Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Esmérate, paisano, rellénalo todo bien, que me mandan a un castillo.

Cuando más desesperado estaba un colega oficinista vino a salvarme, aquel maoísta del que Pepe Rifón se pasó toda la mili sospechando que era un confidente. Nos encontramos en la barra del Hogar, en un rato de escaqueo, y cuando él quiso derivar la conversación hacia asuntos políticos, como era su costumbre, yo le hice aún menos caso que otras veces, no ya por precaución, sino porque estaba obsesionado con los números de la cocina y casi deliraba con alucinaciones aritméticas. Mi colega maoísta se echó a reír cuando le conté la desesperación en que me encontraba y me dio un remedio instantáneo para ella, basado en su propia experiencia, porque unos meses antes a él mismo le había tocado el turno de escribiente de cocina:

– Invéntatelo todo -me dijo con perfecta seriedad-. Es la única manera de que cuadren las cuentas.

– ¿Al céntimo?

– Al céntimo. Invéntate las cantidades y los precios. Mucha azúcar y mucho aceite, por ejemplo. Si hay natillas, cien kilos de azúcar, a cien pesetas el kilo, ya tienes justificadas diez mil pesetas. Aceite hace falta todos los días. También lo pones a cien pesetas el litro, para que cuadre más fácil, o a doscientas, según.

– ¿Pero cuánto vale un litro de aceite?

– Ah, yo eso no lo sé, ni falta que me hizo cuando estaba en cocina.

– ¿Y cómo voy a saber yo los ingredientes de cada comida?

– También te los inventas, así en general. Por ejemplo, que hay judías con chorizo. Doscientos kilos de judías, o trescientos, según la cantidad que haya presupuestada ese día. Cien kilos de chorizo. Y ya está, sin meterte en dibujos. La misma palabra lo dice: judías con chorizo. Pues judías y chorizo y punto. Ah, y un apartado de «condimentos y especias», para cuadrarlo todo hasta la última peseta. Que te sobra una de esas cantidades molestas, sesenta y siete, o diecinueve con cincuenta, pues pones al final, «condimentos y especias, 67 pesetas», y ya tienes hechos tus números y puedes irte a beber cubatas.

– Pero es muy fácil que me pillen. Nadie se va a creer esas cantidades. Y el valor calórico-energético…

– Y una leche. Tú cuádrales las cuentas y les dará igual todo.

De modo que le hice caso y me puse a inventar, al principio con miedo, con prudencia, todavía con cierta torpeza de aprendiz en mis invenciones, con tentativas de aproximación a la verosimilitud, ya que no a la realidad, y lo que antes me costaba diez horas y terminaba en fracaso ahora lo concluía frívolamente en hora y media, disimulando ante el brigada, eso sí, para no alarmarlo, entregándole con miedo cada informe diario, cada una de las sumas de disparates colosales perfectamente mecanografiados en impresos con muchos apartados y casillas, con cuatro o cinco copias en papel carbón. El brigada lo miraba por encima y hacía un gesto de aprobación, lo guardaba en su carpeta y se lo llevaba a la firma al capitán, y yo temía que éste montara en cólera y lo rasgara en pedazos al leer, por ejemplo, que el día anterior se habían consumido mil quinientos litros de aceite y otros tantos kilos de boquerones, así como doscientos de harina y dos mil docenas de huevos, por ser boquerones rebozados, pero el capitán tampoco se fijaba demasiado, le aburrían los papeles, así que firmaba el informe y lo hacía remitir con un oficio al coronel, quien a su vez lo enviaba al gobierno militar con otro nuevo oficio, y de allí iba mi hoja de barbaridades a la capitanía general de Burgos, empaquetada entre otras hojas de otros cuarteles, imaginaba yo, en convoyes de legajos y libros militares de contabilidad, para ser sometida al escrutinio de aquellos cerebros electrónicos que tanto miedo le daban al brigada Peláez, y en cuya memoria de rudos ordenadores de ciencia ficción anticuada la suma de todos los embustes y disparates y chapuzas de todos los escribientes de cocina de la sexta región militar alcanzaría magnitudes pavorosas.

Igual que había en el ejército una intoxicación de las palabras, un mundo inexistente que sólo se sostenía en pie en virtud de una inercia alimentada por artificios verbales, por una retórica del heroísmo y de la patria sin el menor vínculo con ningún hecho real, también existía una intoxicación y una irrealidad de los números, una aritmética tan perfecta como el despliegue en marcha de una formación y más o menos igual de inoperante. Si en las maniobras se simulaba la guerra y en los desfiles la marcialidad, en mi cubil de la cocina yo simulaba exactitudes contables, no porque alguien me hubiera hecho cómplice de una malversación, sino porque las premisas administrativas del ejército eran tan rígidas y tan arbitrarias que sólo mintiendo resultaba posible cumplirlas, y porque parecía que la utilidad de los números, como la de las palabras, no era explicar el mundo, sino confirmar las previsiones de la superioridad, imagino que al modo de los informes soviéticos sobre el cumplimiento de los planes quinquenales. Si entraba en la oficina y me veía muy absorto con la calculadora y los papeles, el brigada Peláez se complacía en ilustrarme con nociones sencillas y prácticas sobre mi trabajo:

– No te líes, paisano, imagínate que todo es cien. Cien hombres, por ejemplo, cien sanjacobos. Pues un hombre, un sanjacobo. O un plato de lentejas, o un bollo de pan, según… ¿Me ves la idea?

– Sí, mi brigada.

– Pues aplícate y hazme bien todos los números y en cuanto salgamos de cocina convenzo al capitán para que te mande de permiso. Ya sabes tú que a mí no se atreve a negarme nada…

Acabé encontrándole un placer ensimismado y abstracto a aquella tarea, parecido al de quien se aficiona a hacer solitarios, y como estaba provisionalmente relevado de las formaciones y me pasaba solo la mayor parte del día, amurallado tras mi máquina de escribir, mis formularios, mis libros de contabilidad y mis hojas de calco, vivía al margen del tiempo y de los horarios del cuartel, de los que sólo me llegaba una lejana noticia por los toques de corneta. Copiaba listas y expedientes, inventaba cantidades y las multiplicaba por otras cantidades fantásticas, ordenaba en el carro de la máquina los impresos y las hojas de calco de modo que al mecanografiar las copias cada cifra coincidiera exactamente en el casillero que le correspondía.

Ya de noche, cuando salía al patio trasero a donde daba la cocina, me sorprendía la quietud como aterciopelada del aire, el azul oscuro del cielo, liso y despejado por primera vez después de semanas de lluvia. Sobre el olor a humedad y a niebla del río ahora empezaba a atisbarse un perfume próximo de noche de verano. En el radiocassette de uno de los cocineros, mi colega Juan Rojo, sonaban a todo volumen las rumbas carcelarias de Los Chichos. Llegaban de la calle Pepe Rifón, Agustín, Chipirón y el Turuta, liaban un canuto y nos lo íbamos pasando sin mucho disimulo sentados en los peldaños del patio, aliviándonos luego el hambre y la sequedad de boca que nos dejaba el hachís con pepitos de ternera y pimientos asados que proveía Juan Rojo y litronas frías de cerveza. Estaba empezando junio y habíamos llegado al cuartel hacía tanto tiempo que se nos debilitaba la memoria, en la medianoche de un remoto noviembre. Pero el porvenir, aunque ya no faltaba mucho para que ascendiéramos a bisabuelos, nos parecía igual de lejano, como viajeros en alta mar hipnotizados por un horizonte invariable. El hachís, la cerveza y la lenta digestión del hartazgo nos sumían en una nostalgia modorra, en una resignación apoltronada a aquel cautiverio que ya había adquirido la forma cotidiana de nuestra vida de siempre. Imaginando el día en que por fin nos entregaran la cartilla militar Agustín Robabolsos, con los ojos brillantes y la voz muy lenta, hablaba de ella con la misma efusión de posesivos y diminutivos canarios que si se acordara de una novia:

– Ay blanca, blanquita mía, qué besos te voy a dar cuando te tenga conmigo, blanquita.

51
{"b":"88348","o":1}