No conozco a ningún novelista que no padezca el vicio desaforado de la lectura. Somos, por definición, bichos lectores. Roemos las palabras de los libros de manera incesante, al igual que la carcoma empeña todo su ser en devorar madera. Además, para aprender a escribir hay que leer mucho; por ejemplo, George Eliot poseía una vastísima cultura y leía a Homero y a Sófocles en griego y a Cicerón y Virgilio en latín: yo soy incapaz de una proeza semejante y ésta puede ser una de las razones por las que escribo peor que ella. En su precioso ensayo Letra herida, Nuria Amat propone a los escritores una pregunta cruel que consiste en decidir entre dos mutilaciones, dos catástrofes: si, por alguna circunstancia que no viene al caso, tuvieras que elegir entre no volver a escribir o no volver a leer nunca jamás, ¿qué escogerías? En los últimos años he planteado esta inquietante cuestión, a modo de juego, a casi todos los autores con los que me he ido topando por el mundo, y he descubierto dos cosas interesantes. La primera, que una abrumadora mayoría, por lo menos el noventa por ciento y puede que más, escogen (escogemos: yo también) seguir leyendo. Y la segunda, que este juego de apariencia inocente es un buen revelador del alma humana, porque tengo la sensación de que muchos de aquellos escritores que dicen preferir la escritura son gentes que cultivan más su propio personaje que la verdad.
Y es que, ¿cómo puede una apañárselas para vivir sin la lectura? Dejar de escribir puede ser la locura, el caos, el sufrimiento; pero dejar de leer es la muerte instantánea. Un mundo sin libros es un mundo sin atmósfera, como Marte. Un lugar imposible, inhabitable. De manera que mucho antes que la escritura está la lectura, y los novelistas no somos sino lectores desparramados y desbordados por nuestra ansiosa hambruna de palabras. Hace poco escuché hablar en público, en Gijón, a la escritora argentina Graciela Cabal, en una intervención divertidísima y memorable. Vino a decir (aunque ella se expresaba mejor que yo) que un lector tiene la vida mucho más larga que las demás personas, porque no se muere hasta que no acaba el libro que está leyendo. Su propio padre, explicaba Graciela, había tardado muchísimo en fallecer, porque venía el médico a visitarle y, meneando tristemente la cabeza, aseguraba: «De esta noche no pasa»; pero el padre respondía: «No, qué va, no se preocupe, no me puedo morir porque me tengo que terminar El otoño del patriarca». Y, en cuanto que el galeno se marchaba, el padre decía: «Traedme un libro más gordo».
– Mientras tanto, no hacían más que morirse compañeros de papá que estaban sanísimos, por ejemplo un pobre señor que sólo fue al médico a hacerse un chequeo general y ya no salió -añadía Graciela-. Y es que la muerte también es lectora, por eso aconsejo ir siempre con un libro en la mano, porque así cuando llega la muerte y ve el libro se asoma a ver qué lees, como hago yo en el colectivo, y entonces se distrae.
Graciela tiene razón: uno no sólo escribe, sino que también lee contra la muerte. Los relatos más maravillosos que conozco sobre el sentido de la narrativa incluyen siempre esa dimensión fantasmagórica del enfrentamiento contra la Desdentada. Como la historia-marco de Las mil y una noches, el cuento de la Sherezade que cuenta cuentos. Por cierto que estoy convencida de que este libro caótico, maravilloso e inmenso, que comprende unas tres mil páginas escritas a lo largo de un milenio, oculta a más de una mujer entre sus diversos autores anónimos. Porque, junto a pasajes estremecedoramente machistas (las mujeres de Las mil y una noches son azotadas, pateadas, esclavizadas, degolladas, narcotizadas, apaleadas, insultadas, raptadas y violadas a mansalva), hay numerosos relatos muy feministas, como las aventuras de Ibriza, la princesa guerrera, o la hermosa y culminante historia de Sharazad o Sherezade, que sin duda debería ser nombrada la santa patrona de los novelistas.
Recordemos el relato: Sahriyar era un monarca sasánida que reinaba en las islas de la India y de China, dondequiera que esto sea. Su hermano menor, Sah Zamán, era el rey de Samarcanda, que por lo menos tiene la ventaja de ser un lugar que sabemos dónde está. Un día Sah Zamán descubrió que su esposa le engañaba con un esclavo negro (todas las Noches están llenas del terror a la potencia sexual de los esclavos negros), y, tras ejecutar a ambos, se marchó a ver a su hermano. Allí constató que también la esposa de Sahriyar traicionaba al rey con el consabido siervo de color. Entonces los dos hermanos, desesperados, se fueron por el mundo. Llegaron a la orilla del mar y vieron salir de las aguas a un efrit, es decir, a un genio, que transportaba un baúl en su cabeza. El efrit abrió el cofre, dejó salir a una dama hermosísima y luego se echó a dormir. La dama descubrió a los dos reyes y les obligó a hacer el amor con ella («alanceadme de un potente lanzazo») con la amenaza de despertar al genio si se negaban. Después les pidió los anillos y los añadió a un collar en el que ya estaban enfiladas quinientas setenta sortijas; y entonces explicó que el efrit la había raptado y que la mantenía prisionera en el fondo del mar metida en el baúl; pero que ella, para vengarse, hacía el amor con todos los hombres que encontraba, porque «cuando una mujer desea algo lo consigue».
Sahriyar y Sah Zamán regresaron a la corte del primero horrorizados ante la maldad femenina; que el efrit se dedicara a raptar y violar doncellas, en cambio, les dejó tan campantes. Nada más volver, el rey Sahriyar degolló convenientemente a su esposa y a su amante y decidió no volver a confiar en las mujeres. De modo que desfloraba todas las noches a una joven virgen y por la mañana la mandaba matar. En este horrible quehacer transcurrieron tres años y las gentes de su reino «estaban desesperadas y huían con sus hijas, y no quedó ni una sola muchacha». Llegó un día en el que el visir fue incapaz de encontrar una nueva virgen para su rey, por lo que temió que su hora hubiera sonado. En ese momento apareció en escena la hija del visir, Sharazad, una muchacha que sumaba a su belleza una enorme cultura, porque «había leído libros, historias, biografías de los antiguos reyes y crónicas de las naciones antiguas. Se dice que había llegado a reunir mil volúmenes».
Esta inteligente doncella se ofreció a pasar la noche con el rey asesino: «Si vivo, todo irá bien, y si muero, serviré de rescate a las hijas de los musulmanes y seré la causa de su liberación». Se propuso contarle historias al monarca y dejar la narración en el momento más álgido, de manera que el rey, movido por la curiosidad, pospusiera su ejecución. Para ello requirió la ayuda de su hermana pequeña, Dunyazad, que en otras versiones es la nodriza del rey, y que quedó encargada de pedirle a Sharazad que contara un cuento. Esta Dunyazad representa la solidaridad de las hembras, esa complicidad fraternal femenina mediante la cual Sharazad aspiraba a liberar a las mujeres. Porque lo que pretendía la princesa era salvarnos a todas, y no sólo de la degollina decretada por el rey, sino de la incomprensión de los hombres, de la brutalidad y la violencia. Ni que decir tiene que, al cabo de las mil y una noches de conversación y convivencia, el rey había tenido tres hijos con Sharazad, se había enamorado de ella y había superado su horrible instinto asesino. De modo que la imaginación no sólo puede vencer a la muerte (o al menos conquistar un aplazamiento de la condena), sino que también nos cura, nos sana, nos hace ser mejores y más felices.
Hay otro cuento-emblema, otro cuento-metáfora que me gusta muchísimo sobre la capacidad salvadora de la imaginación; me lo recomendó leer Clara Sánchez, cosa que aún le agradezco. Trata de la pintura y no de la narrativa, pero en el fondo es lo mismo. Es un relato de Marguerite Yourcenar titulado «Cómo se salvó Wang-Fô» y está inspirado en una antigua leyenda china. El pintor Wang-Fô y su discípulo Ling erraban por los caminos del reino de Han. El viejo maestro era un artista excepcional; había enseñado a Ling a ver la auténtica realidad, la belleza del mundo. Porque todo arte es la búsqueda de esa belleza capaz de agrandar la condición humana.
Un día Wang y Ling llegaron a la ciudad imperial y fueron detenidos por los guardias, que les condujeron ante el emperador. El Hijo del Cielo era joven y bello, pero estaba lleno de una cólera fría. Explicó a Wang-Fô que había pasado su infancia encerrado dentro del palacio y que, durante diez años, sólo había conocido la realidad exterior a través de los cuadros del pintor. «A los dieciséis años vi abrirse las puertas que me separaban del mundo; subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos hermosas que las de tus crepúsculos (…) Me has mentido, Wang-Fô, viejo impostor: el mundo no es más que un amasijo de manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor insensato, borradas sin cesar por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más hermoso de los reinos y yo no soy el emperador. El único imperio donde vale la pena reinar es aquel en donde tú penetras».
Por este desengaño, por este amargo descubrimiento de un universo que, sin la ayuda del arte y la belleza, resulta caótico e insensato, el emperador decidió sacar los ojos y cortar las manos de Wang-Fô. Al escuchar la condena, el fiel Ling intentó defender a su maestro, pero fue interceptado por los guardias y degollado al instante. En cuanto a Wang-Fô, el Hijo del Cielo le ordenó que, antes de ser cegado y mutilado, terminase un cuadro inacabado suyo que había en palacio. Trajeron la pintura al salón del trono: era un bello paisaje de la época de juventud del artista.
El anciano maestro tomó los pinceles y empezó a retocar el lago que aparecía en primer término. Y muy pronto comenzó a humedecerse el pavimento de jade del salón. Ahora el maestro dibujaba una barca, y a lo lejos se escuchó un batir de remos. En la barca venía Ling, perfectamente vivo y con su cabeza bien pegada al cuello. La estancia del trono se había llenado de agua: «Las trenzas de los cortesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del emperador flotaba como un loto». Ling llegó al borde de la pintura; dejó los remos, saludó a su maestro y le ayudó a subir a la embarcación. Y ambos se alejaron dulcemente, desapareciendo para siempre «en aquel mar de jade azul que Wang-Fô acababa de inventar».
Sólo una historia más, otra leyenda bellísima. La cuenta Italo Calvino en su libro de ensayos literarios Seis propuestas para el próximo mile nio. Calvino la sacó de un cuaderno de apuntes del escritor romántico francés Barbey d'Aurevilly, quien a su vez la sacó de un libro sobre la magia; la cultura es siempre así, capa tras capa de citas sobre citas, de ideas que provocan otras ideas, chisporroteantes carambolas de palabras a través del tiempo y del espacio. El cuento dice lo siguiente: el emperador Carlomagno, siendo ya muy anciano, se enamoró de una muchacha alemana y empezó a chochear de manera penosa. Estaba tan arrebatado de pasión por la joven que descuidaba los asuntos de Estado y se ponía en ridículo, con el consiguiente escándalo en la corte. De pronto, la muchacha falleció, cosa que llenó de alivio a los nobles. Pero la situación no hizo sino empeorar: Carlomagno ordenó que embalsamaran el cadáver y que lo llevaran a su aposento, y no se separaba de su muerta ni un instante. El arzobispo Turpín, espantado ante el macabro espectáculo, sospechó que la obsesión de su señor tenía un origen mágico y examinó el cuerpo de la chica; debajo de la helada lengua encontró, en efecto, un anillo con una piedra preciosa. El arzobispo sacó la joya del cadáver y, en cuanto que lo hizo, Carlomagno ordenó enterrar a la muchacha y perdió todo interés en ella; en cambio, experimentó una fulminante pasión por el arzobispo, que era quien ahora poseía el anillo. Entonces el atribulado y acosado Turpín decidió arrojar la sortija encantada al lago Constanza. Y el emperador se enamoró del lago y pasó el resto de su vida junto a la orilla.