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Pero siempre había algunos que nos quedábamos atrás, que no acertábamos a descubrir por qué presillas se pasaba el correaje, o que nos habíamos puesto por equivocación los pantalones de paseo en lugar de los de faena y al cambiárnoslos nos los poníamos al revés, y mientras intentábamos remediar aquellas desgracias provocadas por nuestro empanamiento mirábamos a nuestro alrededor y veíamos que nos estábamos quedando solos en la compañía, pero la urgencia de terminar de vestirnos no aceleraba nuestros actos, sino que parecía volverlos más lentos y más difíciles aún, así que hallar la coincidencia exacta entre la punta de un cordón y el agujero correspondiente de la bota, o entre un botón y un ojal, era tan trabajosa como los esfuerzos por mover los labios que hace una persona dormida.

Sonaba otra vez la corneta, el segundo toque, no ya el de aviso, sino el definitivo, y del exterior nos llegaban las voces de los que ya estaban formando al grito de maricón el último: salía uno corriendo, algún instructor le daba una patada o un manotazo en el cogote con la intención benévola de que no llegara tarde, oía las carcajadas con las que sus propios camaradas de reemplazo celebraban las bromas de los instructores sobre el empanamiento de los más rezagados, y cuando por fin encontraba su sitio en la fila se apresuraba a adoptar una digna posición de firmes, procurando disimular que no llevaba atada una bota, o que se había abotonado mal la guerrera.

Arriba, sobre la escalinata, con las gorras caídas sobre las caras, los brazos en jarras, las piernas separadas, los uniformes usados y vividos, los instructores nos miraban como a un rebaño manso y lamentable, mandaban cubrirse, ar, firmes, ar, derecha, ar, descanso, ar, esas cabezas más altas, cojones, los pechos hacia afuera, que parecéis tísicos, el taconazo más fuerte, que se os rompan los talones, las manos pegadas al costado, que os duelan cuando las bajáis. Nos dejaban en posición de firmes, en una actitud de expectativa y de peligro, como a punto de dar una nueva orden, queriendo tensar hasta el límite los segundos de espera, la inmovilidad y la rigidez perfecta y la geometría de las filas. Verían cuerpos desiguales, mal vestidos, mal hechos, aposturas exageradas de marcialidad, de dejadez o desesperación secreta, de abyecto entusiasmo, caras de amontonaos y de empanaos y de verdugos y víctimas, caras pálidas de universitarios o de pobres miopes y caras angulosas y cobrizas de campesinos: todos igualados por las líneas rectas de la formación, uniformados por las guerreras y las gorras caqui, pero sobre todo -imagino ahora, queriendo ver lo que ellos veían desde arriba, lo que les mostraba su arrogancia- por la ilimitada vulnerabilidad de nuestra cobardía y nuestro desamparo.

Pasamos la tarde guardando cola ante los lavabos para que nos raparan. Los instructores eligieron al azar a cuatro o cinco reclutas, le dieron a cada uno unas tijeras y un peine y sin más preámbulos les ordenaron ponerse a la tarea. Había charcos de agua y de orines sobre las baldosas sanitarias, y bajo las suelas de nuestras botas empezó a extenderse una maraña inmunda y lanosa de mechones cortados de cualquier manera. Los cráneos rapados acentuaban el efecto clónico de los uniformes, nos reducían más aún a una identidad colectiva y numérica: sin el pelo, los rasgos y las miradas se afilaban, pero al mismo tiempo perdían misteriosamente su individualidad, tal vez porque se les borraba por completo el pasado. La cara que yo vi esa noche al lavarme los dientes en el espejo del lavabo tenía en los ojos la expresión de quien mira a un desconocido: no era yo mismo descubriendo lo que habían hecho de mí durante un solo día en el ejército, era otro mirándome, era un recluta rapado y asustado mirando con extrañeza y recelo a quien yo había sido antes de llegar allí, veinticuatro horas antes, en otro mundo, en el pasado inmediato y lejano.

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