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En vez de aporrearme, decidí escapar. Me contorsioné como un fenómeno de circo y conseguí salir de debajo del pesado abrazo de M. sin que se despertara. Descalza y sigilosa, recogí la ropa del suelo y me vestí con rapidez. Dos minutos más tarde cerraba la puerta del apartamento tras de mí; estaba cansada y aturdida, con la boca pastosa y el ánimo por los suelos. Descendí por los diversos ascensores como una autómata y al llegar al portal el día me golpeó con todo su esplendor. Eran las diez y pico de la mañana y el sol horadaba el pavimento. Frente a mí, encima de la isla central de la plaza de España, mi Mehari rojo era un alarido de ilegalidad. No quedaba ningún otro vehículo sobre la acera: sólo mi pequeño cacharro, destartalado y sospechosamente contracultural, con la lona del techo polvorienta y rasgada. Alrededor del Mehari, un enjambre de grises, los temibles policías franquistas, husmeaban y libaban como abejorros. Primero creí que era un espejismo, un delirio inducido por el sol cegador. Luego tuve que admitir que era real. Me fallaron las rodillas. Siempre te temblaban las rodillas delante de los grises, en el franquismo.

Hice rápidas cábalas, intentando encontrarle alguna salida a la situación. Más tarde comprendí que tendría que haberme marchado de puntillas y luego haber denunciado la desaparición del coche, como si me lo hubieran robado. Pero estaba sin dormir, las sienes me explotaban, me sentía mareada y el cerebro me funcionaba al ralentí. De manera que tomé la decisión de acercarme y resultó fatal.

En cuanto que les saludé y observé cómo me miraban los policías, empecé a intuir que me había equivocado. No había tenido en cuenta mi aspecto, que en el mejor de los casos era sospechoso porque en el franquismo todo era sospechoso (como mis vaqueros raídos, la camisa india semitransparente sin nada por debajo, el pelo frito de permanente afro) y que ahora además ofrecía ese inequívoco toque macilento de las noches de farra, con los cabellos como alambres y restos de maquillaje ensuciando la cara. Mis aturdidos balbuceos tampoco mejoraron la impresión que les produje:

– Aparqué aquí anoche, estaba lleno de coches, no me di cuenta de que estaba prohibido, tomamos una copa, me fui a dormir a casa de una amiga… Los grises tenían la expresión tan gris como sus uniformes. Desde que una bomba de ETA había reventado medio año antes a Carrero Blanco, las fuerzas de seguridad estaban especialmente paranoicas.

– Documentación -gruñeron.

Metí la mano en el zurrón de flecos y, pese al creciente calor de la mañana, un dedo de hielo comenzó a descender por mi espina dorsal.

No encontré ni la cartera ni las llaves.

Recordé que, cuando entré en el apartamento de M. unas horas antes, llevaba las llaves en la mano, y debí de perderlas en el frenesí y la urgencia de la carne. En cuanto a la cartera, también había tirado el bolso sobre la moqueta de cualquier manera (antes de salir lo recogí del suelo) y, como el zurrón carecía de cierre, seguramente la pesada cartera llena de monedas había rodado fuera. Al irme del apartamento, entre el sigilo, la furia, el atolondramiento y la penumbra de las persianas corridas, no me había dado cuenta de que faltara nada.

– Pues es que… es que ahora no encuentro el billetero. Y las llaves tampoco. Acabo… acabo de visitar a un amigo aquí en la Torre de Madrid y seguro que me lo he dejado. Puedo cruzar y subir a buscarlo -carraspeé con la garganta seca.

Los grises se encapotaron un poco más. Crecían de estatura por momentos, ceñudos y temibles.

– ¿No decía que había dormido en casa de una amiga? ¿Y ahora dice que ha estado aquí enfrente con un amigo? -argumentó uno con tonillo sarcástico e ínfulas de agudo detective-: ¿Y quién es ese amigo y dónde vive?

Ya me parecía bastante calamitoso tener que volver a aparecer en casa de M. a buscar mis cosas, pero con la pregunta del policía me di cuenta de otro pequeño detalle catastrófico: no sabía cuál era el apartamento ni en qué piso estaba. Debí de ponerme del color de la cera. Gemí, tartamudeé, jadeé y expliqué como pude que era un actor famosísimo (¿pero no lo conocen?) y que no teníamos más que ir a preguntarle al portero, y subir, y recuperar mis cosas e identificarme, y recoger la multa por mal aparcamiento, claro que sí, y marcharnos todos a nuestros asuntos tan tranquilos.

Creo que no quedaron muy convencidos, porque dos de los policías me acompañaron a la Torre y uno me tenía firmemente agarrada por el antebrazo. Me acerqué al portero, que nos observaba con notoria desconfianza desde detrás de su siniestro mostrador de mármol verde oscuro, estilo panteón de El Escorial. Le pregunté por M. No le conocía. Describí a M. con todo lujo de detalles, enumeré todas sus películas estrenadas en España, di el nombre de la productora. No le sonaba nada. Él era un suplente, solamente venía algunos fines de semana, llevaba en su puesto desde las seis de la mañana y no me había visto entrar en el edificio. ¿Y salir? Sin duda tenía que haberme visto salir, veinte minutos antes. Ah, de eso no tenía constancia. Como era natural, él no se preocupaba tanto de los que salían como de los que entraban, por una cuestión de seguridad. A esas alturas, el portero del edificio, un cuarentón obtuso, había trabado una relación de confianza con los dos policías. Eran colegas y los tres estaban en contra de mí, crecientemente inquietos y suspicaces. En las dictaduras tú siempre eres culpable y lo que tienes que demostrar es tu inocencia.

De manera que el guardia que me tenía agarrada por el brazo me volvió a arrastrar hacia el coche. En el entretanto habían aparecido más grises; ahora eran por lo menos una docena, y uno de los recién llegados debía de ser un mando importante, porque todos se le cuadraban muy obsequiosos. Empezaron a contarle respetuosamente mi peripecia: «Dice que ha olvidado su cartera y sus documentos en un apartamento… Dice que no recuerda el apartamento… Ha incurrido en contradicciones…». En ésas estábamos cuando uno de los policías más jóvenes, un muchachito rústico de apenas veinte años, de esos a los que en la universidad llamábamos de forma paternalista desertores del arado, se puso a husmear en mi coche, en el que, por otra parte, había muy poco que ver. Era una especie de pequeño jeep de plástico rojo; como estábamos en verano le había quitado las puertas y las lonas laterales, y sólo tenía puesta la capota del techo. El joven gris abrió la guantera, que, aunque tenía llave, estaba rota, y verificó que allí dentro no se ocultaba nada. Luego metió las manos por debajo de los asientos y sacó unos cuantos puñados de pelusas. Por último, y en un rapto de genialidad, procedió a desenroscar la bola del cambio de marchas. El cambio de marchas era una larga palanca de metal, rematada por una bola de plástico negro de unos seis centímetros de diámetro. Curiosamente, la bola estaba hueca y dividida por la mitad, y ambas partes se enroscaban una con otra, supongo que para poder montar y desmontar la palanca fácilmente. Esa modesta pieza de mecano fue la que abrió el joven guardia; y dentro encontró una minúscula piedra de hash envuelta en celofán, bastante reseca y apenas suficiente para un par de petardos, las sobras de un reciente viaje a Amsterdam, un pequeño almacén de provisiones que yo prácticamente había olvidado.

Tuve mucha suerte. Tan sólo estuve detenida un par de días y no me atizaron ni un bofetón, cosa que, en aquellos rudos tiempos del franquismo, era algo extraordinario. Supongo que mi profesión de periodista en activo, que verificaron enseguida, debió de contener su furia represora; eso y mi condición evidente de pringada, de persona que no tenía relación con nada verdaderamente subversivo. Tuve que pagar una pequeña fianza y se abrió un proceso que nunca llegó a nada, porque fue sobreseído o archivado o lo que fuere en una de las amnistías del posfranquismo. A la mañana siguiente de mi detención, mi hermana Martina vino a comisaría y trajo el carnet de identidad y las llaves del coche. M. había llamado a casa (a la casa familiar, que es la que figuraba en el DNI, y en la que aún seguía viviendo mi hermana; esa casa remota que ahora he visitado y que oculta las antiguas baldosas bajo el parquet) y le había llevado mis pertenencias.

– ¿Qué pasó? ¿Por qué te fuiste así del apartamento de ese tío, tan corriendo y dejándotelo todo? -me preguntó Martina adustamente.

Jamás habíamos compartido confidencias de novios ni en realidad de nada. Vivíamos como ensordecidas desde el gran silencio.

Yo me encogí de hombros. Me sentía humillada por la noche con M., por mi propia actitud, por haber sido detenida tan estúpidamente. No quería ni acordarme de mis torpezas.

– Bah. En realidad no pasó nada. Sólo que es un machista y un gilipollas. No quiero volver a saber de él.

Hay que tener mucho cuidado con la formulación de los deseos, porque a lo peor se cumplen. En efecto, no volví a saber de M., por lo menos durante un par de semanas. Luego un día abrí el diario Pueblo y, en la sección de frivolidades veraniegas, me encontré con una fotonoticia que decía: La novia española de M. Y allí estaba retratado él, en una mala instantánea pillada por sorpresa a la salida de algún local, con un brazo por encima de los hombros de Martina.

De mi hermana.

Aquel día me fui a comer a casa de mis padres, pero Martina no estaba. Demoré mi marcha por la tarde por ver si llegaba, pero nunca llegó; de manera que regresé de nuevo al día siguiente a la hora del almuerzo, para pasmo y delicia de mi madre. Martina estaba allí, ojerosa y menos cuidadosamente arreglada que de costumbre (siempre ha sido más clásica vistiendo), pero muy guapa. Irradiaba esa mágica exuberancia que proporciona el buen sexo. En cuanto que la vi empecé a sufrir. Y qué sufrimiento tan violento. No estaba preparada para sentir algo así. Fue como enfermar de un virus. Fue la peste bubónica.

En aquella ocasión no conseguí hablar con ella prácticamente de nada. Y tampoco al día siguiente, ni al otro. Cogí la costumbre, o más bien la angustiosa necesidad, de ir a comer todos los días a la casa familiar. Martina unas veces estaba y otras no. Cuando estaba, nunca nos decíamos nada, nunca le mencionábamos. A mí me bastaba con verla para sentir la más refinada de las torturas, y aun ese tormento era mejor que nada. El deseo, ya se sabe, es triangular. Lo dice Huizinga en El otoño de la Edad Media, refiriéndose a los caballeros que rescatan damas apuradas: «Incluso si el enemigo es un cándido dragón, siempre resuena en el fondo el deseo sexual». Yo amé desesperadamente a M. a través de mi hermana. Ella era la hacedora y por lo tanto hizo; yo le puse y le pongo palabras a la nada.

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