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En realidad lo estaban enfermando. Se pasó cinco años sin poder publicar nada, y ya ni siquiera le aceptaban textos en las revistas. Escribió con amargura a Max Brod: «Los escritores, que a los ojos de los editores no son más que un atajo de desarrapados, deberían tratar con ellos como con cerdos tiñosos». En 1929 le internaron en un sanatorio psiquiátrico y dictaminaron que era un esquizofrénico. «Hölderlin pensó que era oportuno, es decir, prudente, renunciar a su sano juicio a los cuarenta años. ¿Me ocurrirá lo mismo que a él?», se preguntaba Walser. Y también anotó: «La gente no tiene confianza en mi trabajo (quieren que escriba como Hesse). Y ésa es la razón por la que he terminado en el sanatorio». Aun así, y pese a estar encerrado en el hospital, siguió escribiendo durante cuatro años: ochenta y tres piezas de prosa y setenta y ocho poemas. Y también anotó pensamientos tan amargos como éste: «Los críticos, conscientes de su poder, se enroscan alrededor de los autores como una boa constrictor, los aplastan y asfixian como y cuando les apetece». Pero en 1933 le cambiaron a la fuerza de psiquiátrico, y en el nuevo hospital ya no volvió a escribir. Allí murió veintitrés años más tarde, engullido por el silencio.

Que el fracaso enferma, que el fracaso mata, es algo que nos resulta fácil de entender; pero el caso es que el éxito también puede acabar contigo, como acabó con Truman Capote. He aquí un perfecto ejemplo de un escritor enorme que, descerebrado por el éxito, termina escribiendo cosas horribles. Capote poseía un talento descomunal; sus cuentos me enloquecen, su Desayuno en Tiffany's me parece perfecto, su A sangre fría es un disparo en el corazón. ¿Cómo pudo un autor tan potente deteriorarse tanto como para escribir los muy mediocres textos de Plegarias atendidas, su último e inacabado libro? Probablemente porque se traicionó a sí mismo; y porque se angustió.

El éxito angustia, porque no es un objeto que uno pueda poseer ni encerrar en una caja de caudales. De hecho, el éxito es un atributo de la mirada de los demás, quienes, de pronto, y de manera en realidad bastante arbitraria, deciden contemplarte con placidez y agrado, otorgándote el incierto regalo de creerte exitoso. Una vez situados bajo ese haz de luz procedente de la mirada de los otros, los humanos solemos desear que el foco no se apague, y eso nos coloca en una situación de debilidad y dependencia, porque no sabemos muy bien qué es lo que tenemos que hacer para que el reflector siga luciendo. Estas tribulaciones, que me parecen generales en cualquier tipo de éxito, creo que son aún peores en el caso de los escritores, primero porque ya hemos dicho que somos unos pobres tipos especialmente necesitados de la mirada ajena, y en segundo lugar porque, cuando empezamos a escribir para intentar complacer a esa mirada, en vez de seguir los dictados del daimon, como decía Kipling, entonces todo nuestro posible talento, pequeño o mediano, se hace fosfatina, y lo que escribimos se convierte en basura.

Y una última reflexión sobre por qué triunfar puede destrozar de manera superlativa a los novelistas; porque el éxito, en la sociedad mediática de hoy, ya no está relacionado con la gloria, sino con la fama; y la fama es la versión más barata, inestable y artificial del triunfo. La fama, «esa suma de malentendidos que se concentran alrededor de un hombre», como decía Rilke, es un vertiginoso juego de espejos deformantes que te devuelven millones de imágenes de ti, imágenes todas ellas falsas y alienantes, y esa multiplicación de yoes mentirosos puede resultar especialmente dañina para alguien que, como ya hemos dicho que le ocurre al novelista, es un ser que tiene las costuras de su identidad un poco rotas y que tiende a sentirse disociado.

Eso fue lo que le sucedió a Capote. Que se descosió.

Truman deseó demasiado el éxito. Desde pequeñito anheló con desesperación ser rico y famoso, y estuvo dispuesto a vender su alma para conseguirlo. Y, de hecho, la vendió. Ya era muy conocido (triunfó como escritor siendo muy joven) cuando emprendió la que sería su opera magna, el reportaje novelado A sangre fría, una magistral reconstrucción del absurdo asesinato de una familia de granjeros, el padre, la madre y los dos hijos adolescentes, a manos de dos veinteañeros medio tarados de vida tan triste y tan precaria que ni siquiera habían llegado a desarrollar de modo suficiente su conciencia del mal. Capote investigó el caso durante tres años; conoció a los asesinos, que estaban en la cárcel condenados a muerte, e intimó con ellos. Escribió la obra casi en su totalidad, y luego esperó durante otro par de años a que ejecutaran a los criminales para poner el capítulo final y publicar el libro. Durante todo ese tiempo, Capote se veía y se escribía con los condenados, que le mandaban cartas angustiadas pidiéndole que intercediera por ellos ante las autoridades, que pidiera el indulto, que les ayudara a salvar el cuello. El les contestaba con buenas palabras y aseguraba que había llegado a tomarles cierto cariño, pero en el fondo más oscuro de sí mismo estaba deseando que los jueces rechazaran todos sus recursos y que les mataran de una vez, para poder sacar el libro y disfrutar de la gloria, porque él sabía que era lo mejor que había hecho. Capote escribió a su amiga Mary Louise: «Como puede que hayas oído, el Tribunal Supremo ha rechazado las apelaciones (por tercera puñetera vez), así que puede que pronto suceda algo en un sentido u otro. Me he llevado ya tantas decepciones que casi no me atrevo a confiar. Pero ¡deséame suerte!». Truman no hizo nada por Dick y Perry, y lo cierto es que se horrorizó pero también se regocijó cuando al fin les colgaron; y no creo que esa miseria moral se pueda alcanzar impunemente.

Ésta debió de ser, por lo tanto, una de las causas de la caída de Capote: sacrificó la vida de dos hombres al idolillo bárbaro de su propia fama, y eso tiene que dejarte el ánimo revuelto. Por cierto que nunca he entendido muy bien por qué se metió en ese basurero emocional y por qué esperó hasta el cumplimiento de las penas capitales para publicar el libro, porque A sangre fría no necesitaba terminar con la ejecución para ser una obra redonda; de hecho, lo que Truman escribió tras el fallecimiento de los asesinos es con diferencia lo peor del relato, que podría haber acabado (y habría quedado mejor) con Dick y Perry en el corredor de la muerte. Pero, probablemente, le perdió de nuevo la ambición, es decir, un exceso de ambición: Capote quiso hacer El Mejor Libro Del Mundo, y se le debió de meter en la cabeza que, para ser perfecto, tenía que terminar con la agonía de los asesinos, de la misma manera que había empezado con la agonía de los granjeros. Pero se equivocó. Se equivocó éticamente y, lo que era para él aún peor, también literariamente.

Desde el primer momento de su publicación, A sangre fría fue un éxito tremendo. Capote estaba en lo mejor de la vida, había escrito un libro maravilloso, la gente se lo quitaba de las manos, el dinero le entraba a espuertas, se había convertido en ese chico riquísimo y famosísimo que siempre quiso ser. ¿Y qué le sucedió entonces? Pues que se fue a pique con todas las banderas desplegadas. Vivió diecinueve años más tras la aparición de A sangre fría, pero durante ese tiempo sólo publicó el puñadito de cuentos de Música para camaleones. A todo el mundo le decía que estaba trabajando en una novela monumental titulada Plegarias atendidas, la novela perfecta que le convertiría en el nuevo Proust, pero a su muerte sólo se encontraron tres capítulos y desde luego no eran dignos ni de Proust ni del propio Capote. En esos años finales de bloqueo y angustia, Truman se convirtió en un alcohólico y se tragó todas las pastillas del mundo. Estaba drogado, embrutecido, enloquecido, desesperado. Murió a los cincuenta y nueve años, tan deteriorado como un octogenario mal cuidado. Poco antes del final, declaró: «Miles de veces me he preguntado, ¿por qué me ha pasado esto? ¿Qué es lo que he hecho mal? Y creo que alcancé la fama demasiado joven. Apreté demasiado, demasiado pronto. Me gustaría que alguien escribiera lo que de verdad significa ser una celebridad (…) para lo único que sirve es para que te acepten un cheque en un pueblo. Los famosos se convierten a veces en tortugas vueltas boca arriba. Todo el mundo achucha a la tortuga: los medios de comunicación, pretendidos amantes, todo el mundo, y ella no puede defenderse. Le cuesta un enorme esfuerzo darle la vuelta a su ser» (todo esto lo recoge Gerard Clarke en su estupenda biografía sobre Capote).

Y sí, seguro que la fama tuvo su parte de culpa en el destrozo de Capote, así como el supremo egocentrismo con que despachó a Dick y Perry. Pero además hubo un tercer motivo por el que Truman se rompió, y es que, tras el enorme éxito de público y de ventas de A sangre fría, los críticos, esas raras criaturas a menudo tan envidiosas, tan equivocadas y tan esnobs, decidieron que algo que triunfaba tanto no podía ser bueno ni digno de sus gustos exquisitos, y por consiguiente no le dieron a Capote ni el National Book Award ni el Pulitzer, los dos premios más prestigiosos del año. De hecho, luego se supo que uno de los jurados del National, Said Maloff, crítico de Newsweek y una de esas boas constrictor a las que se refería Walser, convenció a los demás jurados de que el galardón debía ir a un libro menos «comercial» que A sangre fría. Sin embargo, un par de años más tarde no tuvieron ningún problema en otorgar ambos premios a Norman Mailer por Los ejércitos de la noche, un libro mediocre que imita de algún modo el tratamiento realista de A sangre fría.

No cabe duda de que el trato que Capote recibió por parte de la crítica oficial fue estúpido e injusto, pero, por otra parte, Truman dejó que ese suceso miserable le afectara demasiado. Esto es, se metió en ese pozo sin fondo de la vanidad que nunca se sacia, del requerimiento interminable, y no le fue suficiente el éxito monumental que había logrado su libro. Capote quería más. Lo quería todo. Y querer todo es lo mismo que no querer nada; es algo tan grande que no puede abarcarse. «Cuando vi que no me daban aquellos premios, me dije: voy a escribir un libro que os va a dejar a todos avergonzados de vosotros mismos. Vais a ver lo que un escritor verdaderamente, verdaderamente dotado, puede hacer si se lo propone», explicó años después Capote. Y ahí está definido todo su infierno. La vanidad del escritor no es en realidad sino un vertiginoso agujero de inseguridad; y si uno se mete en ese abismo, no deja de descender hasta que llega al centro de la Tierra. Si caes en el pozo, da igual que dos millones de lectores te digan que les ha encantado tu novela: basta con que un crítico cretino de la Hoja Parroquial de Valdebollullo escriba que tu libro es horroroso para que te sientas angustiadísimo. Yo no sé de dónde sale esa fragilidad idiota, esa necesidad constante de una mirada que te acepte, pero es semejante a la ceguera del enamorado que se siente solo, desgraciado y poco querido cuando el objeto de su amor no le hace caso, aunque tenga a su alrededor otras veinte mujeres que estén rendidamente enamoradas de él: pero a ésas ni las tiene en consideración, ésas no cuentan. Sea como fuere, Capote, para conseguir el amor imposible de la crítica esquiva, decidió hacer un libro maravilloso que les dejara pasmados, con lo cual se equivocó doblemente: primero, porque puso el listón tan alto que todo lo que escribiera tendría que parecerle insuficiente; y segundo, porque intentó escribir lo que suponía que los críticos querrían leer, en vez de fiarse de su daimon. Y ya sabemos que es la mejor manera de perderse.

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