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Cuando la veía, me parecía olerle. La imaginaba lamiendo su pecho mullido. Mordisqueando su cuello delicioso. Para entonces mi idea sobre M. había cambiado por completo. Ahora estaba convencida de que era un hombre encantador, un tipo reservado y sensible, como había dicho Pilar. Era yo la que lo había echado todo por la borda. La que se había puesto paranoica y estúpida.

Un día, al llegar al edificio de mis padres, coincidí con mi hermana. Estaba saliendo de un vehículo grande conducido por un tipo desconocido; sin duda era un coche de producción y habían ido hasta allí para dejar a Martina antes de marcharse al rodaje. M. se asomó por la ventanilla de atrás y saludó a mi hermana con la mano; luego, sus ojos se cruzaron casualmente con los míos. Su media sonrisa se borró; frunció el ceño y enrojeció; cuando el coche arrancó, aún nos estábamos mirando. Sus ojos eran como una quemadura. Como el fósforo ardiente de una cerilla que se hubiera pegado a la carne y la taladrara. Entré consternada en el portal detrás de mi hermana, que me estaba esperando en el ascensor. Subimos en la vieja y cochambrosa caja de madera. Yo debía de estar obviamente tan mal que, cuando nos detuvimos en el séptimo piso, Martina me puso una mano en el brazo y murmuró:

– Tú dijiste que era un gilipollas y que no querías saber nada de él.

No contesté.

– Tienes un incendio en la cabeza y por eso quemas las cosas -añadió mi hermana con cierta aspereza.

Seguí callada. No podía articular palabra. Ahora era mi hermana la que hablaba y yo la que había caído en el silencio.

En cualquier caso, no nos dijimos más. Dejé de ir a comer a casa de mis padres y me dediqué a sufrir intensamente todas y cada una de las horas del día. Estaba obsesionada. Yo aún no era consciente de ello, pero M. tenía la Marca, esto es, reunía todos los ingredientes fatales que hacen que un hombre me aprisione, como el cepo aprisiona al zorro itinerante. Tengo la teoría de que el deseo sexual y pasional se construye en algún momento muy temprano de la existencia y sobre unas pautas más o menos estables. Es como lo que contaba Konrad Lorenz, el padre de la etología, sobre sus patitos. Cuando el pequeño pato sale del cascarón, toma por su madre al primer ser vivo que ve cerca. Eso se llama imprimación: ese primer ser vivo se imprime con el contenido emocional del concepto madre, y así permanecerá identificado para siempre, engarzado al corazón del pato hijo (Lorenz se aprovechaba de esta circunstancia para que camadas enteras de minúsculos patos le siguieran por todas partes, transidos de amor filial por él).

Pues bien, yo creo que en el deseo y la pasión sucede algo semejante. En algún instante remoto de nuestra conciencia se produce la imprimación del objeto amoroso, con características a veces físicas, a veces psíquicas, a veces de ambas clases: te gustan gordos, te gustan flacos, de tu propio sexo o del sexo contrario… Cada cual tiene un diseño secreto del amor, una fórmula enganchada al corazón. Son cosas sutiles: por lo general resulta dificilísimo reconocer la pauta, porque tus amores pueden ser aparentemente muy distintos. Yo empecé a descubrir mi fórmula hará unos diez años. Ahora ya sé cómo funciona; les veo la Marca y me disparo.

Los hombres que me gustan o, por mejor decir, los hombres que me pierden, reúnen todos ellos, que yo sepa, tres condiciones concretas. En primer lugar, son guapos: me avergüenza reconocerlo, pero es así. Segundo, son inteligentes: si el más guapo del mundo dice una necedad se convierte en un pedazo de carne sin sustancia. Y ahora viene el ingrediente fundamental, el tercer elemento que cierra el ciclo de la seducción como quien cierra un candado: son individuos con una patología emocional que les impide mostrar sus sentimientos. Esto es, son los tipos duros, fríos, reservados, ariscos, en quienes creo adivinar un interior de formidable ternura que no consigue encontrar la vía de salida. Yo siempre sueño con rescatarlos de ellos mismos, con liberar ese torrente de afecto clausurado. Pero eso nunca se logra. Y lo que es aún peor: sospecho que, si algún día uno de esos chicos duros llegara a transmutarse en un individuo afable y cariñoso, lo más probable es que dejara de gustarme. La Marca es así: una tirana.

Para mi desgracia, y aunque yo no lo supiera por entonces, M. poseía la Marca. Era guapo; parecía inteligente (al menos, no decía tonterías, y el que no nos entendiéramos ayudaba bastante) y sin duda era un tipo emocionalmente acorazado. Caí presa de él, o de la imagen de él, o del invento que yo me había hecho sobre él, como la mosca que se queda pegada en un merengue. Durante dos o tres meses, su ausencia me obsesionó. No podía escribir, no podía leer, sólo pensaba en él y en que lo había perdido. No fue un dolor amoroso: fue una enfermedad. Evité a Martina durante el resto del año: no volvimos a vernos hasta Navidades. Luego me enteré de que mi hermana había estado con M., supongo que felizmente (nunca lo hemos hablado: he aquí otro silencio), hasta que él acabó el rodaje y se marchó a su país. Entonces se separaron con toda tranquilidad y cada cual siguió con su vida. Martina se dedicó a cimentar su carrera, echarse un novio, casarse, tener hijos, montar un hogar que siempre parece acogedor. Para eso es una hacedora. Que yo sepa, nunca se volvieron a encontrar. Pero la verdad es que no sé nada.

Me fui recuperando poco a poco como quien se recupera de una amputación. Durante un par de años ni siquiera me atreví a ver sus películas. Pero luego, con el tiempo, no sólo se fue borrando el dolor, sino también la cicatriz, y empezó a costarme creer que hubiera perdido la cabeza por él. Si no le conocía. Si era un perfecto extraño.

Pasaron los años, tuve varios amores y diversas parejas, escribí algunos libros, dejé de ser hippy, cambié el cannabis por el vino blanco y mi guardarropa se hizo inconmensurablemente mayor. Y no sólo el guardarropa: mi casa se llenó de infinidad de cosas innecesarias. Es una de las características de la edad: a medida que envejeces, tu casa se empieza a convertir en un cementerio de objetos inútiles. En ésas estaba, instalada ya definitivamente en la edad madura cuando, no hace mucho, me invitaron a ser jurado de un festival internacional de cine que se celebraba en Santiago de Chile. El jurado estaba compuesto por nueve personas: actores, directores de cine, escritores. Me habían comunicado previamente los nombres de todos, pero cuando llegué al aeropuerto de Santiago alguien comentó que había habido unos cuantos cambios. Los jurados nos reuníamos esa noche por primera vez en el restaurante del hotel; al día siguiente comenzaba el certamen. Me quedé dormida y llegué la última al reservado de la cena, aturullada y muerta de vergüenza. Ocupé el primer sitio libre que encontré y los organizadores empezaron a presentarnos. El tercer nombre que dijeron fue el de M. Me quedé helada. Giré la cabeza y estaba sentado junto a mí. Nuestros ojos se cruzaron, pero su mirada ya no quemaba como el fósforo. Intercambiamos una pequeña sonrisa social sin dar ninguna muestra de reconocernos. Yo estaba segura de que no se acordaba de mí, lo cual era un alivio.

Amparada en mi anonimato, me dediqué a estudiarle de modo subrepticio. Creo recordar que por entonces yo tenía cuarenta y cinco años; luego él debía de tener cincuenta y cuatro. Sus ojos seguían siendo poco comunes, aunque ahora parecían más pequeños, quizá porque los párpados se habían descolgado un tanto y porque el blanco ya no era tan blanco, sino más enrojecido y más acuoso. De entrada, en fin, ya no resultaba espectacular; ya no era un hombre que fuera atrapando las miradas con sólo aparecer en algún lugar. El tiempo no suele ser piadoso con los guapos; mientras que, los que nunca hemos sido bellos, podemos adquirir cierta solera con los años. Quiero decir que ahora nos encontrábamos más a la par, que ya no existía esa distancia física que antaño me había hecho sentir tan insegura. M. estaba canoso y arrugado. Y tenía una expresión cansada o melancólica. Había envejecido de manera natural y aparentaba su edad; era evidente que, a diferencia de otros divos de Hollywood, él no se había hecho ningún trabajo estético. Por otra parte, ya no era un divo de Hollywood. Había conseguido mantener una carrera bastante buena, pero mucho más modesta, de tipo europeo, de actor profesional y no de estrella. Había hecho películas y teatro; y en los últimos años había escrito un par de obras dramáticas que se habían representado en diversos países con razonable éxito. Yo había visto una de ellas en Madrid. No estaba mal.

Pero lo más sorprendente de todo fue que hablamos. A esas alturas yo ya sabía inglés y no tuvimos ningún problema para entendernos. M. se comportó con una extraordinaria cortesía; me preguntó infinidad de cosas sobre mi vida y consiguió que pareciera que le interesaban las respuestas. Al final de la cena me embargaba esa aleteante excitación que una siente cuando acaba de conocer a alguien, y le ha notado muy cerca, y desea acercarse aún mucho más. O sea, me puse coqueta, que es un estado delicioso. Me gustaba su sobriedad, su amabilidad algo envarada y esa tristeza de fondo, tan hermética. Sin duda M. seguía teniendo la Marca.

Dicen que la felicidad no tiene historia. Pero sí que la tiene, lo que pasa es que cuando la cuentas suena ridícula. En los festivales de cine, en donde los jurados se ven forzados a convivir durante varios días, a menudo sucede que se crean dos grupos, a veces ásperamente enemistados. En nuestro caso también hubo algún que otro conato de enfrentamiento pero, cosa extraordinaria, M. y yo estábamos siempre de acuerdo. Formamos un núcleo de una solidez inquebrantable, al que se adherían pasajeramente unos u otros miembros del jurado; y al final conseguimos que salieran premiadas nuestras películas, es decir, aquellas producciones por las que apostábamos. Nos reímos mucho; nos apoyamos mucho; alcanzamos una enorme complicidad, una extraña intimidad de equipo frente a los otros. Desayunábamos juntos, pasábamos la jornada entera juntos, cenábamos juntos, tomábamos copas juntos y nos separábamos durante apenas seis horas de sueño por las noches. A medida que pasaban los días, nos agarrábamos más del brazo, nos tocábamos la mano, nos tocábamos la rodilla, nos tocábamos todo lo que podíamos manteniendo la apariencia de un roce casual o de una demostración de puro afecto amistoso. Fueron unos días frenéticos.

Al final, en la jornada de clausura, en nuestra última noche, los dos sabíamos lo que iba a suceder sin necesidad de decirnos nada. Esa es una de las pocas ventajas de la edad, que uno se ahorra mucha palabrería. Nos escapamos de la ceremonia de entrega de premios, nos fuimos a mi habitación y pedimos una cena opípara al room service. Ni la probamos. Otra de las ventajas de la edad: no hay que fingir orgasmos, no hay que dar grititos innecesarios y, en general, uno ya sabe dónde colocar los codos y las rodillas. No nos sobró ninguna articulación en esa noche. Podríamos haber hecho el amor varios días antes, pero habíamos disfrutado del aplazamiento, de la promesa tácita, de los roces crecientes, de la oferta de ese cuerpo que es un tesoro que nos aguarda, del deseo que se tensa y se exacerba. Me deleité sacando a la luz cada centímetro de la piel de M. Su cuerpo delgado, menos musculoso que antes; su carne madura, más descolgada y blanda. Pero también más elocuente. Me gustaron sus caderas de hombre mayor, la manera en que cedían bajo mis dedos, la larga historia personal que me contaba su piel. Hicimos el amor con fiereza y ansiedad adolescente, y luego con golosa lentitud de adultos, y después con una sensualidad obsesiva e intemporal. Raras veces he sentido tanto a un hombre. Fue un festín.

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