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Dos

El escritor siempre está escribiendo. En eso consiste en realidad la gracia de ser novelista: en el torrente de palabras que bulle constantemente en el cerebro. He redactado muchos párrafos, innumerables páginas, incontables artículos, mientras saco a pasear a mis perros, por ejemplo: dentro de mi cabeza voy moviendo las comas, cambiando un verbo por otro, afinando un adjetivo. En ocasiones redacto mentalmente la frase perfecta, y a lo peor, si no la apunto a tiempo, luego se me escapa de la memoria. He refunfuñado y me he desesperado muchísimas veces intentando recuperar esas palabras exactas que iluminaron por un momento el interior de mi cráneo, para luego volver a sumergirse en la oscuridad. Las palabras son como peces abisales que sólo te enseñan un destello de escamas entre las aguas negras. Si se desenganchan del anzuelo, lo más probable es que no puedas volverlas a pescar. Son mañosas las palabras, y rebeldes, y huidizas. No les gusta ser domesticadas. Domar una palabra (convertirla en un tópico) es acabar con ella.

Pero en el oficio de novelista hay algo aún mucho más importante que ese tintineo de palabras, y es la imaginación, las ensoñaciones, esas otras vidas fantásticas y ocultas que todos tenemos. Decía Faulkner que una novela «es la vida secreta de un escritor, el oscuro hermano gemelo de un hombre». Y Sergio Pitol, de quien he tomado la cita de Faulkner (la cultura es un palimpsesto y todos escribimos sobre lo que otros ya han escrito), añade: «Un novelista es un hombre que oye voces, lo cual lo asemeja con un demente». Dejando aparte el hecho de que, cuando todos los varones escriben «hombre», yo he tenido que aprender a leer también «mujer» (esto no es baladí, y probablemente vuelva a ello más adelante), me parece que en realidad esa imaginación desbridada nos asemeja más a los niños que a los lunáticos. Creo que todos los humanos entramos en la existencia sin saber distinguir bien lo real de lo soñado; de hecho, la vida infantil es en buena medida imaginaria. El proceso de socialización, lo que llamamos educar, o madurar, o crecer, consiste precisamente en podar las florescencias fantasiosas, en cerrar las puertas del delirio, en amputar nuestra capacidad para soñar despiertos; y ay de aquel que no sepa sellar esa fisura con el otro lado, porque probablemente será considerado un pobre loco.

Pues bien, el novelista tiene el privilegio de seguir siendo un niño, de poder ser un loco, de mantener el contacto con lo informe. «El escritor es un ser que no llega jamás a hacerse adulto», dice Martin Amis en su hermoso libro autobiográfico Experiencia, y él debe de saberlo muy bien, porque tiene todo el aspecto de un Peter Pan algo marchito que se niega empeñosamente a envejecer. Algún bien haremos a la sociedad con nuestro crecimiento medio abortado, con nuestra madurez tan inmadura, pues de otro modo no se permitiría nuestra existencia. Supongo que somos como los bufones de las cortes medievales, aquellos que pueden ver lo que las convenciones niegan y decir lo que las conveniencias callan. Somos, o deberíamos ser, como aquel niño del cuento de Andersen que, al paso de la pomposa cabalgata real, es capaz de gritar que el monarca está desnudo. Lo malo es que luego llega el poder, y el embeleso por el poder, y a menudo lo desbarata y lo pervierte todo.

Escribir, en fin, es estar habitado por un revoltijo de fantasías, a veces perezosas como las lentas ensoñaciones de una siesta estival, a veces agitadas y enfebrecidas como el delirio de un loco. La cabeza del novelista marcha por sí sola; está poseída por una suerte de compulsión fabuladora, y eso a veces es un don y en otras ocasiones es un castigo. Por ejemplo, a lo mejor lees un día en el periódico una noticia atroz sobre niños descuartizados delante de sus padres en Argelia, y no puedes evitar que la maldita fantasía se te dispare, recreando de manera instantánea la horripilante escena hasta en sus detalles más insoportables: los gritos, las salpicaduras, el pegajoso olor, el chasquido de los huesos al quebrarse, la mirada de los verdugos y las víctimas. O bien, en un nivel mucho más ridículo pero igualmente molesto, vas a cruzar un río de montaña por un puente improvisado de troncos y, al plantar el primer pie sobre el madero, tu cabeza te ofrece, de manera súbita, la secuencia completa de tu caída: cómo vas a resbalar con el verdín, cómo vas a bracear en el aire patosamente, cómo vas a meter un pie en la corriente helada y después, para mayor oprobio, también el otro pie e incluso las nalgas, porque te vas a caer sentada sobre el arroyo. Y, voila, una vez imaginada la tontería con todos sus pormenores (el choque frío del agua, el momentáneo descoloque espacial que produce toda caída, la dolorosa torcedura del pie, el escozor del raspón de la mano contra la piedra), resulta bastante difícil no cumplirla. De lo que se deriva, al menos en mi caso, una enojosa tendencia a despanzurrarme en todos los vados de riachuelos y en todas las laderas montañosas un poco ásperas.

Pero estos sinsabores se compensan con la fabulación creativa, con las otras vidas que los novelistas vivimos en la intimidad de nuestras cabezas. José Peixoto, un joven narrador portugués, ha bautizado estos imaginarios conatos de existencia como los «y si». Y tiene razón: la realidad interior se te multiplica y desenfrena en cuanto que te apoyas en un «y si». Por ejemplo, estás haciendo cola ante la ventanilla de un banco cuando, en un momento dado, entra en la oficina una anciana octogenaria acompañada de un niño de unos diez años. Entonces, sin venir a cuento, tu mente te susurra: ¿y si en realidad vinieran a robar la sucursal? ¿Y si se tratara de una insospechada banda de atracadores compuesta por la abuela y el nieto, porque los padres del chico han muerto y ellos dos están solos en el mundo y no encuentran otra manera de mantenerse? ¿Y si al llegar ante la ventanilla sacaran un arma improvisada (unas tijeras de podar, por ejemplo; o un fumigador de jardines cargado de veneno para pulgones) y exigieran la entrega de todo el dinero? ¿Y si vivieran en una casita baja que se hubiera quedado aislada entre un nudo de autopistas? ¿Y si quisieran expropiarles y expulsarles de allí, pero ellos se negaran? ¿Y si para alcanzar su hogar tuvieran que sortear todos los días el galimatías de carreteras, organizando en ocasiones tremendos accidentes a su paso

– conductores que intentan esquivar a la vieja y que se estampan contra la mediana de hormigón-, colosales choques en cadena que la abuela y el niño ni siquiera se detienen a mirar, aunque a sus espaldas estalle un horrísono estruendo de chatarras? ¿Y si…? Y de esta manera vas componiendo rápidamente toda la vida de esos dos personajes, esto es, toda una vida, y tú te vives dentro de esas existencias, eres la vieja peleona pero también el nieto que ha tenido que madurar a pescozones; y en los pocos minutos que tardas en llegar a la ventanilla has recorrido años dentro de ti. Luego el cajero te atiende, recoges tus euros, firmas tus papeles y te marchas, y allí se quedan tan tranquilos la mujer y el niño, ignorantes de los avatares que han vivido.

Lo más probable es que la historia se acabe ahí, que no sea más que eso, una ensoñación pasajera y onanista, una elucubración privada que jamás rozará la materialidad de la escritura y del papel. Pero algunas de estas fabulaciones casuales acabarán apareciendo en una narración, tal vez años más tarde; normalmente no la peripecia completa, sino un trocito, un detalle, el dibujo germinal de un personaje. Y en raras ocasiones, muy de cuando en cuando, la historia se niega a desaparecer de tu cabeza y empieza a ramificarse y obsesionarte, convirtiéndose en un cuento o incluso en una novela.

Porque las novelas nacen así, a partir de algo ínfimo. Surgen de un pequeño grumo imaginario que yo denomino el huevecillo. Este corpúsculo primero puede ser una emoción, o un rostro entrevisto en una calle. Mi tercera novela, Te trataré como a una reina, brotó de una mujer que vi en un bar de Sevilla. Era un local absurdo, barato y triste, con sillas descabaladas y mesas de fórmica. Detrás de la barra, una rubia cercana a los cuarenta servía las bebidas a los escasos parroquianos; era terriblemente gorda y sus hermosos ojos verdes estaban abrumados por el peso de unas pestañas postizas que parecían de hierro. Cuando todos estuvimos despachados, la cachalota se quitó el guardapolvos pardo que llevaba y dejó al descubierto un vestido de fiesta de un tejido sintético azul chillón. Salió de detrás del mostrador y cruzó el local, llameando como el fuego de un soplete dentro de su apretado traje de nylon, hasta sentarse delante de un teclado eléctrico, de esos que poseen una caja de ritmos que cuando aprietas un botón hacen chispún. Y eso empezó a hacer la rubia: chispún y chunda-chunda, mientras tocaba y cantaba una canción tras otra, poniendo cara de animadora de hotel de lujo. Pero esa mujer, que ahora parecía meramente ridícula, sabía tocar el piano y en algún momento había soñado sin duda con otra cosa. Yo hubiera querido preguntarle a la rubia qué había sucedido en su pasado, cómo había llegado hasta aquel vestido azulón y aquel bar grisáceo. Pero, en vez de cometer la grosería de interrogarla, preferí inventarme una novela que me contara su historia.

Esto que acabo de explicar es algo muy común; es decir, muchos novelistas se quedan prendidos y prendados de la imagen de una persona a la que apenas si han visto unos instantes. Claro que esa visión puede ser deslumbrante y llena de sentido, aturdidora. Es como si al mirar a la rubia del vestido eléctrico vieras mucho más. Carson McCullers llamaba iluminaciones a esos espasmos premonitorios de aquello que aún no sabes, pero que ya se agolpa en los bordes de tu conciencia. McCullers consideraba que esas visiones eran «como un fenómeno religioso». Una de sus últimas obras, La balada del café triste, nació también de un par de tipos que contempló de pasada en un bar de Brooklyn: «Vi una pareja extraordinaria que me fascinó. Entre los parroquianos había una mujer alta y fuerte como una giganta y, pegado a sus talones, un jorobadito. Los observé una sola vez, pero al cabo de unas semanas tuve la iluminación de la novela».

En ocasiones el periodo de gestación es mucho más largo. Rudyard Kipling cuenta en sus memorias un poco afortunado viaje que hizo a la ciudad de Auckland, en Nueva Zelanda: «El único recuerdo que me llevé de aquel lugar fue el rostro y la voz de una mujer que me vendió cerveza en un hotelito. Se quedó en el desván de mi memoria hasta que, diez años después, en un tren local en Ciudad del Cabo, oí a un suboficial hablar de una mujer en Nueva Zelanda que "nunca se negaba a ayudar a un ánade cojo ni a aplastar un escorpión con el pie". Entonces aquellas palabras me dieron la clave del rostro y la voz de la mujer de Auckland, y un cuento titulado Mistress Bathurst se deslizó por mi cerebro suave y ordenadamente».

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