Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Por las calles se veían carteles políticos colgados de las farolas en los que se alternaban dos palabras escritas con letras tan grandes que acentuaban su brevedad y su rareza, pues no sonaban a ningún idioma conocido: EZ y bai. A medida que nos alejábamos de la parte antigua la ciudad se transfiguraba en un bronco suburbio con bloques de pisos entre desmontes pelados y muros de cemento que a veces eran frontones de pelota vasca y en los que había grandes pintadas en euskera, palabras que al cabo de unos meses ya me serían familiares: ETA y EZ, sobre todo, GORA ETA MILITARRA, LEMOIZ EZ, NUKLEARRIK EZ, TXAKURRAK KANPORA, GREBA OROKORRA. Yo creo, aunque no me acuerdo, aunque sin duda invento para suplantar un vacío absoluto de la memoria, que no hablaba con nadie en aquel autobús pintado de color verde oscuro, que sólo miraba el progreso lento de la oscuridad sobre las llanuras de Álava.

El campamento estaba varios kilómetros más allá de Vitoria, en una colina baja, pudimos ver desde muy lejos, en un páramo rodeado de vallas de alambre espinoso en cuya parte más elevada se veían las instalaciones militares, los campos de instrucción, los edificios de ladrillo de las compañías, con su monotonía de arquitectura penitenciaria, el solitario pabellón donde habitaba el coronel, con la bandera española ondeando en lo más alto, batida por el viento feroz, como un desafío triste y fantasmal a la llanura desierta, pedregosa y estéril que iba a ser durante varias semanas el único paisaje de nuestras vidas.

Policías militares con metralletas vigilaban la puerta de entrada, que recuerdo dominada por una torre metálica con reflectores. En una explanada muy grande y casi a oscuras bajamos de los autobuses y nos hicieron formar, con los mismos gritos y malos modos de la primera vez, una monotonía de órdenes que ya empezábamos a cumplir con el sonambulismo de la obediencia automática. Pero en medio de aquella extrañeza, de la fatiga, del aturdimiento, en aquella explanada en la que otros soldados nos hacían alinearnos a empujones y en la que nosotros mismos nos sentíamos desterrados de nuestras vidas anteriores, el primer signo indudable de que ya estábamos en el ejército fue el olor inmundo que el viento traía desde las cocinas. Ese olor yo lo conocía de antes, de una sola vez en un solo lugar, en marzo de 1974, en Madrid, en los sótanos de la Dirección General de Seguridad, y era el olor infame de la comida de las cárceles.

11
{"b":"88348","o":1}