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Siete

¿Por qué se pierde un escritor? ¿Qué sucede para que un novelista maravilloso se hunda para siempre en el silencio como quien se hunde en un pantano? O algo aún peor, más inquietante: ¿a qué se debe el hecho de que un buen narrador comience de repente a redactar obras espantosas?

Muchos, sin duda, se rompen el espinazo con el fracaso. El oficio literario es de lo más paradójico: es verdad que escribes en primer lugar para ti mismo, para el lector que llevas dentro, o porque no lo puedes remediar, porque eres incapaz de soportar la vida sin entretenerla con fantasías; pero, al mismo tiempo, necesitas de manera indispensable que te lean; y no un solo lector, por muy exquisito e inteligente que éste sea, por mucho que confíes en su criterio, sino más personas, muchas más, a decir verdad muchísimas más, una nutrida horda, porque nuestra hambruna de lectores es una avidez profunda que nunca se sacia, una exigencia sin límites que roza la locura y que siempre me ha parecido de lo más curiosa. A saber de dónde saldrá esa necesidad absoluta que nos convierte a todos los escritores en eternos indigentes de la mirada ajena.

Salga de donde salga, en fin, lo cierto es que necesitamos cierto reconocimiento público; y no sólo para seguir escribiendo, sino incluso para seguir siendo. Quiero decir que un escritor fracasado suele convertirse en un monstruo, en un loco, en un enfermo. En un ser infinitamente desgraciado, en cualquier caso. Como le sucedió, por ejemplo, a Herman Melville, el autor de la maravillosa Moby Dick, una novela que hoy, siglo y medio después de su publicación, se sigue editando y reverenciando, pero que en su momento no gustó absolutamente a nadie, ni siquiera a los amigos más fieles de Melville, que consideraron que era un libro de lo más estrafalario con todas esas meticulosas descripciones de las costumbres de las ballenas espermáticas. Moby Dick no vendió ni dos docenas de copias y causó una rechifla general; Melville nunca se recuperó de ese fracaso y, aunque vivió casi cuarenta años más, apenas si volvió a escribir: sólo un novelón ilegible, unos cuantos poemas y algunos textos breves, como su genial novela corta Bartleby el escribiente, que demuestra que su talento seguía intacto pese al destierro de silencio en el que vivía. Y pese a su desesperación creciente, a su frustración, a la ferocidad con que arrastraba su pena de escritor incomprendido. Porque Melville se hizo la vida imposible a sí mismo y a cuantos tuvo cerca. Cuando, a los cuarenta y siete años, se vio obligado a aceptar un miserable empleo de inspector de aduanas, tan tedioso como mal pagado, para poder mantener a la familia, la obviedad de su fracaso como novelista debió de estallarle como un obús dentro de la cabeza. Se volvió medio loco, le consumía la ira, actuaba con enorme violencia, probablemente incluso pegaba a sus hijos y a su mujer, la cual estuvo pensando seriamente en separarse de él: y estamos hablando de 1867, una época en la que los matrimonios simplemente no se separaban, lo cual puede darnos una idea de la dimensión del infierno en el que vivían. De hecho, fue también en 1867 cuando el hijo mayor de Herman se encerró en su cuarto y se reventó la cabeza de un disparo. Se llamaba Malcolm y tenía dieciocho años: tal vez se suicidara para huir del irrespirable ambiente doméstico. Éstos son los horrores que pueden llegar a suceder cuando un escritor se frustra y se derrota. Lo cual me hace pensar que a lo peor somos unos locos furiosos más o menos disimulados y que no acabamos de manifestar nuestra locura en tanto en cuanto la sociedad nos siga llevando la corriente.

Otros autores fracasados, probablemente la mayoría, dirigen la violencia de su dolor contra sí mismos y se desbaratan por completo. Estoy pensando en el pobre Robert Walser, un escritor suizo cinco años mayor que Kafka, autor de novelas tan interesantes como Los hermanos Tanner. Hoy es un personaje de culto, un nombre importante, aunque no popular, en la literatura contemporánea en alemán; pero lo cierto es que, mientras estuvo vivo (nació en 1878, murió en 1956), nadie le hizo el menor caso. Su tragedia, horrorosa y ridícula a la vez, aparece muy bien contada en el libro El autor y su editor, de Siegfried Unseld, que fue el último editor de Walser en Alemania y que conoció al escritor en sus años finales.

Robert Walser vivió en Zúrich desde 1896 hasta 1906; durante esa década cambió siete veces de empleo y diecisiete de casa. El veinteañero Robert era oficinista; trabajó en bancos y en compañías de seguros, pero lo que quería, lo que siempre quiso desde que a los catorce redactó su primera obrita, era ser escritor. En 1902 empezó a publicar pequeñas cosas en revistas y a llevar sus textos a los editores, que se los rechazaron. Por entonces, aún henchido de esperanzas, escribía: «La intranquilidad y la incertidumbre, así como la intuición de un destino singular, quizá me han impulsado a tomar la pluma para intentar reflejarme a mí mismo». Qué interesante párrafo, y qué bien describe esa pulsión idiota que nos lleva a todos a la escritura. Primero, la intranquilidad y la incertidumbre, es decir, esa falta de acuerdo con el entorno, esa incomodidad, esa inadaptación a la que también se refería Vargas Llosa; luego viene «la intuición de un destino singular», frase conmovedoramente vanidosa (de la vanidad del escritor hablaremos más tarde) y patética en su desconocimiento de lo humano, porque todas las personas, literatos o no, percibimos esa ansia de la singularidad de nuestro destino, el grito del yo que se siente único; y, por último, el intento de reflejarse a sí mismo, porque, efectivamente, uno escribe para expresarse, pero también para mirarse en un espejo y poder reconocerse y entenderse.

Por fin, en 1905, el joven Walser consiguió que le publicaran su primer libro e incluso que le firmaran un contrato para el segundo. Este logro, que debió de ser uno de los momentos más felices de su vida, supuso, sin embargo, su perdición. Walser, entusiasmado, dejó su trabajo como oficinista en cuanto firmó el contrato, decidido a dedicarse profesionalmente a la escritura aun antes de que saliera a la calle su primera obra y sin tener en cuenta el éxito que podía tener. O más bien que no tuvo, porque fue un completo fracaso. Le hicieron dos buenísimas críticas, una de ellas firmada por Herman Hesse, pero el libro, del que se habían tirado mil trescientos ejemplares, sólo vendió cuarenta y siete copias, y el editor se arrugó y decidió incumplir el acuerdo y no publicar la segunda obra. «Es una verdadera desgracia cuando un escritor no obtiene éxito con su primer libro, como me sucedió a mí», escribió el irritado pero aún arrogante Walser, «porque entonces cualquier editor se cree capacitado para darle consejos de cómo conseguirlo por el método más rápido. Estas seductoras melodías han destruido a más de una naturaleza débil».

En realidad él no era nada fuerte, como la vida se encargaría de demostrarle cruelmente; y tampoco sé si es del todo verdad lo que ese orgulloso párrafo implica, a saber, que Walser hubiera podido escribir un libro de éxito si hubiera querido rebajarse a ello. Es cierto que hay obras horribles y horriblemente fáciles que se venden como rosquillas entre un sector de público lector poco exigente, pero escribir una novela malísima y popularísima es algo que tampoco está al alcance de cualquiera, hace falta tener una desfachatez especial o ser verdaderamente un poco simplón, hace falta que no te importe ser un tramposo y halagar los bajos instintos de la gente, y eso no lo sabe hacer todo el mundo. Es decir, tengo la sensación de que el buen escritor sólo sabe escribir bien, de la misma manera que el malo sólo es capaz de escribir mal. Cada cual escribe como puede, porque la literatura viene a ser como una función orgánica más, lo mismo que sudar, pongamos, y uno no controla su sudoración, hay gente que chorrea al menor esfuerzo y gente que siempre se mantiene seca. Para mí, Walser nunca hubiera podido escribir una obra popular por más que se esforzara; y, de hecho, creo que más adelante lo intentó, con ninguna fortuna, por supuesto.

Dos años más tarde, en 1907, consiguió que otra editorial le publicara Los hermanos Tanner; y luego sacó otra novela, El ayudante, que fue la de mayor éxito en toda su carrera: tres ediciones de mil ejemplares cada una. Todo esto, que no es gran cosa, fue conseguido con grandes esfuerzos, y acabó con su magra reserva de buena suerte. Los editores empezaron a perderle manuscritos (señal del poco interés que despertaba), y los otros libros que sacó, poemas y una novela, fueron fracasos absolutos. Una tras otra, las casas editoriales se lo iban quitando de encima como una patata caliente. Pronto se encontró en una situación mucho peor que al principio de su carrera: antes no le querían publicar porque no le conocían, pero ahora no le querían publicar porque le conocían. Walser destruyó tres novelas porque no encontró quien se las editase. En 1914, un manuscrito suyo consiguió ganar el Premio Frauenbund; el galardón conllevaba la publicación y, en efecto, el libro, un volumen de prosas poéticas, salió a la calle. Pero se vendió tan poco que este nuevo editor también le abandonó.

Desesperado, el pobre Walser enviaba agónicas cartas a todos los directores editoriales intentando vender sus obras: «Acabo de terminar un nuevo libro en prosa titulado Kammermusik en el que he engarzado con esmerado trabajo veintisiete piezas (…) Creo poder decir que el libro forma un todo sólido, redondo y atractivo (…) Me agrada pensar que puedo encarecerle seriamente la publicación de Kammermusik pues considero que es uno de mis mejores libros». ¡Menos mal que hoy existen los agentes y que el escritor no está obligado a rebajarse en persona de tal modo! Aunque a los escritores como Walser tampoco los quieren en las agencias. La carta es la versión literaria del pregón del vendedor ambulante: por favor, cómpreme este libro tan bueno, tan bonito y tan barato… Qué distinto este texto de súplica, humillado y anhelante, de aquel primer párrafo todavía orgulloso sobre las naturalezas débiles. En el pedregoso camino, Robert Walser se había ido dejando la dignidad, porque el escritor, sobre todo el buen escritor, está curiosamente dispuesto a deshonrarse por su obra, si es necesario.

Y desde luego las humillaciones eran continuas. Por ejemplo: como no tenía un duro, un amigo le consiguió una conferencia en un Círculo de Lectura. Para no gastar dinero, fue a pie desde Biel, donde vivía, hasta Zúrich, donde tenía que hablar. El presidente del Círculo, que no conocía a ese escritor estrafalario, le pidió una prueba de la conferencia; Walser lo hizo fatal y el presidente le sustituyó por otro conferenciante, diciendo al público que el autor anunciado se había puesto enfermo.

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