Recuerdo cuándo fue la primera vez que comprendí que la muerte existía. Debía de tener unos cinco años y estaba leyendo El gigante egoísta, el precioso cuento para niños de Oscar Wilde. Terminé el relato, miré la solapa y me enteré de que la persona que había escrito eso había muerto muchos años atrás. Por supuesto no alcanzaba a entender la medida de esos años, pero sabía que suponía muchísimo tiempo: de hecho, se había muerto antes de nacer yo. Y morirse, comprendí de golpe, era no estar en ningún lado. Ni escondido ni durmiendo ni en otra habitación ni en otra casa. Simplemente no estaba y no volvería a estar nunca jamás. Era una cosa imposible, impensable, pero que sucedía. Y, sin embargo, ese hombre que ya no estaba seguía contándome su precioso cuento. Yo podía seguir leyendo-oyendo sus palabras. Me imagino que ésa fue otra de las razones por las que me hice escritora.
Ya sabemos que se escribe contra la muerte, pero la verdad es que siempre me ha sorprendido y divertido el ansia de posteridad que muestran muchos escritores. Para ser exactos, es un defecto eminentemente varonil: en muy pocas mujeres novelistas he encontrado vestigios de ese afán. Tal vez sea porque las mujeres calman esa hambruna elemental de supervivencia con su capacidad reproductora; quizá el mandato genético de no perecer quede suficientemente saciado con la ordalía milagrosa del embarazo y el parto. Pero, entonces, las mujeres que, como yo, no hemos tenido hijos y nos hemos fabricado una biografía aparentemente poco femenina, ¿dónde nos encuadramos? Mi hermana Martina, la hacedora, dice que yo no soy una mujer, que soy una mutante; pero tampoco entre nosotras, las escritoras mutantes, advierto ese mismo frenesí por dejar huella que se puede percibir en tantos hombres.
Y es una ambición que no afecta tan sólo a los idiotas. O sea, no son únicamente los escritores más vanidosos, más egocéntricos y más insoportables los que imaginan su nombre en las enciclopedias para solaz y provecho de las generaciones venideras. Tengo amigos literatos estupendos, gente tal vez un poco narcisa pero encantadora, que anda embelesada por la posteridad. Enseguida hacen donaciones de sus cartas a alguna biblioteca, ordenan sus papeles con fechas y aclaraciones al margen en previsión de los futuros biógrafos, rompen las fotos en las que no se gustan, realizan anotaciones en sus diarios privados que en realidad sólo están hechas para ser leídas algún día públicamente… A mí me fascina esa ansiedad por perdurar, porque me parece estrafalaria. El tiempo todo lo tritura, todo lo deforma y todo lo borra, y hay autores y autoras importantísimos que se han perdido para siempre de la memoria del mundo. Por ejemplo, la maravillosa George Eliot, para mí una-uno de los novelistas más grandes de la historia, es prácticamente una desconocida en el mundo hispano, y en el anglosajón, en donde es un clásico escolar, no la lee nadie. Y Eliot aún tiene suerte, porque a fin de cuentas ha entrado en el panteón literario oficial de la lengua más poderosa del planeta. Peor y mucho más común es el caso de esos miles y miles de escritores y escritoras cuyos nombres ignoramos, porque la huella de sus vidas y de sus obras se ha borrado por completo de la faz de la Tierra. Ése es el destino que nos espera prácticamente a todos. Aspirar a otra cosa es más bien ridículo.
Aun así, hay una inquietud difícil de soslayar, y es la curiosidad o la preocupación por la imagen que quedará de ti en la primera resaca de tu muerte, es decir, en esos meses o incluso años en los que todavía te recuerden tras el fallecimiento. ¿Qué dirán de ti? ¿Cómo cerrarán la narración de tu vida? Puesto que nuestras existencias son un cuento que nos vamos contando a medida que crecemos, adaptándolo y cambiándolo según las circunstancias, fastidia pensar que la versión final de ese relato va a ser redactada por los demás.
Gay Talese, en su clásico y sustancioso libro Fama y oscuridad, cuenta el caso de Lowell Limpus, un reportero del Daily News de Nueva York que se encargaba de escribir los artículos necrológicos para el diario y que redactó su propia necrología. Limpus murió en 1957 y al día siguiente el Daily publicó un texto con su firma que empezaba diciendo: «Ésta es la última de las 8.700 historias escritas por mí que aparecerá en el News. Tiene que ser la última, puesto que fallecí ayer… He escrito mi propia necrología porque conozco mejor que nadie al sujeto en cuestión y prefiero que sea más sincera que florida». Desde luego un artículo así es un fin de fiesta muy logrado, pero tengo mis dudas sobre la justeza de lo que dice. Porque, por un lado, ¿es verdad eso de que nos conocemos a nosotros mismos mejor que nadie? ¿No estamos todos sometidos, en mayor o menor grado, a cierta idealización, cierto redondeamiento de nuestra persona? Por lo menos yo me he topado con un buen puñado de individuos tan pagados de sí mismos que no parecían tener ni la más repajolera idea de cómo eran. Y en cuanto a lo de preferir que sea más sincera que florida, ¿es eso creíble? ¿Puede ser sincera una autobiografía? ¿No se encuentran todas impregnadas, incluso las más autocríticas y las más honestas, de una buena dosis de imaginación?
En cualquier caso, a todos nos gustaría dictar desde el más allá nuestro retrato póstumo. Claro que uno puede hacer como Limpus y preparar su propia necrología anticipadamente, pero no es lo mismo, porque entonces el artículo puede convertirse en un simple enunciado de deseos. Por ejemplo, si yo escribiera hoy mi texto final, tal vez dijera algo como esto:
«Esta madrugada, mientras dormía, ha muerto la escritora Rosa Montero a consecuencia de un fallo cardíaco. Montero, de ochenta y tres años, acababa de regresar de Vancouver, en donde había presentado su última novela, y se encontraba trabajando en un libro de cuentos. Activa, curiosa, vitalista e inquieta hasta el final, la escritora hacía gimnasia todos los días, estaba estudiando un curso de Historia Medieval en la Complutense, seguía viajando con frecuencia y mantenía un ritmo de vida que sus numerosos amigos solían calificar de "trepidante"…» Y todo por el estilo. En fin.
Ensueños pueriles aparte, lo cierto es que resulta curioso pensar en cómo nos gustaría que nos recordaran. No ya desde el punto de vista personal, no ya nuestros amigos y nuestra familia, que poseen un recuerdo emocional, sino desde la perspectiva profesional, desde el exterior. Esto es, ¿qué me gustaría que dijeran de mí como escritora?
Un día que me encontraba muy desesperada porque la novela que estaba escribiendo se me resistía, Jorge Enrique Adoum, el célebre autor ecuatoriano, me envió por e-mail una elocuente frase que me consoló, haciéndome entender mejor la naturaleza del trabajo narrativo. Es de los hermanos Goncourt y dice así: «La literatura es una facilidad innata y una dificultad adquirida». Y sí, es verdad, es exactamente eso. Supongo que se puede aplicar a todas las actividades artísticas y no sólo a la literatura, pero en cualquier caso es algo que la narrativa cumple por completo. Todos los novelistas que conozco son personas que han tenido una facilidad innata para escribir; y todos los novelistas que me interesan han luchado toda su vida contra esa facilidad. La construcción de la propia obra es un constante esfuerzo por escribir desde la frontera de lo que no sabes. Hay que huir de lo que uno domina, de los lugares comunes personales, de lo conocido: «La única influencia de la que uno debe defenderse es la de uno mismo», decía con toda razón Bioy Casares. Y Rudyard Kipling aconsejaba a los escritores noveles: «En cuanto veas que aumentan tus facultades, intenta algo que te parezca imposible». No hay cosa más penosa que un novelista que se copia a sí mismo.
Isaiah Berlín dice que hay dos tipos de escritores, los erizos y los zorros. Los primeros se hacen una rosca y siempre le dan vueltas al mismo tema, mientras que las raposas son animalejos itinerantes que avanzan sin parar por asuntos distintos. No es una división valorativa, sino simplemente descriptiva. Es decir, un autor zorro no tiene que ser necesariamente mejor que un autor erizo, porque rumiar incesantemente la misma cosa no implica una repetición forzosa; antes al contrario, los buenos escritores erizos ahondan y ahondan en el tema, como quien inserta un berbiquí en una madera. Un ejemplo es Proust, ese erizo total, siempre hecho un ovillo en su eterna cama de hipocondríaco, siempre deambulando por los alrededores de su única obra, primero con Jean Santeuil, que no es más que un ensayo general, juvenil y fallido, y luego con la monumental y maravillosa En busca del tiempo perdido.
Una vez aclarado esto, debo confesar que yo me considero una raposa al cien por cien, desde la trufa de mi negro hocico hasta mis patitas andariegas. Camino y camino de novela en novela descubriendo paisajes inesperados. E intento no conformarme, no repetirme. Lo que hace que cada libro sea más difícil de escribir que el anterior. No sé si aguantaré en esa frontera por mucho tiempo: es un lugar incómodo y los humanos, incluidos los de espíritu zorruno, somos unos bichos bastante débiles. Por eso, si pienso hoy qué me gustaría que pusieran en mi necrología, creo que me bastaría con que pudieran decir: «Nunca se contentó con lo que sabía».