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Salí de la oficina, me alejé cobardemente de ella, mareado y furioso contra la temeridad de mis amigos, obsesionado con la idea de que en los últimos minutos iba a ocurrirme algo por culpa de ellos. Yo no era tan audaz ni iba a serlo nunca, y lo que deseaba era marcharme cuanto antes del cuartel para no seguir viéndome obligado a fingir un coraje y una indiferencia hacia las normas de los que había carecido siempre.

Pensaba que aquel sargento nos había visto fumar hachís y nos delataría. Para desprenderme de ese principio de obsesión -el hachís me exacerbaba una tendencia innata a las obsesiones más peregrinas-me lavé la cara con agua fría y me acodé a tomar el fresco en una de las ventanas que daban al patio. La compañía estaba desierta, pues salvo Juan Rojo, Pepe Rifón y yo todo el mundo participaba en el homenaje a los Caídos. En los muros del cuartel resonaba el eco de los tambores y de las trompetas, que se escucharía también, con claridad y distancia, al otro lado del río, en Loyola. Al ritmo tenso y creciente de la percusión los banderines de todas las compañías se inclinaban hacia el monolito mientras el coronel dejaba en su base una corona de laurel y el páter, vestido como un cura del siglo XIX, de una novela del siglo XIX, recitaba en voz alta un padrenuestro, con tal energía eclesial y castrense que era posible distinguir sus palabras a pesar de la trepidación de los tambores y los metales. La dotación entera del cuartel permanecía en posición de firmes, en un paroxismo geométrico de inmovilidad, y el redoble cada vez más rápido y grave de los tambores creaba como una expectativa entre de heroísmo trágico y prodigio circense: hasta al brigada Peláez se le distinguía en una esquina de la formación sacando el pecho, con uniforme de gala y correajes brillantes, con el espadín de militar de zarzuela colgándole al costado.

Tras la severidad fúnebre de la ofrenda a los Caídos la banda atacaba el himno de Infantería y a sus acordes enérgicos de pasodoble militar comenzaba el desfile, un desfile imaginado sin duda para recorrer en triunfo las calles de una ciudad con gente aplaudiendo al paso y banderas en los balcones: pero en nuestro cuartel se desfilaba alrededor del patio, se salía por una puerta lateral y se volvía a entrar enseguida por otra, sin cruzar nunca el puente, sin pasar al otro lado del Urumea. Por última vez yo escuchaba las pisadas unánimes de mil pares de botas sobre la grava del patio y las efervescencias patrióticas del himno:

De los que amor y vida te consagran

escucha España la canción guerrera,

canción que brota de almas que son tuyas,

de labios que han besado tu bandera…

Sobre mi cabeza, en el piso de arriba, oía los pisotones y los saltos de un par de bisabuelos borrachos que estaban viendo el desfile desde la galería superior, muertos de risa, y seguramente ciegos de hachís, cantando una de aquellas rumbas de Los Chichos que arrasaban la sentimentalidad de la clase de tropa:

Tengo un amor en la calle,

amor que es de compra y venta.

Pero ya eran las cinco, terminaba el desfile, en cuanto se diera la orden de rompan filas resonaría en el patio con más fuerza que nunca el grito diario de la libertad, aire, y los bisabuelos subirían las escaleras en una violenta estampida, en un torrente de pisotones y rugidos, y ahora sí que se quitarían los uniformes para no volver a ponérselos nunca, dejarían los cetmes en los anaqueles de las armas, se arremolinarían ya vestidos de paisano para entregar los petates y la ropa militar, saldrían corriendo hacia la puerta de la oficina para que el capitán les entregara a cada uno la Blanca, estrechándole luego la mano, con un último gesto de cordialidad militar…

Justo cuando nuestros compañeros volvían tumultuosamente del desfile Pepe Rifón y yo estábamos cumpliendo la última de nuestras tareas administrativas: ordenar alfabéticamente las cartillas militares. La irritación y el miedo se me habían disipado al mismo tiempo que los efectos del hachís. Sólo quedaba la impaciencia, la rapidez nerviosa de los actos, la visión ligeramente desenfocada de las cosas, percibidas con turbiedad, como los rasgos de alguien en una fotografía movida. Entonces la puerta de la oficina se abrió de un empujón y el sargento Martelo apareció en el umbral quitándose los guantes blancos del desfile, mirándonos a Pepe Rifón y a mí con una jovialidad torcida, jactanciosa y grosera.

– A ver, vosotros dos, poneros inmediatamente el uniforme.

– El capitán nos autorizó a cambiarnos de paisano, mi sargento.

– El capitán a lo que os va a autorizar ahora es a ingresar en el calabozo. Licencia cancelada. Órdenes del coronel. Os lo dije a los dos, os lo venía advirtiendo: cuidadito, que con nada que os paséis la vais a cagar. No será porque no os avisé. Y sois los dos tan gilipollas que en el último momento la habéis cagado.

No creo que al principio dijéramos nada, o que nos moviéramos. Ni siquiera éramos capaces no ya de buscar un motivo, sino de aceptar como verdadero lo que nos sucedía: sin duda el sargento que entró en la oficina mientras fumábamos el porro nos había delatado. Pero el sargento Martelo no explicó nada, estaba claro que prefería por ahora someternos a la tortura de la incertidumbre. «La habéis cagado, por idiotas», repitió antes de salir, cerrando de un portazo, «por listos, que os creéis muy listos vosotros».

Me temblaban las piernas cuando me levanté. Al otro lado de la puerta crecía el tumulto salvaje de los bisabuelos. Adonde vas, me preguntó Pepe Rifón, y yo le contesté en voz baja, adonde voy a ir, a vestirme otra vez de soldado. Tú no te muevas, dijo, siempre con aquel aire de sagacidad y de calma, no hagamos nada hasta que no hablemos con el capitán, o con el brigada Peláez. No podía creerlo, no aceptaba que no fuéramos a irnos, que el reloj se hubiera parado en los últimos minutos, pero la debilidad de las piernas, el vacío en el estómago y el temblor de las manos que no acertaban a encender un cigarrillo, me estaban diciendo que era verdad el desastre, que se había cumplido la amenaza que estuvo pendiendo sobre mí desde que llegué al cuartel, desde que el capitán recibió aquel informe con el sello de alto secreto, discreta vigilancia durante seis meses. El pavor se convertía en remordimiento, debí haber sido más prudente, os advertí que no encendierais el porro en la oficina, le dije con amargura y resentimiento a Pepe Rifón, a quién se le ocurre jugársela así, una hora antes de irnos. Pero él se mantenía lúcido, no puede ser por eso, razonó, hablando tan en voz baja como yo mientras al otro lado de la puerta cerrada aumentaban los gritos, los portazos, el escándalo beodo de una celebración de la que nosotros dos ahora estábamos excluidos: no te das cuenta, si fuera por lo del porro habrían arrestado también a Juan Rojo, y Martelo sólo ha hablado de nosotros dos.

Entró el brigada, muy pálido, con la piel amarillenta, se desprendió con extrema dificultad del correaje, del espadín y de la pistolera, dejándolo todo de cualquier modo sobre la máquina de escribir, pero paisano, decía, Rifón, qué habéis hecho, cómo se os ocurre, el coronel ha llamado al capitán y le ha echado una bronca, y nosotros seguíamos sin saber por qué, y nos dábamos cuenta de que el pánico del brigada no era por lo que pudiera sucedernos, sino por las posibles consecuencias que nuestro comportamiento y nuestro arresto pudieran tener sobre él. Se le notaba mucho que no nos defendería si lo necesitábamos, y que si lo consideraba preciso nos negaría para salvarse, o tan sólo para no sufrir una bronca.

Pero qué hemos hecho, le pregunté una vez más, y entonces, en vez de responderme, se puso rígido y alerta, acababa de abrirse la puerta contigua, la de la oficina del capitán, y yo creo que al oírla a los tres nos dio un vuelco el corazón. Sonó el timbre una vez, luego otra, dos veces, era la llamada para los oficinistas, pero cuando Pepe Rifón y yo nos mirábamos a ver quién se atrevía a ir sonó un tercer timbrazo, y ahora el que palideció del todo fue el brigada, porque la orden era para él. Antes de salir tragó saliva y nos dijo:

– Pero a quién se le ocurre ponerse a saltar y a dar voces durante la ofrenda a los Caídos. Esto yo no me lo esperaba de vosotros.

Salió el brigada, irguiéndose, ensayando la expresión grave y enérgica que debía adoptar delante del capitán, y un momento después, como en esas comedias de puertas que se abren y se cierran, aparecieron Martelo y Valdés, y tras ellos vi que se asomaban con caras muy serias Pepe el Turuta, Chipirón y Agustín, que ya estaban vestidos de paisano y me hacían señales interrogativas en silencio.

– ¿Le puedo preguntar qué hemos hecho, mi sargento? -dijo Pepe Rifón, muy suavemente, pero sin el menor tono de docilidad.

– Lo primero que tienes que hacer es ponerte de pie y cuadrarte cuando entra en la oficina un superior.

Pepe obedeció despacio la orden de Valdés y se quedó a un paso de él, muy cerca, en la oficina tan pequeña, tranquilo y vestido de civil delante de la estatura del otro, con gafas y barba, con algo de somnolencia en su actitud. Comprendí entonces que una de las mayores diferencias entre él y yo era el modo en que nos afectaba a cada uno el miedo.

– A ver, tú -me dijo Martelo- ponte delante de la máquina. ¿No lleváis toda la mili escaqueándoos de los servicios de armas con el cuento de la mecanografía? Pues te vas a dar el gusto de escribir tu propio parte de ingreso en el maco. Un mes para cada uno, por listos. Venga, escribe, «remitiendo arrestados a calabozo…».

Empecé a escribir y los dedos me temblaban tanto que no podía encontrar las teclas de la máquina. Quería contenerme, pero los ojos se me estaban humedeciendo, ya veía tras una niebla escarchada los caracteres que iban surgiendo en el papel, y me daba rabia que los sargentos descubrieran mis lágrimas y encontraran en ellas un nuevo motivo de escarnio. Me encontraba en un estado de suspensión de la realidad, disociado de ella, de las cosas habituales que había a mi alrededor y que permanecían invariables a pesar del desastre que me ocurría a mí, impenetrables para mis desgracia, tan indiferentes y ajenas a mi presencia como si yo no existiera.

– Nosotros no hemos hecho nada, mi sargento -decía detrás de mí, en otro mundo, Pepe Rifón-. Pregúntele a Juan Rojo: él sabe que durante el desfile estábamos en la oficina.

– Buena recomendación, sí señor -se burlaba Valdés, sentado ahora en el sillón, con las botas encima de la mesa-. Un quinqui, un testigo de toda confianza.

– «… habiéndoseles sorprendido en actitud de falta grave de respeto durante la citada ceremonia…» -a Martelo se le notaba en la voz que estaba disfrutando, transparentaba en ella un matiz inusual de alegría.

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