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El cabo de cuartel mandó firmes y se cuadró ante el sargento Valdés con un taconazo. Cuando más inmóviles estábamos alguien dio un traspié y se salió de la primera fila, canturreando algo: un bisabuelo borracho, con uniforme de paseo, con la boina torcida. Yo estaba varios puestos atrás, en una fila contigua a la suya, y lo había visto oscilar de espaldas, moverse inquieto, rascarse la nuca. También vi acercarse al sargento Valdés y oí el crujido de las suelas de sus botas en la grava: su cabeza y sus hombros sobresalían por encima de la estatura del soldado borracho, que intentó retroceder volviendo a la posición de firmes. Tenía dificultades para mantener el equilibrio: Valdés lo derribó de una bofetada. Todos lo vimos apoyar en la grava las rodillas y las palmas de las manos para ponerse en pie y escuchamos el ruido de su respiración mientras se levantaba. Valdés esperó a que estuviera de pie para darle in puñetazo en el estómago. Se le habían hinchado las venas del cuello y gritaba acercándose mucho a la cara del otro, que tenía la espalda encorvada y parecía no poder sostenerse sobre las rodillas. Le llamaba maricón y borracho, le ordenaba que se pusiera firmes, le golpeaba el pecho con el puño cerrado, le daba patadas en los tobillos, cada vez más fuera de sí, desafiándolo, diciéndole que si tenía cojones se defendiera, poniéndole la cara, anda, decía, si eres tan valiente pégame, borracho, maricón, que sois todos unos maricones, y le pegaba otra patada más fuerte, y adelantaba el pecho hacia él, con la camisa abierta, como presentándolo a las balas, venga, respóndeme, pídeles ayuda a tus amigos, míralos, gritaba ahora hacia nosotros, nadie sale en tu defensa, todos son tan maricones como tú.

Su propio sadismo lo excitaba, y ya no podía contenerse, lo emborrachaba y lo enloquecía la evidencia de su fuerza y la debilidad inerme del soldado que estaba frente a él, pues nada enciende más la crueldad de los canallas que la indefensión absoluta de sus víctimas, la potestad que eso les entrega de abusar de ellas hasta quedar exhaustos.

Nosotros asistíamos callados e inmóviles a aquella minuciosa vejación, y los gritos del sargento Valdés no daban tanto miedo como el ruido excitado que hacía al respirar. Poco a poco, el soldado había recuperado la verticalidad, y aunque lo veía de espaldas yo notaba que ya no estaba borracho, que agrupaba obstinadamente sus fuerzas para no caerse, para no responder, para no buscarse una desgracia cuando le faltaban uno o dos días para irse de allí y no ver nunca más la expresión desencajada del sargento Valdés.

Después de la orden de rompan filas el grito de ¡aire! estalló como si no hubiera ocurrido nada. El sargento Valdés le ordenó al soldado que se quedara en posición de firmes en el patio, y nadie tuvo el coraje de permanecer a su lado, o de hacerle un simple gesto de camaradería. Después del toque de silencio el sargento bajó al patio: desde la ventana de la oficina, con la luz apagada, lo vi acercarse a largas zancadas a la silueta que permanecía vertical y solitaria en medio de la casi oscuridad.

No lo golpeó: vi que hacía un gesto, ordenando algo, y que el soldado se arrodillaba, parecía que iba a tenderse, como en una actitud oriental de sumisión, pero enseguida comprendí lo que el sargento le había ordenado. Estaba haciendo flexiones, y en el silencio del patio se oía la voz del sargento, un, dos, un, dos, un, dos, cada vez más rápida, aunque el soldado era incapaz de sostener el ritmo, se quedaba aplastado contra el suelo, levantaba el cuello a la altura de las botas del sargento, era incapaz de no apoyar las rodillas y los codos para incorporarse. Cerré la ventana de la oficina y me negué a seguir mirando. A la mañana siguiente el bisabuelo castigado por Valdés tenía las dos manos vendadas: la grava del patio le había destrozado la piel.

Unos meses más tarde el sargento faltó durante varios días del cuartel. No tenía permiso ni había llamado para decir que estuviera enfermo. Nadie, ni sus compañeros de machadas en las fiestas de barrio y en los clubs de putas, sabía nada sobre su paradero. Lo encontraron en el apartamento de seductor macarra que tenía alquilado en un bloque de las afueras, tendido en la cama, desnudo, con la cabeza destrozada por un tiro. Se conjeturó la posibilidad del suicidio, o de un atentado terrorista. Pero ni apareció la pistola ni se supo nunca quién lo había matado.

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