«Amar apasionadamente sin ser correspondido es como ir en barco y marearse: tú te sientes morir pero a los demás les produces risa», me dijo un día con aplastante lucidez el escritor Alejandro Gándara. Es cierto: los achaques amorosos suelen provocar en los espectadores una sonrisilla a medias burlona y a medias conmiserativa. Y, sin embargo, ¡el dolor del amor despechado es tan agudo! Es una desesperación que enferma, una desolación que te vacía. Resulta curioso que tus amigos se tomen tan poco en serio un sufrimiento para ti tan profundo; y resulta aún más curioso que tú tampoco te conmuevas demasiado cuando a quienes les toca sufrir es a tus amigos. ¿Por qué será que, cuando no estamos sumidos en el martirio del desamor, no le damos tanta importancia a esa desdicha? ¿Será que, en el fondo de nuestra conciencia, sabemos que la pasión amorosa es un invento, un producto de nuestra imaginación, una fantasía? ¿Y que, por tanto, ese dolor que nos abrasa es de algún modo irreal? Claro que todos los psiquiatras saben que un enfermo imaginario, por ejemplo, puede acabar matándose de verdad: puede crearse un cáncer, una embolia cerebral, una enfermedad física. Pero también los hipocondríacos son objeto de burla. La loca de la casa a veces es así: juega perversamente con nosotros. Nos hace experimentar un dolor destructivo y auténtico frente a sus espejismos.
Como soy una persona apasionada, he vivido repetidas veces ese dolor amoroso insoportable que luego siempre se acaba soportando. Pero hubo una situación especialmente absurda que parece sacada de una mala novela de enredos y equívocos. Sucedió hace mucho tiempo, en el verano de 1974, en los últimos tiempos del franquismo. Yo tenía veintitrés años, trabajaba en la revista de cine Fotogramas, compartía piso con una amiga periodista, Sol Fuertes, y vivía alegremente la incendiaria vida de los primeros setenta, que fueron unos años desmesurados y movedizos. Era la época del amor libre, de la cultura psicodélica, de los conciertos de rock atufados por el olor dulce y embriagante de la hierba. También era la época de las manifestaciones antifranquistas y de las carreras delante de los grises, pero eso no lo añoro en lo más mínimo; siempre detesté el abuso de fuerza de la dictadura, y la estupidez de la dictadura, y el miedo que se pasaba; y el tiempo no me ha hecho mitificar toda aquella mugre. Contra Franco no vivíamos mejor de ninguna de las maneras; lo que me gustaba y aún me gusta de aquellos años era todo lo que no pertenecía ni al franquismo ni al antifranquismo; lo que me gustaba era la libertad cotidiana que empezaba a construirse por debajo del régimen que se desmoronaba, y la contracultura, y la música atronadora, y el espíritu aventurero e innovador que latía en el aire, y la increíble sensación de que íbamos a ser capaces de cambiar el mundo. Ardían las noches en aquel Madrid del verano de 1974. Aunque lo más probable es que las noches siempre ardan cuando uno acaba de cumplir los veintitrés años.
Una de esas noches tórridas y eternas salí a cenar con Pilar Miró. Pilar andaba ennoviada con un director de cine extranjero que en esos momentos estaba rodando una película en España. El protagonista del film era M., un actor europeo que acababa de tener un par de grandes éxitos en Hollywood y que en aquellos años era muy famoso. Recién separado de una estrella norteamericana, había llegado a España perseguido por una nube de periodistas sensacionalistas. Pilar me había telefoneado un par de días antes para hablarme de él: «Es un tío estupendo, aunque bastante raro, introvertido, tímido. Se encuentra aquí muy solo y está algo deprimido. ¿Te quieres venir a cenar el sábado con nosotros y con M.? Ya verás, te gustará. Le explicaré a M. que, aunque trabajes en una revista, no eres como los demás… Es que odia a los periodistas, sabes, ha tenido muy malas experiencias con ellos y en eso es un poco maniático». Dije que sí, por diversión, por curiosidad, porque era un hombre muy guapo y, sobre todo, porque siempre he sentido una debilidad fatal por los tipos raros. De modo que salimos los cuatro, Pilar, el novio de Pilar, M. y yo. Fuimos a cenar a Casa Lucio, y tomamos un café en Oliver, y nos bebimos unas cuantas copas en Boccaccio. Todo fue razonablemente bien: M. no hablaba español y yo por entonces apenas si chapurreaba dos palabras de inglés, de manera que conversábamos atragantada y precariamente en un penoso francés o un horrible italiano. Pero en realidad no nos hacía falta el idioma para entendernos: hablaban nuestros cuerpos, nuestras feromonas, los roces de la piel, las miradas golosas. Él tenía los ojos verdes más hermosos que jamás había visto, unas manos grandes y huesudas, unos hombros mullidos, unas caderas sólidas y esbeltas, como de bailarín. El aire entre nosotros echaba chispas; por alguna maravillosa razón, era evidente que yo le atraía; ahora, que sé bastante más sobre el ser humano, pienso que en aquellas circunstancias le hubiera atraído casi cualquier chica. Me pasé la velada flotando a dos palmos del suelo, disfrutando de la progresiva construcción del deseo, del deleite de la expectativa, de esa exquisita sensación que consiste en arder de ansia sexual sabiendo que dentro de pocas horas vas a poder cumplirla.
Al fin, a eso de las cuatro de la mañana, nos despedimos de Pilar y su pareja y nos encaminamos en mi coche hacia el domicilio de M. La productora le había alquilado un apartamento amueblado en la Torre de Madrid, un rascacielos de unos treinta pisos que era por entonces el edificio más alto de la ciudad. La Torre, construida en los años cincuenta, había sido el orgullo del franquismo, un ensueño fálico y algo papanatas de modernidad. Yo nunca había estado en su interior y aquella noche me sorprendió el aspecto rancio que todo mostraba. Había un tétrico vestíbulo con un portero adormilado detrás de un mostrador, deprimentes luces de neón y un galimatías de ascensores que parecían subir cada uno a un piso distinto. Para llegar al apartamento de M., situado en la parte alta del edificio, había que cambiar varias veces de ascensor e incluso de rellano, abrir puertas, cruzar escaleras. Un verdadero laberinto.
Pero al fin llegamos. El apartamento era una extravagancia que parecía salida de un telefilm norteamericano de los años cincuenta, con sillas de fórmica provistas de tres patitas de metal, una barra de bar en la sala, un muro revestido de teselas color verde y cortinas con dibujos de palmeras. Después de besarnos y mordernos y reírnos de la horrorosa decoración, y volvernos a morder y a estrujar, todavía de pie y junto a la puerta, M. me preguntó si quería beber algo y se dirigió al bar. Se agachó para sacar algo de debajo de la barra, luego se levantó y, de pronto, dejó de hablar, se llevó la mano a los ojos, palideció, dio una especie de suspiro, o de grito sordo, o de resoplido, y se desplomó como un pelele. Se golpeó contra el suelo con un ruido horrible; contra el suelo y contra algo más, porque, cuando me abalancé aterrorizada sobre él, vi que, en su caída, había debido de darse con algo: tenía sangre en la cara, en un lado de la cara, sobre el ojo. Apenas si me atrevía a mirar, apenas si me atrevía a tocarle. Empecé a llamarle pero no respondía, seguía sin sentido sobre el suelo y chorreando sangre, ahora veía que se había abierto una brecha en la ceja o quizá en la frente, no tenía porqué ser grave, la ceja era siempre tan aparatosa para las hemorragias, intenté animarme; pero lo peor no era el golpe, lo peor era que se había desmayado aun antes de caerse, y no estaba ni mucho menos tan borracho como para eso, podía haber tenido un ataque, quizá estuviera enfermo, muy enfermo, no respondía a mis palabras, no se movía y yo no podía hacer nada con él con mis escasas fuerzas, era un hombretón de tal vez un metro noventa centímetros de altura y por lo menos debía de pesar noventa kilos, y ahora estaba desmadejado sobre el suelo como un muñeco roto.
Le puse un cojín debajo de la cabeza, pero luego temí que se hubiera lastimado el cuello al caer y se lo quité; le mojé la frente con agua fría -la parte contraria a la de la brecha- y le palmeé las manos, pero pasaban los minutos, o a mí me parecía que pasaban, y M. no volvía en sí. Busqué el teléfono para llamar a urgencias, pero cuando descolgué el auricular no pude escuchar nada; sin duda el aparato estaba conectado a una centralita y había que marcar algún número para conseguir línea, pero por más que probé, primero con el cero, luego con el nueve, después con cada una de las cifras, no logré que el maldito teléfono funcionara. Desesperada, decidí bajar en busca del portero. Como no sabía dónde había dejado M. las llaves de su casa (sin duda podría haberlas localizado fácilmente, pero supongo que me encontraba tan histérica que no razonaba demasiado bien), dejé la puerta del apartamento abierta de par en par para que no se cerrara. Descendí todo lo deprisa que pude por el laberinto de escaleras y ascensores, y llegué frente al mostrador de recepción como una tromba. El portero era un tipo grandullón de unos cuarenta años. Estaba medio dormido y se quedó pasmado ante mi aparición y mi farfulla. Tuve que repetir dos o tres veces lo que había sucedido para hacerme entender.
– Está bien, está bien, tranquilízate -gruñó el hombre al fin-. ¿En qué piso es?
Y ahí fue cuando me di cuenta de mi error: no sabía ni el piso ni el número del apartamento. No sabía nada.
– No lo sé, no me he fijado, pero es donde está alojado M., el famoso actor, tiene que conocerlo, seguro que sabe dónde es…
– ¿M., dices? Ni idea. No sé quién es. Yo no trabajo aquí, yo estoy haciendo una suplencia porque es sábado, yo no conozco a nadie ni he visto a nadie. Y además no quiero líos. Todo esto es muy raro.
Pensé que me iba a dar un ataque de ansiedad, que me iba a caer redonda como M. Aún recuerdo la angustia que sentí esa madrugada; lo que no recuerdo es cómo conseguí convencer al portero para que me acompañara a intentar encontrar el apartamento. Aquel hombre era de por sí un bruto desconfiado y antipático, pero además el franquismo avivaba el recelo de tipos como él: bajo la dictadura cualquier cosa podía ser en efecto sospechosa, y la gente medrosa y acomodaticia siempre evitaba «buscarse líos».
Pero ya digo que logré no sé cómo convencerlo y me siguió, aunque bastante reacio, en mi periplo por la zona alta de la Torre, en busca de la puerta que yo había dejado abierta. Empezamos por la última planta y fuimos descendiendo piso a piso; y, para mi desesperación, no la encontramos. Intenté recordar si las ventanas del apartamento estaban abiertas: me pareció que sí, y pensé que una corriente de aire podía haber hecho que la hoja se cerrara. Llegamos hasta la planta octava, donde ya empezaban las oficinas, y que era evidentemente distinta a aquella en la que yo había estado, sin haber conseguido nada. No me lo podía creer: me sentía en el interior de una pesadilla. El que tampoco se lo creía era el portero, que se mostraba cada vez más irritado y más suspicaz. Al cabo, empezó a sugerir que yo estaba mintiendo, que quizá le había obligado a irse de la recepción para que algún compinche cometiera un delito. Y en cuanto se le ocurrió la idea se puso nerviosísimo y me dijo que me fuera inmediatamente y que iba a avisar a la policía. Me marché, porque nadie quería tener tratos con la policía franquista. Por fortuna, llevaba mi bolso en bandolera y eso había impedido que me lo dejara en el apartamento; en eso, por lo menos, había tenido suerte.