Y ese otro o esa otra es tu imagen reflejada en el espejo de Alicia, es el revés de ti mismo, es tu otra dimensión. Estoy convencida de que por las noches, cuando nos dormimos y empezamos a soñar, entramos en realidad en otra vida, en una existencia paralela que guarda su propia memoria, su continuidad, su causalidad enrevesada. Por ejemplo, yo sé que en el mundo de mis noches y mis sueños tengo un hermano varón que se llama Pascual, aunque en esta vida real no tenga más hermana que Martina. Ese otro yo onírico está mucho más relacionado con el subconsciente que nosotros; y cuanto más descienda nuestro otro yo a esos estratos del ser adonde ya no llegan las palabras, a esos abismos volcánicos en donde hierve el magma primitivo de las imágenes, más se acercará a los miedos y los deseos colectivos; porque en el fondo de nosotros, muy en el fondo, todos somos iguales. Por eso Stevenson, que tenía una relación muy fluida con sus brownies, pudo soñar su Doctor Jekyll y Mr. Hyde, una historia que hoy todo el mundo conoce aunque en la actualidad casi nadie haya leído la novela. ¿Y por qué ha sido tan importante ese relato, por qué ha pasado a formar parte de la cultura popular, de la representación convencional del mundo? Pues porque, con su libro, Stevenson describió lo que todos intuíamos pero no podíamos saber porque no teníamos palabras para nombrarlo: que los humanos somos muchos dentro de nosotros, que estamos disociados; que, como dice Henri Michaux en una frase formidable, «el yo es un movimiento en el gentío». Eso es lo que hace el novelista verdaderamente dotado: pesca imágenes del subconsciente colectivo y las saca a la luz, para que entendamos un poco mejor el oscuro misterio de nuestras vidas. «De lo que no se puede hablar, hay que callar», dijo Wittgenstein en su celebérrima frase del Tractatus. No, de lo que no se puede hablar hay que imaginar, hay que soñar, hay que hilvanar los cuentos sustanciales con los que nos contamos a nosotros mismos. Desde el principio de los tiempos, el mito ha sido la mejor manera de combatir el silencio.
De modo que escribir novelas es una actividad increíblemente íntima, que te sumerge en el fondo de ti mismo y saca a la superficie tus fantasmas más ocultos. ¿Cómo no va a sentirse frágil el escritor, después de tan desaforado exhibicionismo? A veces pienso que publicar una novela es como arrancarte un pedazo de hígado y colocarlo encima de una mesa delante de la cual van pasando los demás, que comentan despiadadamente lo que les parece: «Pues qué víscera tan fea», puede decir uno; «pues vaya un color tan horrible que tiene, por no hablar de la textura, que es un asco», tal vez comente otro. Y tú, que, naturalmente, te identificabas con tu hígado, oyes esas cosas y te quieres morir. Por lo visto (eso cuenta Theroux), Naipaul le dijo un día a un entrevistador: «No puedo interesarme por la gente a la que no le gusta lo que escribo, pues al no gustarte lo que escribo me estás despreciando». Es una frase egocéntrica y bárbara, pero, la verdad, la entiendo… Incluso creo que uno puede sentir la tentación de compartirla, sólo que se corrige y se reprime, de la misma manera que reprime otros vicios reprobables como, por ejemplo, el de hurgarse la nariz. Los escritores solemos pensar que nuestros libros son lo mejor que nosotros somos y, si eso lo desprecian, ¿cómo no van a despreciarte a ti, que eres mucho peor que tus obras? Cuando a alguien no le gustan tus novelas, tiendes a sentirte rechazado globalmente como persona. Por eso Gore Vidal, siempre tan lúcido y tan maligno, dice que el mejor halago que se puede hacer a un escritor consiste en alabar su obra que menos éxito haya tenido. Y por eso también sueles manifestar una extraña tendencia a pensar que la gente a la que le gusta lo que escribes es muy inteligente, mientras que aquellas personas que muestran reparos puede que, después de todo, no sean tan listas como te parecían.
Todo esto, como es natural, no favorece para nada las relaciones de los escritores con los críticos. Ni siquiera con los buenos críticos, que ciertamente existen, aunque son pocos. Es verdad que todos los escritores soñamos con encontrar el crítico perfecto, aquella persona que, con respeto, admiración, sensibilidad e inteligencia, nos señalara los errores, nos jaleara calurosamente los aciertos y nos alentara a seguir por el buen camino; pero esta criatura singular pertenece al género de lo fabuloso y es tan irreal como el unicornio, porque lo cierto es que, aunque nos topáramos con alguien así, nos costaría bastante aceptar los juicios negativos. Las críticas negativas incultas, malévolas y llenas de prejuicios, que son la mayoría, indignan y desesperan. Y las críticas negativas inteligentes y bien hechas te llenan de inseguridad y te deprimen. Por otra parte, tampoco las críticas positivas son un lecho de rosas. La mayoría de las críticas positivas son incultas, benévolas y llenas de prejuicios. Por consiguiente, y aunque te pongan bien, no te sirven de nada, no colman esa necesidad de reconocimiento. A menudo te da la sensación de que están hablando de un libro que tú no conoces.
Me estoy refiriendo a las críticas de los periódicos, tan entreveradas de intereses económicos y personales; los trabajos académicos suelen ser mejores; por lo menos sus autores han empleado más esfuerzo en hacerlos, y no están obligados a decir si tal obra es buena o mala, sino que prefieren destripar y analizar el libro, y en más de una ocasión te enseñan algo interesante. Pero las críticas de los medios de comunicación, en fin, son un conflicto perpetuo. Un buen número de autores, Martin Amis entre ellos, sostienen que los críticos son en su vasta mayoría escritores frustrados que intentan vengarse de quienes sí han conseguido escribir. Yo más bien creo que sucede lo contrario, es decir, que el problema es que no desean escribir, que no tienen ambiciones suficientes, porque la crítica es un género literario y podrían crear una gran obra si aspiraran a ello. Pero casi ninguno se lo propone. Me parece que la mayoría se contenta con detentar su pequeño poder, a lo que aspiran es a ser los diosecillos de su mínima parcela de influencias, yo a éste me lo cargo, ésta se va a enterar cuando salga mi crítica, en fin, esas cosas sucias y menudas en las que se pierden y abaratan tantos destinos humanos. El ejemplo clásico del crítico poderoso, engreído, miserable y cretino es el francés Sainte-Beuve (1804-1869), que era la autoridad literaria más importante de su época, pero que no le hizo ni una sola reseña al estupendo Stendhal. Sainte-Beuve ignoró a uno de los más importantes autores de su tiempo porque, pocos meses antes de que Stendhal publicara su obra maestra Rojo y negro, el crítico envió al novelista un ejemplar de sus poemas (con anterioridad, Sainte-Beuve ya había publicado tres libros de versos, los tres grandes fracasos). Stendhal contestó cortésmente al crítico con una carta cautelosa y moderada en la que lo peor que le decía era: «Creo que está usted llamado a mayores destinos literarios, pero todavía encuentro cierta afectación en sus versos». Y ése fue el fin del novelista para Sainte-Beuve.
Incluso si el crítico intenta ser honesto y riguroso, es difícil que se evada de los prejuicios de su entorno, de esos lugares comunes del pensamiento en los que caemos todos. En el mismo libro que antes he citado de Italo Calvino se recoge un comentario espeluznante. Durante algunos años, inmediatamente después de la Segunda Guerra, Calvino perteneció al Partido Comunista. Luego se salió, porque su talante era más abierto, más inconformista, menos dogmático que el de los comunistas de su época, pero siempre se mantuvo más o menos cerca. Cuando viajó a Estados Unidos en 1959 ya no era militante; por entonces anotó en su diario que, cuando salieron sus primeras novelas fantásticas, «en el lado comunista estalló una pequeña polémica sobre el realismo»; con eso Calvino se quejaba, prudentemente, de la estrechez mental de sus antiguos camaradas, que consideraban que el género fantástico era una traición a la clase obrera; claro que, como Calvino de todas maneras seguía siendo un compañero de viaje, añadía enseguida una frase totalmente ortodoxa: «Pero no faltaron autorizados consensos equilibradores». Pues bien: este hombre, que había experimentado en sus propias carnes el dogmatismo crítico, se encontró con que la novela El Gatopardo era un gran éxito en Estados Unidos. El Gatopardo es la primera y última obra del príncipe Giuseppe Tomasi de Lampedusa, que con anterioridad no había hecho otra cosa que escribir cartas. A los cincuenta y ocho años redactó su única novela, y durante dos años la intentó publicar infructuosamente. Se la rechazaron en Einaudi y en Mondadori, porque lo que se llevaba por entonces era la llamada literatura comprometida, o sea, el realismo socialista, y la bellísima obra de Lampedusa no tenía nada que ver con eso, por fortuna para nosotros, sus lectores. Al cabo Feltrinelli la sacó en 1957, pero el pobre príncipe murió pocos meses antes, sin saber siquiera si le iban a publicar. Dos años más tarde, en fin, Calvino encontró en Estados Unidos la estela del gran éxito que, con razón, cosechaba la novela; y escribió en sus cartas y en su diario este párrafo obtuso, propio de un comisario político: «La exaltación de El Gatopardo (que no dudan en colocar en el mismo plano que Manzoni), toda ella por motivos reaccionarios, me confirma la enorme importancia de este libro en la actual involución ideológica de Occidente». Ni siquiera las buenas cabezas se libran del tópico alienante.
Puesto que las opiniones de los demás están tamizadas y pervertidas, al igual que las nuestras, por los intereses, el narcisismo y los prejuicios, a los escritores nos convendría intentar ser más fuertes, superar nuestra patética vanidad y no depender tanto de lo que otros digan. Habría que alcanzar ese desapego oriental, esa sabiduría taoísta, la imperturbabilidad estoica de quien nada desea. Pero el problema es que, para ser un buen escritor, hay que desear serlo, y desearlo, además, de una manera febril. Sin la ambición disparatada y soberbia de crear una gran obra, jamás se podrá escribir ni tan siquiera una novela mediana. De manera que, por un lado, habría que intentar alcanzar la impasibilidad, cierta beatífica ausencia de deseos y emociones; pero, por otro, hay que arder hasta hacerse cenizas en la pasión por la literatura y en el afán de crear algo sublime. Es la cuadratura del círculo, una contradicción aparentemente insalvable. Si conocen a algún escritor que la haya resuelto, por favor, me lo dicen.