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– Ésos lo llevan claro: van a limpiar retretes.

– Son enchufados, seguro que los mandan de oficinistas al gobierno militar.

– Van a hacerles un reconocimiento médico.

– Son testigos de Jehová. Seguramente van a licenciarlos porque su religión les prohíbe llevar armas.

Desaparecían, y regresaban al cabo de minutos o de horas, sin contar nada preciso, como enfermos a quienes el médico no les ha dado un diagnóstico claro. Desaparecían o desaparecíamos, porque una vez mi nombre también estuvo en una de esas listas, y temblé igual que los demás (o más que muchos de ellos, pues no creo que me deba incluir entre los menos cobardes), pensando que ahora sí que iban a darme un puesto de oficinista o de intérprete o que se habían enterado de mi récord inverso durante los ejercicios de tiro y me iban a devolver al campamento. El miedo más radical estaba siempre dentro de uno, aletargado en las horas o días de aburrimiento, dispuesto siempre a irrumpir con rápida crudeza, como un dolor que desaparece y casi se olvida hasta que de pronto vuelve su punzada: me quedaba distraído en el patio, fumando un cigarro mientras esperaba a que me llamaran para una prueba de mecanografía, en uno de aquellos paréntesis de tiempo baldío a los que aún no me acostumbraba, y de pronto oía un grito, y regresaba al mundo y alzaba los ojos y era que alguien con galones en la bocamanga me estaba maldiciendo porque yo no lo había saludado cuando pasaba junto a mí, y yo tiraba el cigarro y me ponía firme y me ardía la cara, me llevaba la mano derecha a la gorra, murmuraba, a la orden, y aquel tipo me gritaba que lo repitiera más alto, a la orden qué, decía, y entonces yo me daba cuenta de que ni siquiera se trataba de un sargento, sino de un cabo primero, a la orden, mi primero, y el tipo apretaba el puño y me golpeaba con una especie de suave o cautelosa crueldad en el centro del pecho, ten cuidado conmigo, ten cuidado conmigo porque si no lo llevas claro: se erguía, se calaba aún más la gorra sobre los ojos, me miraba de un modo que me hacía acordarme de la mirada de Clint Eastwood en algún polvoriento spaguetti western, daba la vuelta, con las manos a la espalda, y se alejaba a grandes zancadas, haciendo como que no oía las burlas y hasta las risas mal contenidas de los veteranos.

Era el idiota del cuartel, supe enseguida, un militar vocacional, un reenganchado, el Chusqui, un chusquero, un atravesado y una mala bestia, el cabo primero de la Policía Militar. Era una sabandija, era más bajo y seguramente tenía menos años que yo, pero no por eso a mí me había asustado menos, y si la tomaba conmigo podía amargarme un año entero de mi vida, con aquella potestad aterradora e impune de la que se investía cualquiera que ostentase un grado mínimo de autoridad, un miserable galón rojo y amarillo de cabo primero. Estaba recuperándome todavía de aquel amargo sobresalto cuando de nuevo el corazón me dio un vuelco en el pecho: alguien gritaba mi nombre, porque me había llegado el turno para la prueba decisiva de mecanografía.

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