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X.

El nombre había sido casi lo que más impresión hacía de aquel Regimiento, Cazadores de Montaña, que cuando lo leí por primera vez, aún en Vitoria, en la tarjeta que me dieron el día antes de la jura de bandera, me sugirió novelesca y amenazadoramente una fortificación en la ladera o en la cima de alguna montaña, en los Pirineos, en la linde con Francia, a donde el regimiento fue enviado un poco después de que yo me licenciara, por cierto, con la misión, decían, de impermeabilizar la frontera, de vigilarla para que no se infiltraran a este lado los comandos etarras que por aquellos años se daban una vida tan regalada en el país vasco-francés.

Cuando lo supe, ya relativamente a salvo del ejército, pero desorientado todavía en la vida civil, me pregunté qué clase de impermeabilización, palabra ya en sí laboriosa, habrían podido llevar a cabo mis compañeros de armas en las estribaciones boscosas de los Pirineos, con sus cetmes viejos, que o se disparaban solos y mataban a alguien o se quedaban encasquillados o tenían tan torcido el punto de mira que jamás daban en el blanco, con la costumbre inveterada del apoltronamiento y del escaqueo, compartida universalmente por mandos y soldados, que nos convertía a todos en una máquina formidable de ineptitudes y desastres.

A quienes decidieron aquella misión, en la que yo me salvé por unas pocas semanas de participar, a los altos cargos del Ministerio de Defensa o de la Capitanía General de Burgos, les debió de pasar como a mí, que se dejaron seducir por el largo nombre épico de la guarnición, Regimiento de Cazadores de Montaña Sicilia 67, antiguo Tercio Viejo de Sicilia, lo cual sugería al mismo tiempo los heroísmos de los tercios de Flandes y una modernidad de fuerzas de intervención inmediata, de comandos alpinos, de escaladores y esquiadores buscando al enemigo por los precipicios de los Pirineos, combatiendo con sagacidad y nervio guerrillero a los canallas impunes que bajaban de Biarritz o de San Juan de Luz por una cómoda autopista sin controles aduaneros y mataban a alguien en San Sebastián de un tiro en la cabeza, lo dejaban desangrándose en una acera ancha y transitada, huían tranquilamente a pie hacia el coche y volvían a casa a tiempo para el sano poteo con la cuadrilla y la cena en familia, durante la cual verían tal vez la noticia ya rutinaria del atentado en los telediarios españoles, tan confortables ellos en sus destierros en el sur de Francia, en Iparralde, donde se acogían al estatuto de refugiados políticos.

Pero en lo único que se nos notaba a los Cazadores de Montaña que lo éramos era en el uniforme de franela verde oscuro y en las botas de suela más gruesa de lo normal que nos daban en invierno, y quizás también en una propensión montañera a las barbas feraces, lo mismo entre los soldados que entre los oficiales: en el cuartel, la democracia y la constitución se notaban sobre todo en que estaban permitidas las barbas, y lo cierto era que en el Hogar del Soldado o en la sala de oficiales se veían más rostros barbudos que en una facultad de ciencias políticas o en un bar de Herri Batasuna.

Si en el campamento habíamos ido disfrazados de reclutas tristes de posguerra, en el cuartel nos disfrazaban de cazadores de montaña, y es posible que la sola fuerza del nombre y del uniforme, de la franela espesa para resistir el frío y de las botas con suela de neumático para escalar riscos y pisar nieve helada, impulsara a nuestros superiores a enviarnos de vez en cuando a una montaña de verdad, no por ningún motivo práctico, pues aún no se le había ocurrido a nadie en Madrid o en Burgos que aquel regimiento pudiera tener alguna utilidad militar, sino cumpliendo el principio de irrealidad claustrofóbica y reglamentada en el que todos vivíamos, no sólo los mandos, sino también los soldados, a los que se nos contagiaba sin que nos diéramos cuenta una parte degradada y residual de las fantasmagorías castrenses.

Había, pues, una montaña, de la misma manera que había un cuartel y un monolito, y la instrucción de los cazadores de montaña no estaba completa hasta que no ascendían a ella. De modo que una de nuestras primeras noches en el cuartel, durante la formación de retreta, cuando todas las compañías se alineaban geométricamente en torno al monolito o manolito, también llamado monumento a los Caídos, que era el tótem corintio de nuestros heroísmos guerreros, el sargento de semana, después de pasarnos lista, leer los servicios y las efemérides (en las que nunca faltaba, por cierto, la de alguna hazaña del ya extinto caudillo), el menú del día siguiente y el valor calórico-energético de la papeleta de rancho, y antes de que la orden de rompan filas provocara en nosotros el grito ritual de alegría (¡aireeee!) y la estampida hacia los dormitorios, nos comunicó a los nuevos, no sin una sonrisa de condescendiente sadismo, que nos fuéramos preparando, porque a la mañana siguiente marchábamos de maniobras a nuestra montaña particular, que se llamaba Jaizkibel y venía a ser, como el cuartel, una isla de soberanía militar y española en medio de la hostilidad del País Vasco. Cerca de mí se oyó murmurar la voz de un veterano:

– A mí me jodería.

Esa era otra frase acuñada del idioma militar, y servía de réplica en un número inusitadamente amplio de circunstancias, siempre que a alguien le ocurría algún desastre o contratiempo del que uno, por casualidad o por astucia, se había escapado. Era una expresión a medias de alivio y a medias de burla hacia las desgracias de otro, y aunque muchos de los recién llegados la usaban en realidad formaba parte de las prerrogativas verbales de los veteranos, los cuales, en su grado más alto, el de bisabuelos, adquirían también el derecho casi nobiliario a hablar de sí mismos en tercera persona:

– El bisa va a sobar a la piltra -anunciaba uno, bostezando y rascándose la nuca debajo de la gorra mugrienta, y se retiraba a su camareta con una dignidad perdularia, seguido por las miradas admirativas de los nuevos, que tomaban nota de cada una de las palabras usadas por el veterano, a fin de incorporarlas al propio idioma y usarlas cuanto antes para humillar a los que llegaran tras ellos.

– A ver, conejo, cuánta mili te queda.

– Más o menos un año…

– A mí me jodería.

Tal como había anunciado el sargento, a la mañana siguiente, a las ocho, después del desayuno, que al menos era más sustancioso y sosegado que el del campamento, los padres, abuelos y bisabuelos de la compañía que estaban fuera de servicio se dieron el gusto de ver cómo los conejos nos preparábamos para salir de maniobras, para cumplir en la temible montaña de Jaizkibel, de la que todo el mundo contaba barbaridades, nuestro destino de cazadores de montaña. Nos hablaban de vientos homicidas que derribaban a los hombres durante las escaladas y de tormentas de nieve en medio de las cuales se extraviaban soldados inexpertos que aparecían luego congelados. Se afanaba uno preparando su equipo de guerra, el que le acababan de asignar, la mochila, el saco de dormir, los cubiertos, la bandeja de estaño, los vasos y platos de metal, que nos envolvían en un ruido de buhoneros, el casco, que no nos habíamos puesto nunca, y que tendía a estarnos demasiado grande y a bailarnos lastimosamente en la cabeza, los cargadores, el cetme completo, al que ya todos llamábamos el chopo, el machete, la ropa de invierno, para no morirnos de frío en la cima de aquella montaña, las camisetas de felpa, los calcetines de lana picante, los pijamas de franela traídos de nuestras casas. Los cabos y los cabos primeros llevaban subfusiles, o metralletas, según la terminología ignorante de la población civil, y los oficinistas, por algún motivo misterioso, iban a la temible montaña armados con pistolas, pero pistolas de madera, rudamente talladas y barnizadas y enfundadas en las pistoleras que se ataban al cinto.

Los cabos, los cabos primeros y los sargentos pasaban ladrando órdenes entre las camaretas, en la furrielería y en la armería se agolpaba un tumulto de soldados en busca de armas o de municiones o de cascos. La urgencia se volvía angustiosa, como antes de la jura, había que ordenarlo y que guardarlo todo y a mí todo se me perdía y se me acababan los minutos antes de bajar a formación. Ya estaba sonando la corneta y yo aún no había pasado los cordones por las hebillas infinitas de mis botas nuevas de montaña, pero ese toque no era para nosotros, me tranquilizaba, reconocía sus notas, que estaban anunciando la llegada del coronel al acuartelamiento. A lo mejor un veterano que andaba escaqueado con una escoba y un recogedor por las honduras de las camaretas se me quedaba mirando, siguiendo con los ojos mis carreras de un sitio para otro, de la taquilla a la mochila, y murmuraba como una condolencia, rascándose la barba o la nuca:

– ¿Adonde vas con tanta prisa, conejo?

– A Jaizkibel.

– A mí me jodería.

Y a mí también, y a todos, supongo, salvo a algunos perturbados y algunos fanáticos, como el Chusqui, aquel cabo primero vocacional que se había reenganchado al terminar su mili y que era tan bruto que nunca aprobaba los exámenes de ingreso en la academia de sargentos. El Chusqui, algunos tenientes y capitanes jóvenes, algunos sargentos atléticos y chulescos que ostentaban pequeñas banderitas españolas en las correas de los relojes, agradecían la llegada de las maniobras, de la subida a Jaizkibel, como una liberación de la rutina cuartelaria, del encierro nada heroico en el que vivían los militares en San Sebastián, rodeados por un paisaje que para la mayor parte de ellos era extraño y de una población hostil, amenazados, en peligro siempre de recibir un tiro o de saltar por los aires al encender por la mañana el contacto del coche. Si la vida militar era la preparación y la espera de algo que nunca sucedía, las maniobras tenían para los oficiales y los sargentos más jóvenes o más fervientes como un grado mayor de aproximación a la guerra, y allá se los veía excitados y enérgicos por el patio, apenas reconocibles todavía para mí, no individualizados, resumidos en la apostura idéntica, en los gritos, en los ademanes de las órdenes, frenéticos y extraviados en el desorden que ellos mismos agravaban con sus interjecciones, tratando de organizar aquel escándalo de compañías que formaban con todos los pertrechos, de camiones y jeeps que no acababan de alinearse, de piezas de artillería ligera, de remolques con la cocina de campaña, de mulos, mulos antiguos y tranquilos que cargaban las ametralladoras desmontadas y las cajas de municiones, mulos grandes y fuertes, como en la batalla del Ebro, como en la del Marne, imagino, sólo que a finales de 1979, en el Regimiento de Cazadores de Montaña Sicilia 67, antes llamado Tercio Viejo de Sicilia, parte del cual se disponía a salir de maniobras en una mañana húmeda y luminosa de diciembre con el mismo imponente despliegue de soldados, armas y vehículos que si se dirigiera hacia un campo de batalla, a la confrontación sanguinaria y heroica en la que la Infantería cargaba siempre con la parte más dura, pero también la más gloriosa, la definitiva, la que decidía, a pesar de todos los avances tecnológicos, el curso de una guerra.

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