empezó a apagar las luces y nos fue dejando en una penumbra aún más triste que la de las bombillas sucias que hasta ese momento nos habían alumbrado, y dijo que se iba, y que fuéramos saliendo, porque tenía que cerrar.

No quedó ni una luz en la estación. Nos veíamos fugazmente las caras rojizas cuando encendíamos un mechero o dábamos una calada a un cigarrillo. Nos rodeaba la oscuridad fría de la tierra desnuda y de los olivares sacudidos por un viento de invierno. Tan pronto y ya se nos desdibujaba la realidad anterior y el pasado individual de cada uno: éramos un grupo de seis o siete sombras idénticas, con petates al hombro, con los cuellos de las americanas o de los chaquetones subidos contra el frío, dando vueltas por un andén desierto, con un aire común de deportados o refugiados, aguardando en una estación en la que no parecía posible que se detuviera ningún tren.

Encontramos un cobertizo más o menos protegido del viento y alguien propuso que encendiéramos fuego. Nos dispersamos para buscar leña y tablas en la oscuridad, avanzando a tientas, alumbrándonos con los mecheros durante las décimas de segundo que el viento tardaba en apagarlos. Se nos olvidaba el pasado inmediato, pero también el futuro del próximo día: el frío, la búsqueda de la leña, las dificultades de prenderla, el brillo dorado y púrpura del fuego en aquellas caras de desconocidos que teníamos todos, se agregaban a la fatiga de la mala noche y al sueño para sumergirnos en una irrealidad a la vez imperiosa y quimérica: qué estaba haciendo uno a las cuatro o a las cinco de la madrugada en una estación desierta, en medio de las soledades agrestes de la provincia de Jaén, que se parecen de noche, en las proximidades de Sierra Morena, a los grabados más lúgubres de Gustave Doré.

Aún no había surgido ni la claridad más leve del amanecer cuando oímos que se aproximaba la lenta trepidación del expreso de Irún, que venía de Cádiz, y que después de dejarnos a nosotros en Vitoria continuaría su viaje hasta la frontera de Francia. Desde el andén a oscuras veíamos deslizarse los vagones interminables delante de nosotros con un sentimiento de lejanía y de inaccesibilidad, como si presenciáramos desde una orilla el paso de un trasatlántico fantasma. El tren se detuvo, bajaron unos policías militares con cascos blancos y polainas blancas y nos ordenaron subir. Los departamentos olían a tabaco, a plástico y a cuerpos hacinados. En todos ellos viajaban reclutas dormidos, y en los pasillos, mientras buscábamos de vagón en vagón algún asiento libre, pisábamos a veces un vómito o tropezábamos con un botellón de cubalibre vacío.

Aquel tren, aquellos trenes que transportaban soldados, estaban pintados de un verde oscuro casi gris y tenían algo de eternidad, de viaje eterno en el transiberiano, y uno, más que viajar en ellos, lo que hacía era quedarse parado en una inercia de pensión sucia y superpoblada, con colillas y peladuras de naranja y papeles de periódico manchados de aceite por el suelo. Iba a empezar la célebre década de los ochenta, pero los reclutas viajábamos hacia los cuarteles en trenes de posguerra, en una paleontología de ferrocarriles, con lentitudes cretácicas, con un horror masivo como de geología gótica, sobre todo cuando el tren, con las primeras claridades azules y heladas del amanecer, cruzaba por los desfiladeros y los túneles de Despeñaperros.

Habíamos subido a aquel tren en una noche que enseguida nos pareció remota, y a medida que la mañana avanzaba por los descampados de la Mancha, de un color pardo oscuro y sin vegetación en octubre, con una inhumanidad horizontal como de aparcamientos norteamericanos, a medida que la luz del día nos aliviaba del aturdimiento de no haber dormido, nos dábamos cuenta de que de verdad íbamos al ejército, y salvo algunos imbéciles irreparables que ya se sabían todas las bromas y todas las cabronadas militares y desayunaban cubata caliente de ginebra de garrafa y cocacola apócrifa, a los demás, casi a todos, nos entraba una palidez tétrica y meditativa, como presos que se quedan callados con las manos esposadas entre las rodillas y la espalda contra la chapa del furgón policial, y al no saber imaginarnos ni siquiera la forma concreta que adoptaría nuestro cautiverio nos abatía una pesadumbre general, un terror ciego al momento en que llegáramos de verdad a la estación de Vitoria: entonces queríamos que el tren no llegara nunca, y la desesperación de no movernos durante varias horas en un apeadero abandonado sólo se convertía en alivio durante los primeros segundos del viaje reanudado, cuando pasaba el Talgo como un rayo en dirección contraria y nuestro convoy jurásico crujía tan hondamente como debe de crujir el mundo con las sacudidas de la deriva continental: en toda partida hay un segundo de felicidad, una descarga química, un brillo de relámpago en las arborescencias cerebrales. Pero en cuanto nuestro tren silbaba como los trenes blindados de la guerra y empezaba a oírse el ritmo poderoso de sus articulaciones metálicas comprendíamos que ese entusiasmo de velocidad aceleraba nuestro viaje a Vitoria, y entonces deseábamos que el viaje fuera eterno, aunque no terminaran nunca las bromas soeces, las transmisiones futbolísticas en los transistores, el olor de guisos conservados en fiambreras, de café con leche de termo, de grasientas tortillas de patatas envueltas en papel de aluminio.

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