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Dentro de todo, uno se metía en la cama no sin un cierto sentimiento de alivio, porque lo más temible, que era la ignorancia absoluta sobre lo que nos esperaba al llegar, ya había sucedido, y es probable que la confrontación con la realidad de un peligro imaginado durante mucho tiempo acabe siempre siendo tranquilizadora. Aún no eran las once de la noche, y en las siete horas y media que faltaban para el toque de diana me encontraría a salvo, disfrutando de un sueño que ya me pesaba en los párpados y en el que se me desvanecía la rareza de aquel lugar y el tumulto que me rodeaba, los gritos y las burlas no sólo de los instructores que se reían de nosotros y amenazaban con arrestos a los más rezagados, sino de aquellos reclutas vocacionales y felices que habían llegado al mismo tiempo que yo y que parecían prolongar infatigablemente la juerga de quintos jactanciosos y beodos que debieron de haber comenzado varios días atrás en sus pueblos:

– ¡Imaginaria, tráeme un plato, que se me ha roto un huevo!

– ¡Conejos, vais a morir!

– ¡Si pillara mi novia lo que tengo en la mano!

– ¡Imaginaria, agárrame la polla!

– ¡Aprovechad ahora, que mañana mismo empieza a hacer efecto el bromuro!

– ¡Os queda más mili que al palo de la bandera!

Leí unos minutos, pero se me cerraban los ojos, y enseguida se oyó el toque de silencio y se apagaron las luces fluorescentes del techo. No se hizo la oscuridad, porque al mismo tiempo se encendieron unas bombillas rojizas que permitían distinguirlo todo y que daban a los rostros y a las cosas una fantasmagoría anticipada de mal sueño. Aquella claridad como de cristales infrarrojos nos despojaba de la tiniebla íntima y confortable en la que se refugia uno antes de dormir: también había que aprender a no estar nunca solo y a salvo de las miradas de otros, hasta el extremo de que las duchas eran colectivas y los retretes no tenían puertas.

Apreté los párpados para defenderme de la luz inquisidora y rojiza y me pareció de pronto que acababa de dormirme y que el sueño denso y hondo en el que caí no había durado ni un instante. Sonaba la corneta, en la primera madrugada, se encendían violentamente las luces blancas del techo, y yo me desperté con un sobresalto de urgencia en el estómago y en el corazón, sin saber dónde estaba, tiritando de frío, aturdido por las voces de los instructores que nos llamaban a gritos, que iban entre las filas de literas apartando colchas y batiendo palmas para que nos levantáramos más rápido, para que saliéramos corriendo hacia la explanada que había delante del barracón, abrochándonos los pantalones, que a algunos se les caían y se les enredaban a las piernas haciéndolos tropezar, arrastrando los zapatos con los cordones desatados, queriendo protegernos del viento frío apenas con una camisa, lo único que habíamos tenido tiempo de ponernos encima.

Salíamos a formar y todavía era noche cerrada, nos empujábamos, medio dormidos, nos íbamos alineando mientras sonaba por segunda vez el toque de diana, procurábamos repetir el orden que nos habían asignado la noche anterior y acordarnos de nuestra matrícula, y ponernos firmes y gritar presente con la necesaria energía cuando los instructores nos llamaran. Estaban arriba, sobre una breve escalinata, junto a la puerta de la compañía, con las gorras caídas sobre la frente, los brazos cruzados o en jarras y las piernas separadas. Se erguían apenas a un metro por encima de nosotros, pero nos miraban desde la lejanía insalvable de la autoridad y el desdén, y nuestra inexperiencia y nuestro miedo, al proyectarse hacia ellos, los agrandaban y los volvían más temibles, como reflectores que exagerasen sus sombras proyectándolas contra un muro inclinado.

Por miedo a ellos nos poníamos firmes en el amanecer neblinoso y helado y nos cubríamos y gritábamos ¡Presente! e intentábamos dar media vuelta al unísono con torpeza patética y juntar los talones y golpearnos los costados con las palmas de las manos rígidas y abiertas, y apenas pasada la primera lista nos ordenaban firmes y descanso y firmes otra vez y rompan filas y los más experimentados ya lanzaban al hacerlo un grito que muy pronto aprenderíamos todos y repetiríamos al final de cada formación con un alivio unánime.

– ¡Aire!

Los instructores nos azuzaban para que nos diéramos prisa, nos empujaban, nos ordenaban que hiciéramos muy rápido las camas, que nos laváramos, que termináramos de vestirnos, porque muy pronto sonaría el toque para el desayuno, pero por mucha prisa que yo me diera no terminaba de hacer las cosas con un margen razonable de tiempo, y ya desde aquella primera madrugada me afligía la angustia de los últimos minutos, mi incapacidad de actuar con rapidez y eficacia, incluso mi falta de energía o de mala leche, mi empanamiento congénito, pues en los lavabos fui de los pocos que llegaron demasiado tarde para encontrar un grifo y un espejo libres, y cuando alguien me dejó su sitio vi que ya no me daba tiempo de afeitarme, o que había olvidado la crema en la taquilla, de modo que si volvía para buscarla iba a perder mi turno en el lavabo, o me iba a ver sorprendido por la llamada a formación en camiseta y con la cara llena de espuma, con la cuchilla de afeitar y la bolsa de aseo y la toalla en las manos…

Sonaba enseguida la corneta, provocando un nuevo sobresalto, una confusa desbandada entre los lavabos y las taquillas, entre el dormitorio y el patio, y el impulso cobarde e instantáneo de obedecer contrastaba con la imposibilidad de hacerlo tan rápido como se nos exigía, y se quedaba uno inmóvil, paralizado por la necesidad de hacer algo al mismo tiempo irrealizable y perentorio, y entonces se oían otra vez los gritos y las palmadas de los instructores que nos reclamaban para la segunda formación del día, la del desayuno, para un nuevo a cubrirse y firmes y media vuelta y descanso y firmes y derecha y paso de maniobra en dirección a los comedores.

Me acuerdo de los grupos compactos y alineados de hombres avanzando entre los edificios idénticos, bajo las luces amarillas de las esquinas y de las ventanas, con un punto de vaguedad tamizada de niebla, y del contraste entre el silencio que manteníamos todos y el ruido de nuestros pasos, varios miles de pisadas simultáneas sobre la grava y el asfalto, pisadas de botas militares y de calzados civiles arrastrándose con una mala gana de deportación.

Yo caminaba rodeado por un río de cabezas y de hombros moviéndose, de cabezas bajas por lo común y hombros abatidos, y conforme nos acercábamos a los comedores se hacía más intenso el mismo hedor que nos había recibido al llegar y empezaba a insinuarse hacia el este, en el cielo malva y nublado, sobre la llanura gris, una claridad azul de amanecer. El roce de la multitud y el ruido de los pasos tenía un efecto casi tan hipnótico como el de las órdenes otra vez repetidas, multiplicadas hasta una confusión de lenguas por los instructores de cada compañía, por los diferentes gritos o ladridos con que las rubricaban, alto, firmes, cubrirse, descanso, firmes otra vez, tal vez tres mil figuras erguidas y en sombras en una gran explanada donde apenas empezaba a debilitarse la noche, sometidas de antemano a una azarosa e involuntaria uniformidad que ni siquiera precisaba de ropas militares.

Había que subir una escalinata para entrar a los comedores, y cuando le llegaba el turno a cada compañía los instructores nos animaban a subir lo más aprisa que pudiéramos, sin mantener la formación, de modo que nos amontonábamos en las puertas demasiado estrechas para que cupiéramos todos y teníamos que abrirnos paso a patadas y a codazos para llegar cuanto antes a una mesa y encontrar sitio, y una vez allí, en medio de un escándalo de pasos, voces, órdenes, ruido de cubiertos, todo amplificado por las resonancias del techo demasiado bajo para un espacio tan grande, había que emprender otra disputa, pues no parecía que hubiera bandejas de bollos ni porciones de mantequilla para todos, y era preciso de nuevo armarse de arrojo, de velocidad, de mala idea para que no lo dejaran a uno sin desayunar, y una vez conseguido el pan, el café, la mantequilla, el azúcar y el cubierto había también que comer cuanto antes, pues al cabo de unos pocos minutos sonaba la corneta, esta vez dentro del mismo comedor, y nos gritaban que nos pusiéramos de pie, firmes delante de las mesas, y que saliéramos en fila de los comedores para formar de nuevo, ya idiotizados por el estupor de la obediencia, apacentados por los instructores, conducidos como zombis a los almacenes vastos y oscuros de vestuario, a las oficinas donde volvíamos a rellenar inacabables impresos de filiación en los que no faltaba una casilla para las creencias religiosas y otra para la militancia política, a la enfermería donde nos examinaban sumariamente la dentadura y los ojos y nos ponían una inyección en el hombro, en la que según algunos se nos inoculaba no una vacuna, sino el temido bromuro, que adormecería nuestra masculinidad sumiéndonos en una mansedumbre de cabestros.

Vivíamos al principio, los primeros días, en una alternancia perpetua de tiempos muertos y de aceleraciones angustiosas, de formaciones eternas y urgencias súbitas en las que se lo jugaba uno todo en un segundo. Durante horas aguardábamos en fila para que nos entregaran la ropa militar y luego, de vuelta en la compañía, teníamos que vestirnos en unos pocos minutos, y no sabíamos qué prendas eran las que debíamos ponernos ni cómo se ajustaban los correajes sobre la guerrera, y los dedos se nos enredaban queriendo aprender cómo se pasaban los cordones por las hebillas innumerables de las botas: había que olvidar la ropa de uno y dejarla guardada y como sepultada en la taquilla y aprender no sólo a ponerse, sino también a nombrar aquella ropa desconocida, aquellos cinturones, hebillas, pasamontañas, guerreras de paseo y de faena, guantes blancos y guantes de lana, insignias doradas, cuellos de celuloide blanco, correas de finalidad indescifrable, abrigos de tres cuartos con un olor de mugre invulnerable a la desinfección: aprendíamos a vestirnos con la tortuosa lentitud de un niño de cinco o seis años, acuciados por los instructores, que daban vueltas entre las filas de literas y los montones desordenados de ropa militar y civil y nos amenazaban de nuevo con formaciones y castigos, nos extraviábamos en ojales, cremalleras, bolsillos inesperados, creíamos haber perdido una bota o la gorra y al buscarlas aterrados se nos multiplicaba el desorden y desperdiciábamos segundos y minutos vitales, y de pronto estallaba en el aire, a través de los altavoces, el sonido agudo de la corneta, y cada cual terminaba de vestirse como podía y echaba a correr hacia el patio, donde los más rápidos y los más pelotas ya empezaban a alinearse.

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