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Dieciocho

Cuando empecé a idear este libro, pensaba que iba a ser una especie de ensayo sobre la literatura, sobre la narrativa, sobre el oficio del novelista. Proyectaba redactar, en fin, una más de esas numerosas obras tautológicas que consisten en escribir sobre la escritura. Luego, como los libros tienen cada uno su propia vida, sus necesidades y sus caprichos, la cosa se fue convirtiendo en algo distinto, o más bien se añadió otro tema al proyecto original: no sólo iba a tratar de la literatura, sino también de la imaginación. Y de hecho esta segunda rama se hizo tan poderosa que, de repente, se apoderó del título del libro. La génesis del título de una obra es un proceso de lo más enigmático. Si todo marcha bien, el título aparece un día a medio camino del desarrollo del texto; se manifiesta de golpe dentro de tu cabeza, deslumbrante, como la lengua de fuego del Espíritu Santo, y te aclara e ilumina lo que estás haciendo. Te dice cosas sobre tu libro que antes ignorabas. Yo me enteré de que estaba escribiendo sobre la imaginación cuando cayó sobre mí la frase de Santa Teresa.

Pero las cosas no terminaron ahí. Seguí con mi camino de palabras, con esa larga andadura que es la construcción de un texto, y un día, hace relativamente poco, advertí que no sólo estaba escribiendo sobre la literatura y sobre la imaginación, sino que este libro también trata otro tema fundamental: la locura. Claro, me dije cuando me di cuenta, era algo evidente, tenía que haber estado más atenta, tenía que haber escuchado todas las enseñanzas que se derivaban del título. La loca de la casa. No es una frase casual y sobre todo no es una frase banal. Sin duda la imaginación está estrechamente emparentada con lo que llamamos locura, y ambas cosas con la creatividad de cualquier tipo. Y ahora voy a proponer una teoría alucinada. Supongamos que la locura es el estado primigenio del ser humano. Supongamos que Adán y Eva vivían en la locura, que es la libertad y la creatividad total, la exuberancia imaginativa, la plasticidad. La inmortalidad, porque carece de límites. Lo que perdimos al perder el paraíso fue la capacidad de contemplar esa enormidad sin destruirnos. «Si desde las estrellas ahora llegara el ángel, imponente / y descendiera hasta aquí, / los golpes de mi corazón me abatirían», decía Rilke, que sabía que los humanos estamos incapacitados para mirar la belleza (lo absoluto) cara a cara. El castigo divino fue caer en el encierro de nuestro propio yo, en la racionalidad manejable pero empobrecida y efímera.

Por eso los seres humanos han usado drogas desde el principio de los tiempos: para intentar escapar de la estrecha cárcel de lo cultural, para echarle una ojeada al paraíso. ¡Pero si incluso nuestro archiabuelo Noé se emborrachaba hasta la inconsciencia! Recuerdo ahora a Aldous Huxley, que, en su lecho de muerte y a punto de entrar en la agonía, pidió que le inyectaran una dosis de LSD. Siempre me espeluznó esta macabra y arriesgada idea de morir en ácido: ése sí que es un mal viaje del que no se regresa. Pero, por otra parte, si al fallecer estaba drogado como un piojo, ¿acaso llegó a experimentar de verdad su fin? ¿No estaba ya en el otro lado, en esa realidad inmensa en donde nadie muere? De hecho, dicen que, con o sin LSD, en todo fallecimiento sucede algo parecido. Que el cerebro libera una descarga masiva de endorfinas, que nos drogamos a nosotros mismos, y de ahí que las personas que han regresado de las fronteras de la muerte cuenten todas vivencias semejantes: la intensidad, la amplitud de percepción, la propia existencia vislumbrada en su totalidad, como iluminada por un rayo sobrehumano de entendimiento… Es una especie de delirio, pero también es la sabiduría sin trabas. Es la ballena contemplada de cuerpo entero. Por eso muchos pueblos han considerado a los locos como seres iniciados en el secreto del mundo.

Sea como fuere, no hace falta morirse, ni convertirse en un chiflado oficial y ser encerrado en un manicomio, ni drogarse como el yonqui más tirado, para tener atisbos del paraíso. En todo proceso creativo, por ejemplo, se roza esa visión descomunal y alucinante. Y también nos ponemos en contacto con la locura primordial cada vez que nos enamoramos apasionadamente. He aquí otro tema sobre el que trata este libro: la pasión amorosa. Está íntimamente relacionado con los otros tres, porque la pasión tal vez sea el ejercicio creativo más común de la Tierra (casi todos nos hemos inventado algún día un amor), y porque es nuestra vía más habitual de conexión con la locura. En general, los humanos no nos permitimos otros delirios, pero sí el amoroso. La enajenación pasajera de la pasión es una chifladura socialmente aceptada. Es una válvula de seguridad que nos permite seguir siendo cuerdos en lo demás.

Y es que las historias amorosas pueden llegar a ser francamente estrambóticas, verdaderos paroxismos de la imaginación, melodramas rosas de pasiones confusas. A lo largo de mi vida me he inventado unas cuantas relaciones semejantes y ahora me voy a permitir relatar una de ellas, a modo de ejemplo de hasta dónde te puede llevar la fantasía (y la locura).

Sucedió hace mucho tiempo, demasiado, poco antes de la muerte del dictador. Yo tenía veintitrés años y colaboraba desde Madrid en la revista Fotogramas. Mi guardarropa estaba compuesto por dos pares de pantalones vaqueros, una falda zarrapastrosa de flores, unas botas camperas algo mugrientas, cuatro o cinco camisas indias transparentes y un zurrón de flecos. Quiero decir que era más bien hippy, todo lo hippy que se podía ser en 1974 en la España de Franco. Lo cual significaba que estaba más o menos convencida de que, entre todos, podíamos cambiar el mundo de arriba abajo. Había que tomar drogas psicodélicas para romper la visión burguesa y convencional de la realidad; había que inventar nuevas formas de amarse y de relacionarse, más libres y sinceras; había que vivir ligero de equipaje, con pocas posesiones materiales, sin atarse al dinero.

Aquel mes de julio de 1974 fue especialmente caluroso, con un sol sahariano que te derretía el cuero cabelludo. Por las noches, el cuerpo se recobraba de la tortura diurna y empezaba a irradiar hambre de vida. Las noches del verano de 1974, con Franco ya muy viejo, estaban cargadas de electricidad y de promesas. Una de esas noches salí a cenar con mi amiga Pilar Miró, con su novio de entonces, un realizador extranjero que estaba rodando una película en España, y con M., el protagonista del film, un actor europeo muy famoso que había triunfado en Hollywood. M. tenía treinta y dos años; no era demasiado alto, tal vez un metro setenta y cinco, pero era uno de los hombres más guapos que jamás había visto. Sus ojos eran tan azules y abrasadores como la llama de un soplete; sus pómulos eran altos y marcados, su constitución atlética, su pecho un tenso cojín de caucho (lo advertí al apoyar la mano ligeramente sobre él cuando le di los besos de bienvenida, esos deliciosos pectorales sólidos y elásticos). Además, era tímido, callado, melancólico. O eso me explicó Pilar cuando telefoneó para preguntarme si quería cenar con ellos:

– El pobre M. está muy triste y muy solo. Como sabes, acaba de separarse de su mujer, y, con todo lo guapo que es, es incapaz de ligar. Es un tipo muy reservado, pero encantador.

De manera que, en realidad, yo fui a la cena como posible objeto de ligue; fue una cita tácitamente celestinesca. Acudí de buen grado, curiosa y divertida, intrigada por las descripciones de Pilar. M., en efecto, hablaba más bien poco, pero era imposible discernir si su laconismo era una cuestión de carácter o una consecuencia del hecho de que no pudiéramos entendernos, porque él no hablaba el castellano y mis conocimientos de inglés de aquella época se reducían a un par de canciones de Dylan y los Beatles, barbotadas de oído soltando barbarismos. A pesar de esta dificultad monumental, la noche transcurrió bastante bien, con Pilar y su novio llevando el peso de la charla. Cenamos opíparamente, nos fuimos de copas y terminamos en una discoteca. A esas alturas de la madrugada y del baile ya no nos hacía falta conversar: nuestros cuerpos asumieron todo el diálogo. Apretada entre sus brazos, hundiendo la nariz en el olor febril y mullido de su rico pecho, disfrutaba de ese mágico momento que consiste en sentirte deseada por un hombre al que deseas ardientemente. Toda mi conciencia estaba inundada por esa sensación de plenitud, pero por debajo, ahora me doy cuenta, también se agitaba una vaga inquietud, una pequeña incomodidad que preferí ignorar.

Al cabo Pilar y su novio se retiraron, y nosotros, sin necesidad siquiera de preguntarnos, nos dirigimos en mi coche, ese Mehari de segunda mano al que se refiere Iván Tubau, al apartamento que la productora había alquilado a M. en la Torre de Madrid, el orgulloso rascacielos del franquismo. Era sábado y, cuando llegamos a la plaza de España, había montones de vehículos aparcados sobre la acera. Yo encontré a duras penas un pequeño hueco entre ellos y también dejé el coche ahí. Pese a la hora, los jardines de la plaza estaban llenos de gente, como si se estuviera celebrando una verbena. Era el calor, y el veneno delicioso de las noches de julio. Subí al apartamento de M. más embriagada por la intensidad de la noche que por el alcohol. Tardamos en llegar: el interior de la Torre era un laberinto de ascensores y escaleras, y la vivienda se encontraba en uno de los últimos pisos. Recuerdo que estábamos tan encendidos que apenas si nos dio tiempo a cerrar la puerta; recuerdo que tiramos la ropa por el suelo y que nosotros mismos rodamos sobre la moqueta durante largo rato antes de arrastrarnos hasta la cama. Recuerdo que, como a menudo sucede en los primeros encuentros, sobre todo cuando hay mucho deseo, cuando se es tímido, cuando se es joven y cuando no existe demasiada comunicación, el acto sexual estuvo lleno de torpezas, de codos que se clavaban y piernas que no se colocaban en el lugar adecuado. Su cuerpo era un banquete, pero me parece que la cosa no nos salió demasiado bien.

Después M. se quedó adormilado, mientras al otro lado de las ventanas amanecía. Tumbada a su lado, sudorosa e incómoda, apresada por un brazo de M. que me aplastaba el cuello, yo contemplaba cómo la habitación se iba inundando de una luz lechosa; y en la desnudez de esa claridad tan desabrida, en el frenesí obsesivo de los insomnios, empecé a sentirme francamente mal. Has jugado el papel más convencional, más burgués del mundo, me dije: la tonta que liga con el famoso. ¡Pero si ni siquiera podíamos entendernos! ¿Qué diantres le podría haber gustado de mí? Y es que por entonces, como les sucede a tantos jóvenes, yo era una persona muy insegura sobre mi físico y creía que mi único atractivo estaba en mis palabras. Pero, si no nos habíamos hablado, ¿por qué había ligado conmigo? Porque estaba previsto, me contesté; porque yo era esa chica, cualquier chica, que les meten a estos figurones en la cama. M. no era un hombre reservado y un gran tímido, sino un machista desconsiderado y un cretino. Empecé a sentirme tan estúpida que me hubiera dado cabezazos contra las paredes.

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