Por la mañana, poco antes de despedirnos para tomar cada uno nuestro vuelo, enredados aún en la cama revuelta y muertos de sueño, a medias ahítos y a medias hambrientos, pasé el dedo por la enorme cicatriz que ahora rajaba el pecho de M. de arriba abajo, desde el hoyo del cuello hasta el estómago. Eso también sucede con la edad: vas acumulando cicatrices, sólo que algunas son visibles y otras no.
– ¿Y esto? -pregunté, sintiéndome un poco ridícula: porque habría tantas cosas para preguntarle.
– Un corazón de mala calidad -respondió él en tono ligero.
Como Pilar Miró, recordé: también ella tenía un costurón semejante.
– Como Pilar Miró -se me escapó en voz alta-: ¿Te acuerdas de ella?
– Pilar, sí, claro. Una mujer estupenda. Me impresionó mucho que muriera tan joven. Nos veíamos en los festivales de cuando en cuando -contestó M.
Y luego se incorporó sobre un codo y me miró, ladeando un poco la cabeza:
– De modo que eras tú -dijo-: Lo llevaba sospechando varios días, pero no estaba seguro.
Creo que enrojecí.
– Entonces, ¿te acordabas de mí? -le pregunté, incrédula.
– Por supuesto. Perfectamente. Te he recordado bastantes veces durante estos años.
No está hablando de mí, pensé. Habla de mi hermana. Pero ella y yo no nos parecemos físicamente en absoluto.
– ¿Seguro que te acordabas de mí. -insistí, recalcando el pronombre.
Se echó a reír.
– De ti, Rosa, de ti… ¿De quién, si no?…
No le dije de quién. No nombré mi fantasma. Pero debí de enviarle un mensaje mental, porque M. preguntó:
– ¿Qué ha sido de tu hermana?
– Ah, está muy bien. Posee una empresa propia de informática, se casó, tiene tres hijos…
M. sonrió:
– ¿Sigue fumando porros?
Una especie de calambre me recorrió la mandíbula, haciéndome rechinar los dientes. No sabía qué decir y opté por una respuesta poco comprometedora.
– No. Ya hace mucho que lo ha dejado.
M. suspiró:
– Sí, claro, a estas alturas ya todos hemos dejado casi todo.
Ahora bien: que yo supiera, mi hermana, siempre tan ordenada, tan racional, tan hacedora y tan pulcra, nunca había fumado porros, de manera que M. tenía que estar refiriéndose a mí. Pero, por otra parte, ¿acaso conocía o conozco yo de verdad a mi hermana? ¿Y si existe otra Martina que no tiene nada que ver con la que yo percibo, y si en su juventud se pasaba la vida colocada? ¿A quién se refería M., en realidad? ¿En quién estaba pensando, a quién estaba viendo cuando me miraba? No quise seguir preguntándome, y desde luego no quise preguntarle nada a él. Los minutos pasaban, teníamos que irnos y los dos sabíamos que no íbamos a hacer nada para volver a vernos. Ambos teníamos pareja en nuestros respectivos países y en cualquier caso la historia había sido demasiado hermosa como para fastidiarla con la cotidianeidad. O con dudas de identidad. O con preguntas. Otra de las cosas que una aprende con la edad es a tomar las cosas como vienen. E incluso a dar las gracias.