Los primeros días la cara del brigada iba ganando una tonalidad congestiva de desastre inmediato: nada salía bien, el pochascao se quemaba y no había quien pudiera bebérselo, las lentejas estaban duras y tenían piedras, la paella valenciana del primer domingo fue una masa impenetrable en la que las cáscaras de los mejillones aparecían incrustadas como restos fósiles en un plegamiento geológico. A la una de la tarde, la hora de llevarle la prueba al coronel, el brigada temblaba, no tenía más remedio que tomarse una copita de coñac, para aplacar los nervios, y a continuación masticaba unos granos de café, no fuese el coronel a sospechar de su aliento. Se ajustaba el cinturón, buscaba la pistola por los cajones o entre las carpetas del armario, hasta se peinaba las cejas con saliva, llamaba al jefe de cocina para que trajera la bandeja, una taza pequeña de caldo, un cuenco con no más de tres cucharadas del potaje del día, un muslo bien escogido y bien dorado de pollo, lo que correspondiera en el menú.
Lo revisaba todo, lo probaba él mismo, aunque sin gana, le daba náuseas la comida, a él, que apenas comía nada en circunstancias normales, como un pajarito, me contaba que le decía su mujer, encendía un cigarrillo, lo apagaba enseguida, no fuera a caer ceniza en algún plato, y cuando ya estaba todo dispuesto llamaba al soldado que haría de camarero o portador de la bandeja, y que no podía ser cualquiera, no al menos un guarro evidente, porque hacía falta que vistiera con cierta propiedad la chaquetilla blanca y los guantes blancos con que se presentaría delante del coronel. Y así salían, como portadores del viático, en una procesión mínima y solemne, atravesando la suciedad y el desorden de las cocinas y luego los callejones posteriores del cuartel, el brigada Peláez delante y el soldado con la bandeja unos pasos tras él, cruzando luego bajo los soportales del patio central, los dos con la cabeza alta, sin mirar a los lados, caminando con un ritmo regular, el brigada más miedoso e inseguro de sí a cada paso que lo acercaba a las habitaciones del coronel y el soldado camarero aflojando por cansancio o desgana la solemnidad con que sostenía la bandeja, incongruente en la mezcla de su indumentaria, chaquetilla y guantes blancos y pantalón y botas de faena. Cuando empuñaba el pomo de bronce dorado de la puerta del coronel al brigada Peláez le sudaban de miedo las palmas de las manos.
– A la orden de usía, mi coronel. ¿Da usía su permiso?
Todo llegaba frío, desde luego, por culpa de la distancia entre la cocina y el despacho del coronel, y además porque éste a veces tardaba un rato en recibir al brigada Peláez y al soldado camarero, y los dos se quedaban de pie en la antesala, callados y aburridos como en la antesala de un consultorio médico, el brigada vigilando al soldado para evitar que en un descuido se, zampara parte de la prueba. Después de tanta congoja resultaba que el coronel no tocaba la comida, o picaba distraídamente algo con el tenedor, y despedía enseguida al brigada con un gesto de impaciencia, como a un sirviente de no mucho rango:
– Gracias, Peláez, muy rico todo, que les aproveche a los soldaditos.
Mientras tanto, encerrado en el cubil que tanto me hacía añorar el confort de la oficina de la compañía, yo me dedicaba a un ejercicio diario de contabilidad fantástica, a una novela de kilos y litros y millones de pesetas y céntimos y comensales y dosis de calorías, proteínas e hidratos de carbono que era, en su totalidad y en cada uno de sus detalles, rigurosamente falsa, de una falsedad, en lo que a mí concernía, del todo desinteresada. Corría la voz de que un capitán y un brigada que no fueran especialmente avispados podían comprarse cada uno un coche al terminar un buen mes de cocina, pero sí eso era así yo no me enteré de nada, y si el brigada Peláez hubiera contado con esas expectativas económicas no es probable que hubiera recibido el encargo con aquella cara de tragedia.
Ningún dato de la realidad interfería mi trabajo. Por las noches, después de la lista de retreta, los cabos de cuartel de cada compañía me llevaban a la oficina un estadillo con el número de soldados que al día siguiente asistirían a cada una de las tres comidas, y sumándolos todos yo debía calcular las raciones que se prepararían y el dinero disponible, a razón de ciento veintiocho pesetas por soldado, que era la cantidad diaria que a cada uno se nos asignaba para nuestra manutención.
Pero aquel dato ya era falso, en primer lugar porque no había modo de saber exactamente cuántos soldados se presentarían de verdad en el comedor, y en segundo lugar porque en el número reflejado en aquellos estadillos se incluían no sólo los soldados presentes en el cuartel, sino aquellos otros a los que los oficinistas llamábamos C.P., o como presentes, y que si se mira bien rozaban la categoría de lo fantasmal, porque no estaban presentes ni ausentes, que son las dos únicas posibilidades de estar que hay en el mundo, o al menos en el mundo civil.
La categoría del C.P. era uno de los misterios más comunes y significativos del ejército español, y desde luego el concepto más difícil de comprender y de manejar que se encontraba un escribiente novato. A los oficinistas veteranos se les distinguía sobre todo por la soltura con que hablaban de sus C.P. En algunas compañías el número de cepés casi igualaba al de soldados presentes, dando lugar a una fantasmagoría administrativa de la que sin embargo nadie se extrañaba. Si estar presente es encontrarse en un lugar y ocupar por lo tanto un cierto volumen de espacio y estar ausente es no estar, los como presentes no estaban, pero constaba que estaban, obedeciendo al principio de que si las cosas han de ser obligatoriamente de una cierta manera no pueden ser de otra, aunque en realidad lo sean.
Según el reglamento militar de entonces, en el ejército no había más días de permiso que los oficiales, que eran quince, así que por definición cualquier otro permiso, al ser legalmente imposible, no existía. Esta primera negación de la realidad, aunque insostenible, era mantenida a rajatabla, con el resultado de que en ninguna parte había constancia cierta del número de soldados que estaban en el cuartel. Sólo a los que disfrutaban de permiso oficial o estaban claramente enfermos o en prisiones militares se les reconocía la ausencia: los que no estaban, pero hubieran debido estar, eran los como presentes, y su estado intermedio entre la presencia y la ausencia daba origen a frecuentes confusiones administrativas, pero tenía una ventaja económica gracias a la cual se cubría en parte otra de las discordancias entre las normas militares y la realidad.
Según aquéllas, la cantidad de dinero necesaria para la manutención de un soldado ascendía, con puntillosa exactitud, a ciento veintiocho pesetas. En la realidad, y en 1980, y aun ciñéndose a una austeridad alimentaria de ermitaños, ese cálculo era ampliamente absurdo. El único remedio para que el hambre no se adueñara de la clase de tropa sin modificar las normas intocables era simular que había en el regimiento más soldados de los que de verdad había. Los como presentes, los cepés, compartían con otros seres intangibles el hábito de no alimentarse, pero las ciento veintiocho pesetas de su manutención ingresaban en la caja de las compañías y en la tesorería general del cuartel, aliviando la penuria de los que para nuestro infortunio sí estábamos presentes, y supongo que también nutriendo un flujo de dinero sin control ni consistencia oficial, al menos en lo que a mí concernía, en los documentos que el brigada Peláez y yo manejábamos.
Me pasaba las horas haciendo números que siempre eran números falsos. Multiplicando la cantidad falsa de soldados que iban a comer al día siguiente por la falsa asignación de ciento veintiocho pesetas obtenía una suma de dinero ampliamente ficticia, pero que determinaba sin misericordia todos mis cálculos posteriores, pues esa suma era la que oficialmente se gastaba aquel día, sin que pudiera sobrar ni faltar una peseta: que las cuentas tenían que cuadrar siempre, aunque fuera a martillazos, era otro de nuestros aprendizajes como oficinistas militares.
En mi cubículo mezquino yo me enfrentaba cada día a la cantidad falsa de dinero que se iba a gastar, y la comparaba con el menú previsto. Mi siguiente tarea era desglosar los ingredientes de cada comida, consignar las cantidades necesarias y los precios por kilos o por litros, de todo lo cual carecía de nociones precisas, que en cualquier caso no me habrían servido de nada, pues ni con la mejor voluntad había forma humana de que las cantidades y los precios coincidieran al céntimo con el presupuesto. Los primeros días fueron aterradores: iba como alma en pena haciendo preguntas que nadie me contestaba, cuántos kilos de garbanzos y de callos se habían gastado en un primer plato de garbanzos con callos, cuántas patatas, cuánto aceite, cuántos ingredientes más, cuál era el precio de cada cosa. Tenía que averiguar también lo que se llamaba muy técnicamente el «valor calórico-energético de la papeleta de rancho», pues tan rígida como la asignación diaria de ciento veintiocho pesetas era la dosis de proteínas, calorías e hidratos de carbono que las ordenanzas militares preveían para nuestra adecuada nutrición.
Los cocineros veteranos me miraban con lástima. Salcedo estaba de permiso, y Pepe Rifón poco podía auxiliarme. En cuanto al brigada Peláez, aquella selva de números lo aterraba más que a mí: cada día era preciso elevar al coronel un informe económico y culinario exhaustivo, firmado por el brigada y por el capitán, y ese informe era enviado a continuación al gobierno militar, donde se reunía con los demás informes de las guarniciones de la provincia antes de que lo enviaran a la Capitanía General de Burgos.
– Lo miran todo, paisano, repasan todas las cuentas con unos cerebros electrónicos que tienen, y al que le falte un dato o se equivoque en algo se le cae el pelo.
Con mis hojas y mis cuadrantes de menús, mis estadillos falsos de soldados, mi tabla de contenidos energéticos y una calculadora de manubrio yo libraba quijotescamente una batalla fracasada contra columnas de números que amenazaban con derrumbarse sobre mí como las pilas de latas de conservas y sacos de judías del almacén. Había que cuadrarlo todo, cada día, y a mí no me cuadraba nada, y como en mi calidad de escribiente de cocina estaba dispensado de asistir a la formación de retreta me quedaba combatiendo con los números y los formularios hasta la una o las dos de la madrugada, como un contable enloquecido e insomne. Al capitán era inútil consultarle nada; en cuanto al brigada, su anonadamiento y su pavor aún me ponían más nervioso: