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Inclinado sobre la máquina de escribir me imaginaba a mí mismo esa noche, tendido sobre una de las colchonetas sucias del calabozo, sin poder dormir, escuchando tal vez, un rato después del toque de silencio, el silbido y el estrépito del expreso en el que estarían viajando hacia Madrid la mayor parte de los bisabuelos de la segunda compañía. Uno siempre piensa que las cosas peores sólo les suceden a otros, así que para mí era muy extraño imaginarme ahora tal como había visto cada tarde a los arrestados al calabozo cuando los sacaban durante media hora al patio, alucinados por la claridad, sin gorra, sin cinturón y arrastrando botas sin cordones, para evitarles la tentación de ahorcarse. Pero lo peor no era el calabozo, sino el hecho intolerable y simple de que no nos íbamos, de que se hubiera vuelto contra nosotros nuestra exclamación de bisabuelos y resultara ahora que allí nos íbamos a quedar, Pepe Rifón y yo, todavía otro mes entero, un pozo inhumano de tiempo, una insoportable eternidad por comparación con los minutos breves y rápidos que hasta un rato antes nos faltaban.

Terminé de escribir el oficio, Martelo lo arrancó de la máquina con su habitual delicadeza y lo leyó como no fiándose de que yo hubiera escrito exactamente lo que él me había dictado. En cuanto tuviera la firma del capitán el cabo de cuartel nos llevaría al calabozo. Pero antes de todo lo que teníamos que hacer era ir a la furrielería a recuperar nuestros uniformes de faena. Salimos de la oficina Pepe Rifón y yo y en la puerta nos estaban esperando nuestros amigos, ya vestidos todos de paisano, muy serios, afectando un aire de incredulidad, venga, hombre, no es posible, seguro que se arregla todo, con el enchufe que tenéis vosotros, dijo Pepe el Turuta, y Chipirón nos miraba con lástima y con un supersticioso recelo en sus ojos diminutos, como temiendo que nuestra mala suerte se le contagiara. «Hay que rajarlos», murmuró Juan Rojo con toda seriedad, «a esos dos sargentos hay que rajarlos en cuanto nos vayamos de aquí». Cruzábamos entre las camaretas hacia la furrielería y algunos veteranos paraban la juerga de la despedida para quedársenos mirando con esa curiosidad sin compasión que despierta el infortunio de otros, con un fondo de alivio por no haber sido ellos los castigados. Sólo a Agustín Robabolsos se le desbordó la pena y la solidaridad, y mientras movía la cabeza negándose a aceptar que no fuéramos a licenciarnos tenía los ojos húmedos y se limpiaba ruidosamente la nariz con el dorso de la mano:

– Si estos godos de mierda no les dejan irse a ustedes y los mandan al maco yo no cojo la Blanca, carajo, que se la metan en el culo, ustedes dos son mis amigos y yo no me voy de aquí sin ustedes, carajo.

Cuando entramos en ella para buscar nuestros uniformes, la furrielería, la furri, parecía más que nunca el almacén de un trapero: en aquel desorden sofocante de ropa usada y olores rancios de sudor nos sería imposible encontrar los uniformes que habíamos entregado un par de horas antes. El lugar oscuro y nuestra búsqueda tenían algo de escenas de un sueño, de uno de tantos sueños futuros en los que regresaríamos asustados e incrédulos al cuartel. No hablábamos, no teníamos ánimo ni para mirarnos, y que Pepe Rifón hubiera acabado por derrumbarse igual que yo era otra prueba de que no teníamos escapatoria.

Entonces apareció el brigada Peláez en la puerta de la furrielería y se vino hacia nosotros con los brazos abiertos, con su sonrisa sagaz de hombre influyente y su gorra de guarda de parques y jardines más torcida de lo que su autoridad hubiera requerido:

– Venga, dejad eso y poneos en cola para recoger la cartilla. Mi trabajo me ha costado, pero he convencido al capitán de que erais inocentes, ya sabéis vosotros lo pesado que me pongo cuando estoy convencido de llevar la razón.

Resultaba que el coronel, en el momento más solemne del homenaje a los Caídos, había visto desde el patio a dos soldados que bailaban y hacían gestos de burla echados sobre la barandilla de una galería; pero él o su ayudante se habían confundido, pues la barandilla no era la de nuestra compañía, la segunda, sino de la tercera, que estaba en el piso superior, inmediatamente encima de nosotros: a esos dos soldados con quienes los sargentos se apresuraron a identificarnos los había oído yo cantar y bailar mientras miraba el desfile.

No llegamos a enterarnos de qué modo se deshizo el malentendido: tampoco supimos, ni nos importaba, lo que fue de los dos soldados borrachos por culpa de los cuales habíamos estado a punto Pepe Rifón y yo de pasar un mes de calabozo. Cuando ya habíamos recogido la Blanca nos cruzamos con Martelo y no tuvo el valor de sostenernos la mirada.

Justo al salir por la puerta del cuartel corrimos como no habíamos corrido nunca, con una felicidad y una energía para las que nos faltaban aire y espacio. Cruzamos corriendo el puente sobre el Urumea y ni siquiera nos detuvimos para lanzar ritualmente al agua los candados y las llaves de las taquillas, los recuerdos últimos del petate que ya nunca más cargaríamos a nuestra espalda. Al caer al agua lenta y cenagosa los candados de todos los bisabuelos provocaban en ella como un sobresalto de disparos. Llegamos al otro lado del puente pero ni siquiera entonces nos detuvimos, y ninguno de nosotros volvió la cabeza para mirar los árboles y la espesura de la orilla y los torreones de ladrillo rojizo del cuartel. Seguimos corriendo, mis amigos y yo, cruzamos a una velocidad de vendaval la autopista, sólo nos paramos cuando ya estábamos tan lejos que no se veía el cuartel ni podían escucharse los toques de corneta. Nos miramos entonces jadeando y exhaustos, como si volviéramos a vernos después de una catástrofe a la que para nuestro asombro habíamos sobrevivido.

A las once de la noche, roncos, deshechos, perfectamente beodos, colocados, rendidos y felices, subimos al exprés. Sería al llegar a Madrid cuando nos separáramos: Chipirón y Agustín tomaban un vuelo hacia Canarias, Juan Rojo y Pepe el Turuta viajaban a Sevilla, al parecer con el propósito de emprender juntos un negocio de algo, Pepe Rifón intentaría matricularse en la Complutense, yo esperaba encontrar un billete en el primer tren que saliera de Atocha hacia Linares-Baeza.

En el expreso San Sebastián-Madrid prácticamente sólo viajábamos esa noche militares recién licenciados: en los vagones había la misma bronca que en las camaretas de colegas, y los pasillos eran un turbión de soldados de paisano que intercambiaban a gritos bromas de cuartel. Apalancados en un departamento de segunda, con la compañía escandalosa de un radiocassette que el revisor se quedó mirando muy serio pero sin atreverse a decirnos que lo desconectáramos, bebimos litros de cerveza, batimos palmas al ritmo de Los Chichos, fumamos talegos de hachís, comimos nuestros últimos bocadillos ciclópeos y soldadescos de foie-gras con anchoas y tortilla de champiñones. Hablábamos sin descanso, muy excitadamente, de nuestras últimas horas en el cuartel, y revivíamos la huida final atropellándonos unos a otros, como se cuentan películas los niños. Ninguno de nosotros aludía esa noche a lo que iba a ser su vida desde el día siguiente.

A las dos o a las tres de la madrugada el tren se había ido quedando en silencio. La cinta que escuchábamos había llegado al final y nadie le dio la vuelta. Salí del departamento procurando no enredarme con las piernas de los otros, y al ir por el pasillo buscando el baño y sujetándome con las dos manos a toda superficie que me lo permitiera me di cuenta de que había bebido tanta cerveza y fumado tanto hachís que no era responsable de mis movimientos y sólo poseía unas nociones muy generales sobre mi identidad. Como en todas las celebraciones que se prolongan mucho, el entusiasmo de la libertad se me había agotado, igual que se agotan en una fiesta el alcohol o las horas de la noche dando paso en los corazones menos animosos a una sospecha íntima de fraude, de fatiga inútil, de culpa. Al salir del baño me ocurrió el percance absurdo de que la puerta cayera sobre mí. La sostenía con las dos manos, incapaz de hacer nada práctico con ella, queriendo dejarla en una cierta posición de equilibrio, al menos mientras me escapaba de allí, pero no había modo, me apartaba un paso, el tren daba una sacudida y la puerta caía sobre mí, y yo temía que viniera el revisor y me encontrara en aquella posición ridícula, en cierto modo comprometedora, como si un vandalismo mío hubiera causado la rotura de la puerta del baño…

Aproveché un momento de calma para dejarla apoyada contra el marco, escapé como si abandonara a un animal, la oí caer a mi espalda como una losa, como un portalón derribado, pero no me volví, quería regresar cuanto antes al vagón donde ya dormían mis amigos. Al rato de avanzar por el pasillo me extrañó no haber llegado aún: creí comprender que me había confundido, que estaba moviéndome en dirección contraria a la de la marcha. Di media vuelta y a los pocos pasos volví a encontrarme perdido: estaba tan intoxicado de hachís y de sueño que no sabía en qué dirección iba el tren, y afuera la oscuridad era tan densa que yo no podía buscar ningún punto de referencia. Apoyé la espalda contra la pared, cerré los ojos, intenté percibir hacia dónde era llevado, y cuando creía saberlo me parecía otra vez que el tren había cambiado de sentido y viajaba en dirección contraria, no sabía si hacia el sur o hacia el norte, en medio de la oscuridad, y avanzaba extraviado por el pasillo vacío, junto a las puertas cerradas e iguales de los departamentos, temiendo no encontrar nunca a mis amigos, no averiguar hacia dónde iba o regresaba.

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