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Y allí íbamos nosotros, infantes o conejos, obedeciendo órdenes con prontitud desorientada y mecánica, firmes, ar, de frente, ar, derecha, ar, paso de maniobra, ar, cargados como buhoneros, lentos como galápagos bajo el peso de las mochilas y los cetmes, desfilando delante del coronel al son del himno que tocaba la banda, ardor guerrero vibra en nuestras voces, nosotros, la fiel infantería, la celebrada carne de cañón, subiendo a los camiones que ya temblaban con los motores en marcha y nos sofocaban de humo negro, porque también eran camiones viejos, aunque no de la batalla del Ebro ni de la del Marne, pero sí de muy ruidosos mecanismos, con los frenos inseguros y la suspensión inexistente, camiones altos, con una aterradora propensión a volcar en las curvas, o al menos a inclinarse cortándonos la respiración, sobre todo si los soldados veteranos que los conducían daban en la gracia de asustar a los pelotones de conejos que viajábamos en ellos, amontonados como ovejas, sentados bajo las lonas con remiendos sosteniendo nuestros fusiles entre las piernas y viéndonos ridículos los unos a los otros con nuestros cascos torcidos y también anacrónicos, pues su forma era idéntica a la de los cascos alemanes de la Segunda Guerra Mundial…

Era nuestro segundo o tercer día en el cuartel y el primero en que salíamos más allá de los muros de ladrillo y de los portalones herrados, de modo que el paisaje que vimos al cruzar el puente sobre el río me pareció casi desconocido a la luz de la mañana. Aún quedaban rastros de niebla en el aire, una opacidad parda y azulada en las orillas boscosas, pero hacía una mañana magnífica de luz invernal, y en las laderas verdes y suaves de los cerros se levantaba un vapor de tierra fértil, como de estiércol calentado por el sol. Algunas veces olía intensamente a mar y se escuchaban sobre nuestras cabezas graznidos y aleteos de gaviotas que volaban hacia el interior siguiendo el cauce del río.

Íbamos en dirección a la frontera, alejándonos de San Sebastián, un convoy largo y lento de camiones con toldos verde olivo que iban dejando tras de sí nubarrones de humo negro y cantos golfos de soldados que se convertían en bramidos si aparecía una chica caminando por una acera o conduciendo un coche con el propósito impaciente de adelantar a la columna de vehículos militares. Levantaban los toldos, agitaban las gorras o los cascos, silbaban, chillaban como simios, formulaban a gritos hipótesis sobre el humedecimiento de las bragas que habría provocado en ella nuestra aparición, competían por sugerirle las más diversas posibilidades y posturas sexuales, y cuando el coche conducido por la mujer sola adelantaba por fin o el semáforo donde nuestro camión había estado detenido se ponía en verde y ya perdíamos de vista a la que iba por la calle, aún quedaba atrás como un eco del bramido militar, tan espeso y tan irrespirable e insalubre como la humareda negra de los tubos de escape.

Sentado en la caja del camión, entre el tumulto de mis compañeros de armas, yo procuraba eludir, como algún otro soldado silencioso cuya mirada se cruzaba conmigo, el sentimiento de vergüenza, no sólo vergüenza ajena, sino también propia, porque en aquellas circunstancias yo estaba sumergido en la brutalidad tan plenamente como si la secundara, y si una de las mujeres a las que mis vehementes compañeros de armas dedicaban piropos alzaba la vista y veía mi cara entre las que se asomaban por la parte trasera del camión no habría tenido motivos para distinguirla de las otras, ni para exceptuarme a mí de la ira y del oprobio que sin duda sentía.

Cruzando broncos suburbios industriales con bloques de pisos ennegrecidos y murallones de cemento en los que se repetían pintadas en euskera y grandes carteles con fotos en blanco y negro de presos etarras no era difícil imaginarse que de verdad pertenecíamos a un ejército que se desplegaba por un país en guerra, ni costaba nada percibir la hostilidad en las caras de la gente que se detenía al ver pasar nuestro convoy. Grandes pancartas tendidas sobre la calle, de balcón a balcón, parecían desafiarnos exactamente a nosotros: GORA ETA MILITARRA, TXAKURRAK KANPORA, INDEPENDENTZIA.

Desaparecían los edificios y los murallones con pintadas, y sin mediación ni previo aviso ya estábamos otra vez en medio de un paisaje del todo rural, de una quietud arcádica, casi con el aire de confortabilidad que tiene el campo en un país escandinavo, pero apenas se había acostumbrado la mirada a los tejados ocres de los caseríos, a las chozas de heno, a las arboledas umbrías, a la ondulación perfecta de una pradera en la que pastaban vacas solemnes, incluso notariales, la clase de vacas que ya no deja de ver quien viaja hacia el norte por las extensiones verdes y lluviosas de Europa, de pronto el paisaje parecía reventado y asolado por un apocalipsis, por alguna barbaridad de cemento, los pilares de hormigón del puente de una autopista, los hangares y las maquinarias y los taludes de escoria de una acería abandonada, una brutal ciudad dormitorio, un río de espumas negras y agua pestilente junto a una fábrica de papel o una planta química: así vi una vez, desde lejos, varios meses más tarde, surgiendo en medio de un paisaje que se ondulaba hacia el mar, las alambradas y las zanjas inmensas y las torres ciegas de cemento de la central nuclear de Lemóniz, rodeada por garitas de vigilancia en las que se veían siluetas encapotadas de guardias civiles con tricornio.

Pero ahora ascendíamos, nos alejábamos hacia el nordeste, por carreteras cada vez más estrechas, viendo una franja de mar cada vez más amplia y más difuminada en niebla azul, deslumbrada por el sol, y en vez de entre colinas suaves e iguales con praderas brillantes y manchas de caseríos estábamos internándonos en un territorio más despoblado y más abrupto, con un aire más transparente y frío. Costeábamos la ladera de una montaña que tal vez ya era Jaizkibel, y desde la boca trasera del camión veíamos extenderse el país onduladamente hacia los valles ya muy lejanos y el mar. En cada curva el camión se inclinaba y crujían los neumáticos, y una vez caía hacia adelante una fila de soldados y otra la contraria, y si no andaba uno con cuidado se le escapaba el fusil o un cargador o la mochila y tenía que recuperarlo a gatas, conteniendo las nauseas y sujetándose donde podía cuando en la siguiente curva el camión se volcaba de nuevo, y procurando entonces no mirar hacia afuera para no morirse de miedo y de vértigo ante los precipicios que se abrían a unos centímetros de nosotros.

Pero yo ya no sentía el desvalimiento que me había lacerado y amargado en Vitoria, la angustia de ser débil y estar perdido sin remisión, de haber sido despojado de identidad y de nombre. Ahora, al menos, llevaba el mío, y había comprobado que me era posible sobrevivir, y contar y tachar los días que iban acortando mi cautiverio: casi dos meses habrían pasado muy pronto, y estaba claro que el único secreto era aguantar, y que uno aguantaba, no por astucia ni coraje, sino por el puro instinto de adaptarse a todo, de anestesiarse o endurecerse en la adversidad, de limitar el mundo al ámbito mezquino en el que por ahora tenía que vivir.

Pero quizás lo que ahora me hacía más fuerte, como a todos, no era tanto la capacidad de resistir como el hecho gradualmente obvio de que la instrucción militar estaba cumpliendo sus propósitos. En la cima de Jaizkibel, en una explanada rodeada de barracones prefabricados y presidida por un mástil en el que una inmensa bandera roja y amarilla restallaba al viento del Cantábrico, los recién llegados al regimiento de montaña saltamos de los camiones con chapucera prontitud de aprendices de comandos y formamos por compañías alrededor de la bandera con caras pálidas de mareo y de hambre, más demacradas por los principios de barba que casi todos habíamos empezado a dejarnos.

Desde aquel momento, y hasta que a las diez de la noche, una hora antes de lo habitual, sonó el toque de silencio y se apagó la luz en los barracones, no tuvimos más descanso que el de la media hora que nos concedieron para almorzar, y a la mañana siguiente, antes del amanecer, ya estábamos corriendo por laderas y riscos en pantalón de deporte, y luego reptando y disparando los cetmes y desollándonos las rodillas y los codos, y más tarde disparando ráfagas de subfusil o aplastándonos contra el suelo para que las ráfagas que disparaban otros no nos dieran, o lanzando granadas de mano hacia un barranco en el que retumbaban las explosiones como los truenos de una tormenta.

Durante unos días, en la cima de aquella montaña tan apartada del mundo real como el Sinaí, de aquel monte simbólico que parecía existir tan sólo para justificar el nombre y la propia existencia de nuestro regimiento, fuimos cazadores de montaña, soldados alpinos, disciplinados y gregarios ermitaños, salvajes hambrientos que se lanzaban hacia las grandes ollas de potaje humeante como búfalos hacia un abrevadero, gañanes devastados por el agotamiento que se desplomaban sobre los colchones y se dormían instantáneamente, y roncaban y carecían de sueños y despertaban otra vez a las ocho de la mañana y salían corriendo, sin el menor pensamiento ni recuerdo, para formar a la luz morada del amanecer, tiritando de frío, viendo surgir sobre una sucesión fantástica de montañas azuladas que ya pertenecían a Francia la primera claridad del sol. Cuando nos pasaban lista gritábamos ¡Presente! con una furia que habíamos desconocido hasta entonces, la misma con la que gritábamos ¡Aire! al romper filas o ¡A mogollón! o ¡Maricón el último! cuando aparecía a última hora de la tarde la furgoneta de los bocadillos, el tabaco y las bebidas.

En Jaizkibel nos enseñaban a luchar cuerpo a cuerpo, a derribar al improbable enemigo golpeándole la cara con la culata del cetme o clavándole en el estómago la bayoneta, y lanzando justo entonces un grito de agresión que las primeras veces daba mucha vergüenza emitir, porque era como esos gritos que lanzan los luchadores de kárate o de judo, de modo que echaba uno el cuerpo hacia adelante y esgrimía el fusil sin ninguna convicción, sin mirar a los ojos del contrario, para no morirse de risa o no enrojecer de vergüenza, y el grito apenas le salía del cuerpo, y eso con mucha dificultad, pero entonces se le acercaba el sargento instructor y ordenaba, ¡más fuerte, maricones, que no se os oye, que parecéis gatos maullando!, así que para que no lo arrestaran uno tenía que dar un salto al frente con una teatralidad de samurai y lanzar un grito rabioso, que se confundía entonces con los gritos de todos los demás, con el estrépito de las armas que chocaban entre sí y los gritos no menos feroces ni roncos de los instructores.

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