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El tren era como una pensión franquista, y el viaje parecía que iba a durar como una vida entera pasada en una pensión, preparando oposiciones fracasadas, y lo peor de todo era ver cómo nos íbamos degradando según transcurría el viaje, cómo se degradaba y se volvía más sucio, más bruto y más enrarecido todo a nuestro alrededor. Aproximadamente desde el año cuarenta en cada departamento de segunda había un tipo enterado y de mediana edad que hacía el cálculo del tiempo que faltaba para llegar a cualquier sitio, y que sabía antes que nadie el nombre de la estación en la que estábamos entrando.

– Medina del Campo -decía aquel individuo, con su cara de funcionario bronquítico y de usuario de los trenes franquistas-. Llevamos un retraso de cuarenta minutos.

Estábamos cruzando España entera, o por lo menos la España insoportable del 98, el país estepario que tanto les gustaba a aquellos individuos, que lo recorrerían sudando bajo trajes negros con los hombros nevados de caspa, la España de Don Quijote y la del Cid y la de Azorín y Unamuno: habíamos pasado la Mancha, habíamos entrado en Madrid por la estación de Atocha y atravesado la ciudad por el ferrocarril subterráneo hasta llegar a Chamartín, donde estuvimos varados durante no sé cuántas horas sin que nos permitieran bajar del tren. En los andenes contiguos había otros expresos en los que también se arracimaban reclutas en las ventanillas y en los estribos: resonaba una vibración de leva general, una ebriedad como de declaración de guerra, como la de esas imágenes de los noticiarios primitivos en las que se ven trenes partiendo hacia los frentes de la primera guerra mundial. Pero era, desde luego, un efecto óptico, provocado por nuestra propia inmersión en aquel mundo hacia el que nos dirigíamos: la vida común, lo que los militares llamaban siempre con algo de desdén la vida civil, continuaba alrededor nuestro, en los trenes de cercanías que llegaban a Chamartín, en los hombres y mujeres de edad intermedia que viajaban en nuestro mismo tren y que nos soportaban con una mezcla de indiferencia y de imprecisa simpatía, como envidiando nuestra juventud al mismo tiempo que lamentaban los inconvenientes de nuestra presencia escandalosa y gregaria: aún no vestíamos uniforme y ya nos íbamos viendo segregados del mundo exterior, y los paisajes y las ciudades que mirábamos tras las ventanillas sucias pertenecían a un país civil que ya casi no era el nuestro y que de hecho se regía por leyes muy distintas de las que habían empezado a someternos a nosotros desde que subimos al tren.

Emprendíamos la marcha y a los pocos minutos volvíamos a detenernos, sobrevenía un frenazo y caíamos los unos sobre los otros en medio del pasillo, y nunca faltaba quien aprovechaba el empujón para hacer una broma en escarnio de los maricones o para rozarse con alguna chica que viajara sola y no hubiera huido de los vagones en los que íbamos los reclutas. Del mismo modo que el ejército era un universo arcaico, un fósil del franquismo y del africanismo de otras décadas lejanas, también los trenes en los que viajaban reclutas parecían mucho más antiguos que los trenes normales, más viejos y más lentos que ellos, y se correspondían con los relojes detenidos que seguían colgando de las marquesinas en las estaciones más modestas (eran todos de la Casa Garnier, de París, y parecía que hubieran dejado de funcionar hacia finales del siglo XIX) y con el aspecto provinciano y clerical de las ciudades castellanas por las que pasábamos conforme iba declinando la tarde. Antes de llegar a Burgos vimos sus tejados tristes sobre la llanura y las torres magníficas de la catedral, y en la estación, grande y sombría, antigua, llena de militares, de caballeros con apostura de funcionarios o de registradores de la propiedad, de señoritas con abrigos rancios, la tarde de otoño se empezó a volver lúgubre, con grandes oquedades de tiniebla húmeda. En Burgos, que era o es la capital de la región militar a la que nosotros pertenecíamos, ya se adivinaba una antipatía administrativa y disciplinaria, una desolación invernal de domingos clericales y casinos agrarios: en Burgos, todavía lejos de Vitoria, ya era invierno, y de los andenes llegaba por las ventanillas abiertas un viento helado que tenía al menos la virtud de despejar los vagones atufados de humo y de olores a comida. En Burgos ya nos parecía que llevábamos toda la vida en aquel tren, y que cuando llegáramos a Vitoria, si llegábamos alguna vez, sería noche cerrada y pleno invierno, como si hubiéramos debido atravesar los climas sucesivos de un continente entero.

Pero cuando el tren arrancó, después de una de aquellas esperas eternas, de maniobras cretácicas y crujidos de organismo fósil, de tren para deportados de posguerra, cuando se alejaron hacia atrás las torres caladas de la catedral y vimos de nuevo la llanura invariable, entonces yo me estremecí, con ese encogimiento del estómago y esa presión en el pecho que provoca el miedo, porque me di cuenta de que estaba agotando el último o el penúltimo plazo de mi libertad simulada, del tiempo de nadie del viaje: la mili empezaba siendo una infinita dilación, un acercarse gradualmente a algo que siempre retrocedía, una usura primero de semanas y días y luego de horas, de minutos lentos de un atardecer que no se terminaba nunca, de chirridos de frenos. En todo el tren se hizo un silencio absoluto cuando llegamos a la estación de Vitoria.

Guardé el libro, cerré el petate, miré por la ventanilla hacia un andén donde estaban las luces encendidas aunque no era todavía de noche. Un grupo de policías militares nos estaba esperando. Ahora iba a empezar aquello de verdad, después de tanto agotarnos con anticipaciones y preludios, y ya no habría más retrasos o treguas, ya no quedaba ni un solo minuto. Ahora había que bajar del tren y en cuanto pisáramos el suelo ya estaríamos en territorio militar. Se ponía uno su tabardo de universitario rojo, se echaba al hombro el petate, ya con un atisbo de familiaridad en los gestos, tal vez miraba su cara ya extraña en un cristal, en el espejo del lavabo, la cara más joven y como encrudecida por la falta de barba, porque me la había afeitado tan sólo unos días atrás, la expresión que la mirada y los rasgos habían ido adquiriendo a lo largo del viaje sin que uno fuera consciente de ese cambio, porque nuestra cara y nuestros ojos obedecen misteriosamente a estados de espíritu que aún no han emergido a la conciencia, así que a veces lo que estamos viendo en un espejo nos sorprende tanto porque es una profecía.

Nos empujábamos en el pasillo del vagón, ya con una zafiedad de amontonamiento cuartelario, y aún se oían algunos gritos y bromas, el último chiste de uno de esos individuos que en cualquier viaje colectivo adoptan desde el principio el estatuto de graciosos, sin que les falte nunca un coro de reverencia lacayuna, pero hasta los graciosos y los reclutas más vocacionales habían acabado por callarse, y casi no oíamos nada más que el roce de nuestras pisadas y de nuestros cuerpos. Al más gritón y al que más había bebido, al que con más desenvoltura había manifestado sus conocimientos previos de lenguaje de cuartel, se le ponía de pronto, mientras bajábamos hacia el andén, una cara de sobriedad y de aislamiento íntimo, de resaca amarga, un confrontarse consigo mismo, con su debilidad y su miedo, con la ausencia de público. Las bromas, gastadas como las caras, usadas como las ropas, el aire y el plástico de los asientos, se habían extinguido, y en su lugar, ocupado al principio por el silencio, por el rumor de cuerpos empujándose en el pasillo tan estrecho, de petates arrastrados, empezaron a oírse pocos minutos más tarde los primeros sonidos verdaderos de nuestra vida militar, los pasos rígidos sobre el andén, las órdenes ladradas, el ruido unánime de las manos cayendo sobre el hombro del que estaba delante cuando nos hicieron ponernos en fila y nos ordenaron cubrirnos.

Amontonados en el andén, queriendo torpemente alinearnos, con nuestra caras de tren, con nuestras ropas maltratadas por una noche y un día de viaje, con una expresión unánime de ansiedad que acentuaban las sombras grises en los rostros, obedeciendo con dócil rapidez y completa ineficacia a los soldados de cascos blancos y correajes blancos que nos ordenaban formar, teníamos todos una indignidad como de civiles en tiempo de guerra, de prisioneros o deportados, tan obedientes y cabizbajos, con los petates al hombro, con las cabezas hundidas o demasiado levantadas y una parodia cobarde de marcialidad en los gestos: alinearse según estaturas, gritaban los policías militares, cubrirse extendiendo los dedos hasta rozar el hombro del que está delante sin apoyar la mano en él, firmes, numerarse, descanso. A los veintitrés años, en un andén helado, yo me veía haciendo algo que no había hecho desde que tenía diez u once, desde que formábamos todas las mañanas en el patio de la escuela para izar bandera y cantar himnos. Era uno de los primeros indicios del regreso a la infancia que estaba a punto de empezar, y que alcanzaría muy pronto su paroxismo de desvalimiento y pavor en las primeras semanas de instrucción.

Gritos de órdenes, silbatos, ruido de manos cayendo sobre hombros, resonar de pisadas que saltan hacia la posición de firmes, caras hostiles y afeitadas bajo las viseras de los cascos blancos, iracundas barbillas, miradas de desprecio y serena frialdad: los soldados que nos habían recibido eran los que nosotros íbamos a ser unas semanas más tarde, simples soldados de reemplazo, pero nosotros tendíamos a verlos grandes y temibles, investidos de la autoridad inapelable de lo militar, y ellos se complacían en el malentendido. Los galones del cabo primero que mandaba el pelotón nos parecían tan amenazadores como las insignias de un oficial. Los correajes, las polainas, los bastones blancos, las iniciales PM en los cascos, les daban un aire de policías militares de película americana. Nos empujaban, nos señalaban el punto donde debía empezar la formación, interrumpían una fila con un gesto tajante, la enderezaban a gritos, parecía que la moldeaban como si hubiéramos perdido nuestra consistencia individual para convertirnos en una sustancia maleable, en una multitud con pasividades de rebaño.

En fila fuimos subiendo a los autobuses que nos esperaban, y cuando éstos se pusieron en marcha y dejamos atrás la estación y luego las vagas calles mojadas y ya casi nocturnas de Vitoria volvió a hacerse más profundo el silencio: sólo se oían, en la radio del autocar, las transmisiones deportivas del domingo por la tarde, los anuncios de coñac y las letanías de los locutores de fútbol. Era uno de esos atardeceres morados de octubre en los que la noche parece que se cierne con una gravitación cóncava antes de que haya oscurecido, un atardecer nublado, con mucho viento, sin lluvia, con olor a humedad, un atardecer inmemorial de comienzo de curso y de aviso triste de la llegada del invierno, sobre todo en aquella latitud, en la desconocida Vitoria, que tenía, como Burgos, algo de ciudad del siglo XIX, de capital de novela con clérigos, funcionarios y mujeres adúlteras, de Vetusta otoñal. Por primera vez en mi vida yo había entrado en el País Vasco, pero el paisaje, en las afueras de la ciudad, seguía siendo castellano, una llanura parda que se combaba en el horizonte hacia colinas desnudas, hacia unos rojos y violetas de anochecer melodramático.

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