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Pero el éxito y el fracaso no son las únicas causas que acaban o silencian o entontecen a un narrador. El poder, lo hemos visto antes, también corrompe fácilmente a los escritores. Tengo la sensación de que uno no puede escribir bien si convierte su vida en una mentira; hay autores que en su existencia han sido unos verdaderos miserables y que sin embargo han producido obras maravillosas, pero probablemente no se mentían a sí mismos: debían de ser malvados, pero consecuentes; o sea, es posible que la mentira sea el verdadero antídoto de la creación. Aunque a lo mejor es al revés: a lo mejor lo que sucede es que tu vida se va al garete porque conviertes tu obra en una mentira.

Sin duda aún hay muchas otras razones para que un novelista enmudezca. Enrique Vila-Matas investiga el tema en un libro fascinante, Bartleby y compañía, en el que divide a los autores entre escritores del sí y escritores del no; y estos últimos terminan sumidos en el silencio. ¿Por qué dejan de escribir los muchos autores que dejan de escribir? «Es que se me murió el tío Celerino, que era el que me contaba las historias», se excusaba Juan Rulfo cuando le preguntaban por qué no publicaba ningún libro más. Y debía de tener razón: se le murió o se le calló aquel que susurraba ficciones dentro de su cabeza. Todos los narradores llevamos a un tío Celerino en nuestro interior: y ojalá no se nos muera jamás.

Pero es el argentino César Aira quien, en su lúcido librito Cumpleaños, ha hecho la reflexión que me parece más atinada sobre por qué un escritor es atacado de pronto por el desánimo, el bloqueo, el desaliento, la seca (como decía Donoso), la mudez definitiva o pasajera. Convengamos primero, para entender el análisis de Aira, que novelar consiste en gran medida en vestir narrativamente lo que cuentas, en inventar mundos tangibles. El Premio Nobel Naipaul se lo explicó muy bien a Paul Theroux cuando le dijo: «Escribir es como practicar la prestidigitación. Si te limitas a mencionar una silla, evocas un concepto vago. Si dices que está manchada de azafrán, de pronto la silla aparece, se vuelve visible». Pues bien, Aira llevaba escribiendo un par de décadas cuando, cerca ya de los cincuenta, empezó a sentir esa desgana creativa que tanto se parece a una enfermedad física. Y explica en Cumpleaños: «A la larga me di cuenta de dónde estaba el problema: en lo que se ha llamado la invención de los rasgos circunstanciales, es decir, los datos precisos del lugar, la hora, los personajes, la ropa, los gestos, la puesta en escena propiamente dicha. Empezó a parecerme ridículo, infantil, ese detallismo de la fantasía, esas informaciones de cosas que en realidad no existen. Y sin rasgos circunstanciales no hay novela, o la hay abstracta y desencarnada y no vale la pena».

Exacto, eso es. Releo las líneas de Aira y sé que ha rozado algo sustancial. El detallismo imaginario, dice, empezó a parecerle ridículo e infantil. O lo que es lo mismo, Aira había crecido por encima del juego narrativo, como quien crece por encima de los caballitos de una feria: pero, cómo, ¿con veinte años y aún quieres subirte al tiovivo? Vaya cosa ridícula. El envejecimiento es un proceso orgánico bastante lamentable que apenas si tiene un par de cosas buenas (una, que, si te esfuerzas, aprendes algunas cosas; y dos, que es la mejor prueba de que no te has muerto todavía) y otras muchas malísimas, como, por ejemplo, que tus neuronas se destruyen a mansalva, que tus células se deterioran y se oxidan, que la gravedad tira de tu cuerpo hacia la tierra-tumba debilitando los músculos y desplomando las carnes. Pues bien, a todas estas pesadumbres, y otras que no cito, puede que también se sume un empacho abrumador de realidad, la pérdida progresiva de nuestra capacidad de fantasía, el anquilosamiento de la imaginación. O lo que es lo mismo, el fallecimiento definitivo del niño que llevamos en nuestro interior. Uno se hace viejo por fuera, pero también por dentro; y debe de ser por esto por lo que los lectores, a medida que crecen, van dejando mayoritariamente de ser lectores de novelas y derivan hacia otros géneros más instalados en el realismo notarial, la biografía, la historia, el ensayo. Este agostamiento senil de la imaginación (de la creatividad) puede sucedernos a todos los humanos, pero si eres novelista estás doblemente fastidiado, porque entonces te quedas sin trabajo. Entonces la loca de la casa, harta de tus desprecios de viejo bobo, se marcha con el tío Celerino a buscar cerebros más elásticos. Para escribir, en fin, conviene seguir siendo niño en alguna parte de ti mismo. Conviene no crecer demasiado. Quién sabe, a lo mejor por eso admiro tanto a los enanos.

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