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Advertíamos algunas noches, después del toque de silencio, cuando la compañía llevaba largo rato a oscuras y sólo se escuchaban en ella los ronquidos usuales y los pasos lentos del imaginaria, que entraba alguien, el Chusqui, y pasaba entre las camaretas llamando en voz baja a algunos soldados, los protegidos del sargento Martelo, el bocazas Lacruz y el sinuoso Ceruelo, y éstos se levantaban y se vestían rápidamente y en silencio, pero no con el uniforme de faena, sino con ropas civiles. Salían del cuartel por alguna de las puertas traseras, nos contaban nuestros amigos que estaban de guardia, y en la calle ya los esperaban uno o dos coches civiles con los faros apagados.

Una mañana, de vuelta a la oficina después de recoger el Diario Vasco, Pepe Rifón me señaló una noticia que venía en primera página: la noche antes, en las fiestas de un pueblo, la gente se había enfrentado a unos provocadores del Batallón Vasco-Español, poniéndolos en fuga a todos, salvo a uno que resultó más belicoso o temerario, y que acabó arrojado al río después de que lo obligaran a soltar la pistola que esgrimía dándole un mordisco en el brazo. Aquel día el sargento Martelo no se presentó en el cuartel: llamó por teléfono para ordenarnos que le hiciéramos un parte de baja. A la mañana siguiente llegó aún más cabizbajo y hosco de lo habitual, con unas gafas oscuras, más opacas que las Rayban que usaban todos siempre, y estuvo mucho rato encerrado en la oficina del capitán. Con la valija diplomática bajo el brazo Pepe Rifón estuvo rondando un rato por las inmediaciones, como si aguardara con cierta urgencia al capitán para pasarle un papel a la firma.

– Ahora te fijas en la pistolera de Martelo cuando salga -me dijo conspirativamente-. Está vacía.

Martelo salió del despacho del capitán con la cara del color de la cera, moviéndose por nuestra oficina con una inquietante agitación de escualo, apretando los dientes y respirando por la nariz con un ruido exagerado que le daba de pronto un aire de puerilidad, un descrédito de adolescente mal criado y rabioso: tras los cristales de las gafas se entreveía un ojo hinchado y negro, y en su antebrazo izquierdo tanto Pepe Rifón como yo distinguimos con nitidez, espiándolo mientras fingíamos trabajar con diligencia y mansedumbre, las señales moradas de un mordisco.

En Martelo había algo más peligroso que su fanatismo ideológico militar: un rencor absoluto. El capitán era hijo y nieto de generales con largos apellidos compuestos, y cultivaba en sus modales y en el cuidado de su uniforme una mezcla de energía y dandismo, de autoridad sin gritos e indolencia benévola. Algunas veces, cuando yo entraba en su oficina, lo encontraba leyendo, y no el Diario Oficial, sino un libro, lo cual ya era inusitado, y le gustaba preguntarme algún dato menor de historia o de literatura, sin duda para hacerme saber que tenía presente mi condición de licenciado universitario, y que él de algún modo la compartía. No niego que esas preguntas me envanecían tontamente un rato, produciéndome la emoción abyecta de merecer la confianza de un superior.

El capitán tenía veinticinco años, estudiaba inglés y seguramente se complacía imaginando que era un militar europeo, un oficial británico con botas de montar, pantalón abolsado y cinta roja sobre la visera de la gorra; el teniente Postigo o Castigo era un temible niñato, un pijo al que le temblaba siempre la mandíbula, como revelando el latido de una impaciencia feroz por ser unos centímetros más alto y ascender en el escalafón lo más rápido posible («de los tenientes y de los chinos», recitaba el brigada Peláez, «pueden esperarse los mayores desatinos»); el sargento Valdés, con su tamaño de boxeador y sus balandronadas de macarra, era una mala bestia, pero una mala bestia feliz, que exultaba una violenta arrogancia física, una satisfacción de ser quien era y como era muy parecida al narcisismo subnormal de un campeón culturista.

Comparado con ellos, Martelo poseía como una parodia de vida interior. A diferencia del tumultuoso Valdés era capaz de una contención helada, incluso de unas ciertas maneras: Valdés, como los demás sargentos, como el Chusqui y mi brigada Peláez, era un plebeyo, y estaba destinado por tanto a las lentitudes humillantes de la carrera de suboficial, pero Martelo pertenecía por su nacimiento a la otra casta, la de los oficiales, era hijo de un general del Estado Mayor, y a la edad que tenía, veintiséis o veintisiete años, debería ser ya capitán: pero había sido desde niño un estudiante pésimo, me explicaba con sorna malévola el brigada Peláez, tan torpe para los libros como para la gimnasia, y después de que lo humillaran varias veces con calificaciones ínfimas en las pruebas de acceso a la academia de oficiales, su padre, el general, le obligó a presentarse a las de sargento, y tal vez apeló en último extremo al peso de su influencia para que lo aprobaran.

Al sargento Martelo las cartas de su padre le llegaban a la oficina en sobres timbrados y por el conducto reglamentario. Desgarraba el sobre al abrirlo, miraba la carta con expresión torcida, la rompía en pedazos y la tiraba enseguida a la papelera. Una noche, en invierno, Salcedo, tras encerrarse bajo llave en la oficina, rescató una de aquellas cartas y tuvo la habilidad y la paciencia de reconstruirla pegando los fragmentos sobre una cartulina: era un catálogo de recriminaciones e insultos, pero estaba redactada con toda la frialdad formularia de un escrito oficial. Cuando el brigada Peláez o algún sargento poco belicoso se ponían a calcular el tiempo que les faltaba para ser destinados fuera del País Vasco, el sargento Martelo los interrumpía con un exabrupto glandular de heroísmo:

– Aquí se viene voluntario, mi brigada, con dos cojones, a defender a España, a meterles una pistola por el culo a estos terroristas.

A mí al principio, recién llegado yo a la compañía, la intensidad del odio con que me miraba y me hablaba el sargento Martelo me habían dado tanto miedo como una navaja que alguien esgrimiera cerca de mi cara. Poco a poco me di cuenta de que en aquel odio no había nada exactamente personal, porque Martelo odiaba a todo el mundo con el mismo encarnizamiento que a mí. Estaba claro que Valdés, por ejemplo, odiaba a los vascos y a los rojos, según propia confesión, y que el resto del mundo, en el que tampoco se fijaba mucho, le daba más o menos igual: Martelo odiaba a los vascos y a los rojos, pero también a los fascistas, que no le parecían lo bastante fascistas, a los civiles, por ser inferiores a los militares, a la mayor parte de los militares, por falta de verdadero espíritu militar, a su padre, por reprocharle siempre que se hubiera quedado en sargento, y a sí mismo sobre todas las cosas, por no haber sido capaz de alcanzar el rango que le correspondía. El rencor no era un rasgo o una debilidad de Martelo: era la forma misma que había adquirido su alma, la sustancia de la que estaba hecha su identidad personal.

Viéndolo acompañado por la breve cohorte de chulos y chivatos que se encerraban con él en el cuarto de los sargentos y que algunas noches lo acompañaban vestidos de paisano (el Chusqui era su obtuso edecán), Pepe Rifón y yo imaginábamos que ésas serían exactamente las caras y los ademanes de una cuadrilla de pistoleros fascistas saliendo en busca de presa, repitiendo un modelo invariable en todos los trances más negros del siglo, camisas negras italianos, bestias alemanas de las SA, falangistas españoles de 1936, colaboracionistas franceses con brazaletes de la Gestapo, ejecutores chilenos, argentinos o uruguayos en la gran marea de horror de los años setenta, que aún duraba por entonces: grupos de hombres jóvenes, aficionados a la crueldad y a las armas, intoxicados de jactancia masculina y de odio, viajando en automóviles sin identificación a altas horas de la noche, guardando pistolas y porras bajo las ropas civiles.

Vi cuadrillas así unos meses más tarde, cuando ya me había licenciado del ejército, la noche helada del 23 de febrero de 1981, agrupándose bajo un balcón de Granada del que colgaban la bandera roja y amarilla y la roja y negra de Falange, y me pregunté dónde estaría, qué estaría haciendo en ese mismo instante el sargento Martelo.

Dónde estará ahora mismo, mientras yo escribo y me acuerdo de él, catorce años más tarde, ya entrado en los cuarenta, calvo o con muy poco pelo, pues ya entonces lo tenía escaso, más bien gordo, sin duda, porque a pesar del uniforme y de la energía gimnástica que todos ellos afectaban se le veía blando de carnes, con una de esas caras redondas y de barba débil que incluso cuando ya se han descolgado mantienen una incongruencia de tersura infantil. Es posible, si se quedó en el ejército, que sea todavía brigada, él que tanto desprecio sentía hacia mi brigada Peláez, y que el transcurso del tiempo y el peso tremendo de tantos años de rutina militar le hayan embotado la furia nazi y mitigado su rencor hacia todo el mundo y hacia todo. Pero hay personas capaces de consagrar la vida íntegramente y sin desmayo al ejercicio del resentimiento.

Sobre el porvenir del sargento Valdés no tengo que hacerme ninguna pregunta: supe que murió, y cuando me lo contaron el final de la mili estaba todavía demasiado cerca como para no sentir el alivio de una postergada venganza. Me acordaba de aquel soldado que por culpa del sargento Valdés fue sometido a un consejo de guerra y cumplió un año de prisión militar, y regresó al cuartel con la cabeza rapada y sin la mitad de los dientes, hinchado, con una blancura lívida de difunto, tan ausente de todo como si se moviera por los pasillos enlosados y enrejados de un hospital psiquiátrico.

Me acordé de una noche, a finales de julio, delante del monolito, recién empezada la formación de retreta. Los bisabuelos de la compañía, el reemplazo de Salcedo, estaban a punto de licenciarse, así que vivían en un estado permanente de euforia alcohólica, en un delirio histérico de impaciencia, de felicidad aplazada, de atrevimiento y pavor: en el Hogar del Soldado trasegaban litros de cubata, de lumumba y de calimocho, pero los que entraban de guardia cumplían sus últimas horas de garita con una precaución maniática, con una atención supersticiosa a todos los detalles, para no quedarse dormidos y que los sorprendiera en una ronda el oficial de guardia, para que no se les disparara el cetme, para que nadie los pudiera acusar de negligencia o indisciplina.

Valdés estaba de sargento de semana: el cabo de cuartel dirigió la formación, pasó lista, nos leyó las efemérides militares y el menú del día siguiente, incluyendo el valor calórico-energético de la papeleta de rancho, falsificado sin duda por mi sucesor como escribiente de cocina, nos dio la orden de firmes y luego la de girar a la izquierda, a fin de que el sargento, tras recibir las novedades, pudiera mandarle que nos mandara derecha y descanso. Bajo la luz de los reflectores, velada tenuemente a esa hora por la niebla del río, los mismos movimientos y las mismas órdenes se repetían como ecos en todas las compañías formadas en el patio.

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