– Y qué si le ligo el bolso a una guiri, qué daño le hago yo a nadie, godo grifota, Turuta de mierda.
– Aficionados -dictaminaba con desdén Juan Rojo-. Aprendices. Membrillos…
Juan Rojo era de Linares: a la germanía de la droga le agregaba el sello indeleble de su acento de la provincia de Jaén. Hinchado y muy pálido, con la piel aceitosa, como todos los cocineros, tenía una mirada rápida de ojos rasgados y una sonrisa desconfiada y en guardia: era esa vigilancia de quien teme siempre que irrumpa la policía o se desencadene una reyerta, esa atención permanente y furtiva a las esquinas, a lo que está detrás de uno, a las puertas que pueden abrirse. Estábamos una tarde de agosto en la playa de la Concha, esperando en vano que apareciese alguna chica con las tetas desnudas (el ayuntamiento acababa de aprobar en sesión plenaria el top-less), cuando Juan Rojo nos señaló con disimulo a dos individuos que tomaban el sol cerca de nosotros, altos los dos, bronceados, con bigote, con gafas oscuras:
– Os juro por mis muertos que esos dos son maderos. Ni en bañador se me despintan.
A Pepe Rifón no le costaba nada añadir un sentido político al odio que nuestros amigos sentían hacia quienes ellos llamaban los maderos y los picoletos. Era tan fácil, y vivíamos todos tan agobiados por el autoritarismo militar, que a mí también se me contagiaba aquella beligerancia, hasta el punto de que ya no me indignaba cuando al comprar el periódico veía en primera página la foto de un policía o de un guardia civil asesinado. Como muchas personas de izquierda en esa época, Pepe Rifón creía en las virtudes revolucionarias o subversivas de la delincuencia común, y se mostraba orgulloso de que tuviéramos aquellos amigos tan chorizos, en los que encontraba un romanticismo de marginalidad y lealtad del que según él carecían las personas cultivadas.
El chorizo empezaba a ser entonces, en el tránsito de los setenta a los ochenta, el Buen Salvaje que parecen necesitar siempre los intelectuales de izquierda, y la simpatía incondicional que mi amigo Pepe Rifón sentía hacia Juan Rojo era la misma que empezaba a surgir entonces en las canciones y en el cine hacia los nuevos héroes de la droga, de la navaja y el atraco, una admiración frívola y moralmente abyecta a la que va siendo hora de atribuirle su parte de responsabilidad en algunos de los horrores de la década.
Pero Pepe Rifón no llegó a conocer las devastaciones apocalípticas de la heroína ni el encanallamiento ni el miedo que las agujas hipodérmicas y las navajas iban a sembrar en la noche de las ciudades a lo largo de los ochenta. Aquel verano había en las vallas publicitarias un anuncio gubernamental que decía: La droga mata; en una de ellas alguien había añadido con espray rojo: Eta, mátalos. Pasábamos cerca y Juan Rojo sentenció:
– Más mata la madera.
Yo creo que él traficaba en heroína. Lo vi de vez en cuando con un tipo pelirrojo, muy flaco, encorvado, con los ojos vidriosos, un soldado de otra compañía que pasó varios meses en el hospital militar convaleciendo de un ataque de hepatitis. Si Pepe el Turuta o Agustín le ofrecían un Fortuna Juan Rojo hacía un gesto de asco y sacaba su paquete de Winston de contrabando: «Yo no fumo tabaco de pobres.» Bajo la bocamanga sucia de su mono de cocinero llevaba una esclava de plata. Cuando íbamos a buscar hachís era él siempre quien escogía al camello y cerraba el trato. Se apartaba de nosotros, caminando con una oscilación especial, entre desafiadora y perezosa, lo veíamos mover las manos, hablar en voz baja, examinar muy rápido algo que le enseñaba el otro, entregar el dinero y recoger el envoltorio de papel de plata con ademanes invisibles de tan veloces y disimulados, como los de un ilusionista o un tahúr.
Las noches tibias y húmedas del final de aquel verano las recuerdo perdidas en una somnolencia de hachís, en el sonambulismo de los bares y los callejones de la Parte Vieja de San Sebastián, como una película algo desenfocada en la que sólo la música mantiene una presencia exacta, no desgastada por el tiempo: en las máquinas de los bares y en los radiocassettes del cuartel oíamos las rumbas lumpen de Los Chichos, con sus historias de cárceles, de condenas injustas, de amores desgarrados con mujeres de la calle y duelos de honor a navajazos. Pero nos gustaban también el Walk on the wild side y el Rock'n'Roll Animal de Lou Reed, y nos arrebataba la furia con que cantaba Gloria Patti Smith, y la guitarra y la voz de Eric Clapton en el estribillo de Cocaine. Si escuchábamos Una gaviota en Madrid, de Juan Carlos Senante, a Agustín y a Chipirón se les saltaban las lágrimas, y a los demás nos entraba una emoción vaga de destierro y ganas de volver. Pero en casi todas nuestras sensaciones de entonces latía la intensidad y la rareza del hachís. Me acuerdo de ir notando el efecto de un porro sentado en un pretil del puerto de los pescadores y de ver en la distancia, sobre la playa de la Concha, un castillo de fuegos artificiales que se duplicaba en el agua quieta y lisa de la bahía, en silencio y muy lentamente, como si lo estuviera viendo desde el fondo del mar.
Formábamos a las seis en punto, después del toque de oración, y salíamos del cuartel con nuestras ropas de paisano en un macuto, cruzando a toda prisa el puente sobre el Urumea, siempre con el miedo instintivo a que nos ordenaran quedarnos, a que por algún motivo fuesen canceladas las horas de paseo, como ocurría en los casos de disturbios muy graves, cuando sonaba de pronto el toque de generala, que era el de máxima alerta, y temíamos que aquella vez sí que iba a empezar de verdad un golpe de estado.
En uno de los bares de Loyola teníamos alquiladas taquillas, (todo el mundo lo hacía, aunque estaba prohibido desde que un comando etarra robó varias docenas de uniformes) y allí nos cambiábamos de ropa, en unos almacenes traseros a los que se había trasladado intacto el olor a calcetines y a sudor de hombres solos de los dormitorios del cuartel. Al vestirnos de paisano también nos uniformábamos, con pantalones vaqueros, zapatillas de lona, camisetas ajustadas, chubasqueros, igual que las generaciones de veteranos que nos habían precedido. Salíamos de aquel bar transfigurados, más ligeros, con una sensación eufórica de libertad en los talones, disfrutando del placer de hundir las manos en los bolsillos de los vaqueros, de caminar hacia la ciudad o subir al autobús con un sentimiento de confabulación entre pandillera y delictiva.
Si llevábamos dinero lo primero de todo era hacer un fondo común, que Pepe Rifón administraba, para pagarnos las cervezas y el hachís. Lo vendían en la plaza de la Constitución o en la Trinidad individuos patibularios que a mí me daban mucho miedo y que seguramente traficaban también en heroína. Entonces aún se veían muy pocos yonquis, o al menos yo no estaba acostumbrado a reconocerlos. En la Constitución, bajo los soportales, en la escalinata de la biblioteca pública, había cuévanos de oscuridad donde una vez vi un antebrazo pálido y descarnado, de lividez quirúrgica, al que se ceñía un trozo de goma.
Otras veces íbamos a buscar a un camello a un bar de la Parte Vieja que se llamaba el Moka. El Moka era uno de los bares más raros en los que yo haya estado en mi vida. Por lo pronto no tenía barra, sino una especie de vitrina de cajero en el centro del local, rodeada por un pequeño mostrador, dentro de la cual estaba el camarero, sirviendo cafés y cañas como si vendiera tabaco en un estanco. Todo alrededor, en el espacio poliédrico, las paredes estaban cubiertas de espejos que se repetían los unos en los otros, y en cada uno de ellos se multiplicaban las caras y las figuras de los clientes del café Moka, sus signos masónicos de reconocimiento, sus miradas de vidrio.
En el Moka el comercio invisible de la heroína era como una danza de fantasmas repetidos en los espejos, moviéndose en apariciones y huidas simultáneas, y las caras expectantes y ansiosas se duplicaban aritméticamente en un delirio visual que acentuaba el efecto del hachís y se volvía baile de vampiros por la luz fluorescente que bañaba el lugar, una luz de nevera que hacía aún más pálidas las caras más pálidas de San Sebastián y subrayaba el dibujo de las venas en los brazos, el brillo de las tachuelas y de los colgantes metálicos y el color negro de las ropas que vestían los yonquis y las yonquis, los reflejos de piel de reptil de las cazadoras y las botas de cuero de los yonquis más pijos.
El café Moka tenía en la puerta un letrero caligráfico de los años cincuenta, una dignidad ajada de espejos y mármoles que conocieron tiempos mejores: contaban que había sido un sitio de mucho prestigio en San Sebastián, una tienda de toda la vida en la que se molía para los clientes el mejor café o se les servía humeante, aromático y negro en pequeñas tazas de porcelana, pero ahora era una lonja de los venenos más letales y una ruina invadida por los primeros zombis de la década. El camarero, fortificado en su taquilla circular, hacía como que no se enteraba de nada, servía y cobraba los cafés y no miraba a nadie a los ojos ni decía más que el precio de cada consumición. Era un señor pálido, como el local y sus clientes, con una palidez contagiada por las fluorescencias de porcelana, mármol, cristal y azulejo que brillaban difundiéndose a su alrededor, con un brillo mate en la cara y en la piel de los brazos, ese brillo muerto que solía tener antes la piel de los camareros en algunos cafés demasiado sucios y antiguos en los que no entraba casi nadie, bares de paredes verdosas con pintura plástica y vasos en forma de tulipa para el café con leche.
En el Moka estábamos de paso, como todo el mundo, enseguida nos íbamos a fumar tranquilamente a las oscuridades del puerto viejo o de la plaza de la Trinidad, donde siempre había conciliábulos sigilosos de melenudos que se iban pasando sacramentalmente en la penumbra la brasa roja del porro. En la plaza de la Trinidad, tan frecuentada de camellos y drogotas, a mí me atosigaba el peligro de una redada de la policía, peligro que a mis amigos, aun siendo evidente, ni se les pasaba por la imaginación, y sobre el que yo no me atrevía a insistir mucho, por miedo a que me calificaran de cenizo o de cobarde.
Ahora comprendo que en mi calidad de fumador de hachís y huésped del hampa donostiarra yo era tan pusilánime y tan incompetente como lo había sido años atrás durante mi fugaz incursión en la lucha antifranquista, y albergaba una confusión parecida de disgusto hacia algo que en el fondo me repelía y de remordimiento por el hecho mismo de que me desagradara, a causa de lo que yo creía entonces que era una falta de coraje vital. Por entonces Manuel Vázquez Montalbán citaba mucho un mandamiento de Arthur Rimbaud según el cual había que cambiar la vida y cambiar la Historia, pero yo me sentía tan al margen de la una como de la otra, y de hecho, por no gustarme, ni siquiera me gustaba Rimbaud, ni lo entendía, y menos aquella escuela de discípulos suyos visionarios y místicos de las drogas que iba de Antonin Artaud al fraudulento Carlos Castaneda.