A los dieciocho años de edad, viviendo todavía en casa de mis padres, una noche conocí la oscuridad. Fue después de cenar; yo estaba todavía sentada a la mesa, que ya había sido despejada; sola en el cuarto, contemplaba aburridamente la televisión. Y entonces, sin ningún aviso previo, sucedió. La realidad se alejó de mí, o más bien yo me salí de la realidad. Empecé a ver la habitación como algo ajeno a mí, físicamente distante, inalcanzable, como si estuviera contemplando el mundo con un catalejo (eso, luego me enteré, se llama el efecto túnel). De repente yo estaba fuera de las cosas, me había caído de la vida. Inmediatamente sentí, como es natural, un terror pánico. Creo que jamás había experimentado tanto miedo en mi vida. Me castañeteaban los dientes y las rodillas me temblaban de tal modo que apenas si podía ponerme en pie. No entendía nada, no sabía qué me pasaba, sólo podía pensar que estaba loca y eso acrecentaba mi horror. Y además era incapaz de explicar lo que me sucedía: cómo, diciendo qué, a quién, si los demás se habían quedado todos lejos, muy lejos, al otro lado del túnel de mi mirada. Era una situación que rompía todas las convenciones expresivas, una pesadilla diurna e inefable. Yo, que siempre había vivido en un nido de palabras, me había quedado atrapada en el silencio.
La sensación aguda de ajenidad se pasó en unos minutos, pero dejó el mundo cubierto por un fino velo de irrealidad, como si la esencia de las cosas se hubiera debilitado; y yo me quedé asustadísima, muerta de miedo de que el miedo volviera. Volvió, por supuesto: en los meses siguientes tuve algunas crisis más, sola en mitad de la calle, o en una clase de la universidad, o mientras estaba con amigos… Dejé de ir al cine y a sitios públicos grandes y ruidosos, porque fomentaban la sensación de extrañamiento. Y seguía sin poder hablarlo con nadie. En mi época y mi clase social, ni se me ocurrió ir a un psicólogo, y por supuesto no tomé ningún medicamento. Mi madre, que me veía fatal, me recomendó que dejara de tomar café, cosa que hice. Fue un consejo sensato, después de todo, aunque no sirviera de gran cosa. Poco a poco, con el tiempo, regresé a la normalidad. Entretanto había decidido estudiar la especialidad de Psicología en la universidad, para intentar entender lo que me había sucedido. Esto es algo muy habitual: yo diría que la inmensa mayoría de los psiquiatras y psicólogos que hay en el mundo son individuos que han tenido problemas mentales. Lo cual no me parece necesariamente negativo, porque esa experiencia puede darles una mayor sensibilidad para su trabajo. Lo malo es que muchos de ellos se hacen psiquiatras o psicólogos no para desentrañar qué les sucede, sino para amurallarse contra sus miedos, en el pueril convencimiento de que, al ser los sanadores, no pueden ser al mismo tiempo los enfermos.
De modo que estudié Psicología y, en efecto, llegué a entender lo que me había pasado. Había tenido un ataque de angustia, el desorden psíquico más habitual; ahora lo suelen llamar eufemísticamente estrés y es una verdadera vulgaridad por lo mucho que abunda. Saber que era algo muy común me ayudó mucho; volví a tener una época de crisis en torno a los veintidós años y otra más, la última, en torno a los treinta, pero ambas fueron bastante menos agudas que la primera. Terminé perdiendo el miedo al miedo y aceptando que la vida posee un porcentaje de negrura con el que hay que aprender a convivir. Hoy he llegado a considerar aquellas crisis como un verdadero privilegio, porque fueron una especie de excursión extramuros, un pequeño viaje de turismo por el lado salvaje de la conciencia. Mis angustias me permitieron atisbar la oscuridad; y sólo si has estado ahí, aunque sea tan superficial y brevemente como yo lo estuve, puedes entender lo que supone vivir en el otro lado. En ese lugar aterrador al que no llegan los otros, exiliado de la realidad común, encerrado en el silencio y en ti mismo. Mis angustias, en fin, me hicieron más sabia.
Los llamados locos son aquellos individuos que residen de modo permanente en el lado sombrío: no consiguen insertarse en la realidad y carecen de palabras para expresarse, o bien sus palabras interiores no coinciden con el discurso colectivo, como si hablaran un lenguaje alienígena que ni siquiera puede traducirse. La esencia de la locura es la soledad. Una soledad psíquica absoluta que produce un sufrimiento insoportable. Una soledad tan superlativa que no cabe dentro de la palabra soledad y que no puede ser imaginada si no se ha conocido. Es como estar en el interior de una tumba enterrado vivo. «Cuando, según se cuenta, el zar Pedro I pronunciaba contra algún enemigo de su poderosa nobleza la sentencia: Yo te hago loco, el poder de la palabra y la palabra del poder, en este caso, acababan convirtiéndole en tal, pues, al tratarle todos los demás como demente, el desgraciado vivía la realidad de la sinrazón y perdía toda cordura», explicó Carmen Iglesias en el ya mencionado discurso de ingreso en la Academia. Y es un ejemplo perfecto. La locura es vivir en el vacío de los demás, en un orden que nadie comparte.
Durante mucho tiempo creí que escribir podía rescatarte de la disolución y la negrura, porque supone un sólido puente de comunicación con los demás y anula, por lo tanto, la soledad mortífera: por eso necesitas publicar y que te lean; por eso el fracaso total puede deshacer al escritor, como deshizo a Robert Walser. Luego comprendí que aquellos a quienes llamamos locos están a menudo más allá de todo rescate (salvo, quizá, del rescate químico: las nuevas drogas están haciendo milagros), y que la literatura sólo podía proteger a aquellos que nos encontrábamos a este lado o bien en la zona fronteriza, como tal vez fuera el caso de Walser. Por último, hace algunos años empecé a pensar que, en algunas ocasiones excepcionales, la literatura podía resultar incluso perjudicial para el autor. Eso sucede cuando lo que escribes empieza a formar parte del delirio; cuando la loca de la casa, en vez de ser una inquilina alojada en nuestro cerebro, se convierte en el edificio entero, y el escritor en un prisionero dentro de él.
Eso le ocurrió, por ejemplo, a Arthur Rimbaud, ese poeta deslumbrante que redactó toda su obra antes de cumplir los veinte años. Fue excéntrico y extraño desde pequeño y tuvo modos de auténtico chiflado: en 1871, con dieciséis años, no se lavaba, no se peinaba, iba vestido como un mendigo, grababa blasfemias a punta de cuchillo en los bancos del parque, merodeaba por los cafés como un lobo sediento intentando que alguien le invitara a una copa, contaba a grandes voces cómo disfrutaba sexualmente con las perras vagabundas y llevaba siempre en la boca una pipa con la cazoleta boca abajo. Poco después de esto se trasladó a París y conoció a Paul Verlaine, otro poeta exquisito y un perfecto tarado, alcohólico y violento. Se enamoraron tórrida y venenosamente el uno del otro, y durante un par de años se las apañaron para hacerse la vida imposible. Se pegaban, se insultaban, se amenazaban, se acuchillaban las manos en los cafés. Y al mismo tiempo escribían sin parar. Rimbaud desarrolló la teoría literaria del Vidente. «Yo soy otro», decía, y con ello tal vez intentaba convertir su íntimo sentimiento de enajenación en una clarividencia homérica, en un don sagrado y redentor. Se pasaba el día estudiando libros de ocultismo y llegó a creer que podía fundirse con Dios con ayuda de las drogas y de la magia. Ya digo, incluyó su escritura en el delirio. Para peor, se agarraba unas bárbaras cogorzas de absenta y ajenjo y masticaba haschish a todas horas (por entonces esta droga aún no se fumaba); lo hacía de modo concienzudo y voluntarista, ansioso de romper los lazos con la poca racionalidad que le quedaba, para poder dar el salto hacia la divinidad. Todo esto le llevó a un estado de constante ofuscación: veía salones rutilantes en el fondo de los lagos y creía que las fábricas del extrarradio de París eran mezquitas orientales.
Tanto la relación amorosa como el estado mental de los dos poetas se fueron deteriorando rápidamente. En 1873, Verlaine intentó matar a Rimbaud y le pegó tres tiros: sólo atinó uno y en la mano. Rimbaud terminó en el hospital, Verlaine en la cárcel (donde pasó dos años) y el escándalo arruinó la vida de ambos porque hizo pública y notoria su homosexualidad, cosa inadmisible en aquella época; incluso los amigos de Verlaine, poetas y supuestamente bohemios, le excluyeron de la antología de versos parnasianos que estaban preparando, en castigo a su condición de sodomita. Rimbaud, que se apresuró a publicar su libro Una temporada en el infierno por ver si así recuperaba algún prestigio, fue completamente ninguneado por aquel París cruel y represivo. Su teoría del Vidente había fallado: no sólo no se había convertido en Dios, sino que se encontraba más sepultado que nunca en lo demoníaco. En noviembre de 1875, Arthur Rimbaud quemó sus manuscritos y dejó de escribir para siempre jamás. Tenía veintiún años.
Mucho tiempo después, su hermana le preguntó que por qué había abandonado la escritura; y él contestó que seguir con la poesía le habría vuelto loco. Por eso no le bastó el silencio, sino que, después de haber sido todo palabras (y de que las palabras multiplicaran su delirio), intentó ser todo actos y nada más que actos. Es decir, intentó convertirse en un hacedor. Quiso encontrar la cordura por medio de una vida básica, de ese tipo de vida que, a fuerza de ser desnuda y difícil, parece más real. Fue capataz de canteras y maestro albañil en Chipre; viajó por Somalia y Etiopía, y en Harar se empleó en una empresa de comerciantes de café. Trabajaba como un galeote y era de una austeridad aterradora: apenas si comía y sólo bebía agua. Exploró regiones africanas desconocidas; se hizo traficante de armas y hay quien dice que también traficó con esclavos. Era un personaje conradiano, torturado y enigmático, que huía de sí mismo. Pero no pudo correr lo suficiente. En 1891, estando en un remoto rincón de África, empezó a sentir unos dolores espantosos en la rodilla. Era un cáncer de huesos. Le amputaron la pierna desde la ingle (mutilaron al poeta mutilado) pero no sirvió de nada. El tumor le dejó prácticamente paralizado y tardó en devorarle nueve agónicos meses. Rimbaud se los pasó llorando a lágrima viva, en parte por el insoportable sufrimiento físico, pero también de pena por haber vivido semejante vida. Cuando murió tenía treinta y siete años.
De manera que al bello y truculento Arthur Rimbaud escribir le volvía loco. Claro que en su caso estamos hablando de poesía, no de narrativa. La novela es un artefacto literario mucho más sensato. La novela construye, estructura, organiza. Pone orden al caos de la vida, como dice Vargas Llosa. Es mucho más difícil que una novela contribuya al desquiciamiento de su autor. Aun así, también hay novelas que acaban siendo una alucinación. El formidable Philip K. Dick terminó creyendo que sus novelas formaban parte de un complicadísimo plan mundial y que Dios las había puesto en su mente para revelarle que la Humanidad estaba atrapada en un espejismo, porque en realidad vivíamos todavía en el Imperio Romano. Y empezó a actuar conforme a lo que había escrito en sus anteriores libros.