Los novelistas, escribanos incontinentes, disparamos y disparamos palabras sin cesar contra la muerte, como arqueros subidos a las almenas de un castillo en ruinas. Pero el tiempo es un dragón de piel impenetrable que todo lo devora. Nadie se acordará de la mayoría de nosotros dentro de un par de siglos: a todos los efectos será como si no hubiéramos existido. El absoluto olvido de quienes nos precedieron es un pesado manto, es la derrota con la que nacemos y hacia la que nos dirigimos. Es nuestro pecado original.
Además de disparar palabras, la especie procrea contra la muerte, y ahí hemos de reconocer que se ha conseguido un relativo éxito. Al menos todavía no nos hemos extinguido como los dinosaurios y nuestros genes se multiplican sobre el planeta con abundancia de plaga. Tal vez la sensación de inmortalidad que sentimos cuando amamos sea una intuición de nuestro triunfo orgánico; o tal vez tan sólo sea un truco genético de la especie, para inducirnos al sexo y por lo tanto a la paternidad (los genes, pobrecitos, aún no saben nada de condones y píldoras). Luego, los humanos, con esa habilidad nuestra para complicarlo todo, convertimos la pulsión elemental de supervivencia en el delirio de la pasión. Y la pasión generalmente no pare hijos, sino monstruos imaginarios. O, lo que es lo mismo, imaginaciones monstruosas.
Soy una persona enamoradiza y he tenido unas cuantas vivencias sentimentales disparatadas, pero recuerdo una especialmente irreal. Todo empezó hace muchos años, cuando yo tenía veintitrés. Franco estaba a punto de morirse y yo era más o menos hippy; y espero que estos dos datos basten para centrar la época. La directora de cine Pilar Miró, muy amiga mía por entonces, salía con un realizador extranjero que estaba rodando una película en Madrid. Un día Pilar telefoneó y me propuso que fuera a cenar con ellos y con M., el protagonista de la película, un actor europeo que acababa de obtener un gran éxito en Hollywood, a raíz del cual se había hecho famosísimo. «Pero es un encanto, muy culto y un hombre muy tímido; y se acaba de divorciar, y está aquí muy solo», explicó Pilar. Era un día de junio de un verano tórrido.
Salimos los cuatro, efectivamente, y es probable que M. fuera inteligente y encantador, pero, como él no hablaba español y yo por entonces tampoco sabía inglés, no puedo decir en puridad que fuera capaz de comprobarlo. Eso sí, tenía unos treinta y dos años, unos ojos verdes demoledores, un cuerpo que se adivinaba prodigioso. Me gustaba, por supuesto, claro que me gustaba, pero la relación estaba entorpecida por nuestros penosos y entrecortados chapurreos en mal francés o pésimo italiano. En aquella época, además, yo le daba demasiada importancia a la palabra; consideraba que la palabra era mi fuerte, mi arma secreta: así como otras seducían agitando melenas rubias o largas piernas, a mí siempre se me daba mejor cuando contaba cosas. Para que un hombre me atrajera de verdad, yo tenía que creer que nos comunicábamos.
Pero era una noche de sábado, una de esas densas noches estivales en las que Madrid parece electrizarse; y yo tenía veintitrés años y eran unos tiempos felices y fáciles, unos tiempos sin sida, promiscuos y carnales. Fuimos a cenar, fuimos a beber, fuimos a bailar; y a las cuatro de la madrugada Pilar y su novio se marcharon y yo llevé a M. a su casa en mi coche, un Citroën Mehari de plástico rojo y de tercera mano. La productora había alquilado a M. un apartamento en la Torre de Madrid, el orgulloso rascacielos del franquismo, un edificio de unas treinta plantas que era por entonces el más alto de la capital, una ciudad aún achaparrada, pétrea y tibetana, como la definía Gil de Biedma. En el fragor de la noche, aparqué el coche enfrente del portal, encima de la acera, junto a otras dos docenas de vehículos que habían tenido la misma idea. Atravesamos un vestíbulo fantasmal e inmenso y subimos en varios ascensores de los que había que entrar y salir en diferentes pisos: la Torre era un laberinto delirante, una extravagancia estilo años cincuenta. Al fin llegamos al apartamento de M. e hicimos el amor. No recuerdo nada ni del apartamento ni del acto sexual: supongo que el primero sería amueblado y anodino, y el segundo tan desamueblado y manifiestamente mejorable como a menudo son los primeros encuentros. Poco después, M. se durmió como una piedra. Y para mi desgracia yo me quedé pensando.
Tumbada en la cama junto a él (de eso sí me acuerdo: de la sabrosa línea de su cuerpo desnudo, cada vez más nítidamente recortado en la penumbra mientras el sol se alzaba al otro lado de las persianas), y sumida en la fragilidad psíquica de las noches, en el frenesí rumiante de los insomnios, empecé a irritarme conmigo misma. Qué hago yo aquí, me dije, en este apartamento extraño, en esta Torre absurda. Por qué me he venido con este tipo, con quien no consigo intercambiar dos frases. Peor aún, por qué demonios se habrá venido él conmigo, si en realidad no podemos entendernos, si en realidad no he podido seducirle con lo mejor de mí, que es lo que digo. No, si lo que sucede es que él se hubiera acostado con cualquiera, le hubiera dado igual una chica u otra, así son los hombres; claro, todo estaba ya previsto, desde que quedamos ya se suponía que íbamos a terminar en la cama, qué cosa más convencional y más estúpida, y él qué se habrá creído, él se debe de pensar que es irresistible porque es famoso y guapo y estrella de Hollywood, habrase visto cretino semejante. Y así, mientras el pobre M. dormitaba como un bendito junto a mí, me fui enconando con unas elucubraciones cada vez más furibundas, hasta que terminé asfixiada de ira justiciera.
Alcanzado este punto de enrabietamiento, decidí que no podía pasar ni un segundo más con semejante monstruo. Me levanté muy despacio, me vestí con un cuidado primoroso para no despertarle, recogí mis cosas y salí de puntillas de la casa con los zapatos en la mano. Recuerdo que tardé un tiempo infinito en cerrar la puerta del apartamento, para que el resbalón no restallara. Después, sintiéndome libre al fin como si me hubiera escapado de un campo de prisioneros, bajé y bajé por el vericueto de ascensores, con la cabeza greñuda, la ropa desarreglada, la boca laminada por los pitillos, los ojos despintados y corridos. Y cuando al fin alcancé la planta baja y salí a la calle, descubrí dos cosas desconcertantes: una, que era completa y cegadoramente de día (en ésas miré el reloj y comprobé que eran las diez y media de la mañana), y dos, que habían desaparecido los demás vehículos y mi coche estaba huérfano y abandonado encima de la acera, en realidad en mitad del parque, porque lo que había enfrente de la Torre era un parque lleno de señoras con carritos de niños paseando en la plácida mañana del domingo, y mi coche ahí trepado, espectacular en su color rojo y su soledad.
Pero no, a decir verdad no estaba solo, porque el Mehari se encontraba rodeado por una nube de policías (los temibles grises del franquismo) y, para mi sobrecogida incredulidad, también estaba mi padre, mi serio y estricto padre con quien yo por entonces me pasaba los días discutiendo, mi padre ex torero con su sombrero ancho cordobés, mi vehemente padre que sin duda debía de hallarse en un arrebato de vehemencia, pero qué demonios hacía allí mi padre, y menos mal que estaba de espaldas al portal de la Torre y no me había visto aparecer.
Salí zumbando a toda velocidad, di la vuelta a la esquina de la calle Princesa y me quedé pegada al muro como una mosca, jadeando no por la breve carrera sino por el soponcio, intentando entender qué sucedía, por qué la policía cercaba mi coche, si de verdad me encontraba despierta. Poco a poco la resaca de alcohol y de tabaco, el dolor de cabeza y el mareo provocado por la falta de descanso me convencieron de que no estaba durmiendo. Pocos meses antes, el sucesor de Franco, el almirante Carrero, había volado hecho pedazos por una bomba de ETA hasta el tejado de un edificio, y las fuerzas de seguridad se mantenían en situación de alerta. Mi coche, destartalado y raro, orondamente plantado encima del parque, debió de parecerles sospechoso, y seguramente telefonearon al domicilio en el que estaba registrada la matrícula, que era la casa de mi familia, aunque yo ya no viviera allí. Me horrorizó imaginar la cara de mi padre cuando los guardias le llamaron: entonces sólo pensé en su ira y hoy sólo puedo pensar en su preocupación. Comprendí, en fin, que no podía huir sin más ni más y dejar atrás ese enjambre de grises. Intenté respirar hondo para tranquilizarme, y limpiarme el maquillaje corrido en las ojeras con un dedo mojado de saliva, y atusarme los pelos disparados, y aclararme la voz de lobo matutino; y luego salí de detrás del precario refugio de mi esquina y me dirigí con piernas temblorosas hacia el coche.
Mi llegada fue una especie de anticlímax. Mi padre rugió un «¡Pero qué ha pasado, dónde estabas!», y yo balbucí con poca convicción las explicaciones que había improvisado: que la noche anterior había salido a cenar con Pilar Miró y otros amigos, que bebí demasiado y no quise coger el coche, que me había ido a dormir a casa de Pilar. Para mi sorpresa, nadie, ni los guardias ni mi padre, se mostraron demasiado inquisidores; era obvio que ninguno de ellos me creía; probablemente los grises incluso me habían visto salir corriendo de la Torre; mi padre estaba consternado, tal vez reconociendo en mí su juventud juerguista (con el agravante de que yo era una mujer y él era machista), y los guardias mostraban un educado apuro ante su consternación. De manera que todo fue inesperadamente fácil; me pidieron el carnet, me dijeron que me llevara el coche, es posible que ni siquiera me multaran. Mi padre se marchó sin añadir palabra, casi sin despedirse, en dirección a los veinticinco años de vida que todavía le quedaban por delante; y a nuestro futuro reencuentro, y al profundo cariño que nos tuvimos, del que por entonces yo aún no era consciente. Cosa extraordinaria: acabo de darme cuenta de que nunca volvimos a mencionar ese incidente y ahora ya es muy tarde para poder hablarlo.
Yo también me fui camino del resto de mi vida, pero por el momento me marché al piso que compartía con mi amiga Sol Fuertes en la Ciudad de los Periodistas. Iba de un humor tenebroso y doblemente encorajinada por el incidente del coche, que consideré como una confirmación de mi estupidez. Algunas horas después telefoneó Pilar para preguntar qué había sucedido; no quise dar explicaciones porque intuí que llamaba de parte de M. y no quería ni volver a hablar de él. «No ha pasado nada», dije; y ella, que era una amiga muy respetuosa, no insistió; tan sólo me dio el número de M. por si quería ponerme en contacto con él y luego colgó y desapareció de esta historia camino de su prematura muerte veintitrés años después. A la semana siguiente llamó el propio M.: yo no estaba en casa y no le devolví la llamada. Varios días después me llegó una carta de él en inglés que, naturalmente, no entendí, y que arrojé con olímpico desdén a la basura. Como aún continuaba enfurecida, pensaba que todas esas atenciones de M. no eran más que la muestra de su orgullo herido; que él, actor mundialmente famoso y bla-bla-bla, no podía soportar la idea de que una niñata cualquiera le hubiera dejado plantado. Y es posible que, en efecto, hubiera algo de esto: porque los humanos somos tan estúpidos que a menudo nos fascinan quienes nos maltratan.