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Nueve

Me gusta mucho Italo Calvino; me gusta su prosa limpia, me gustan sus novelas fantásticas, me gustan sus ensayos literarios de Seis propuestas para el próximo milenio. Pero hace poco leí un curioso libro suyo, Ermitaño en París, que reúne textos diversos, fundamentalmente autobiográficos, y que hizo que Calvino me resultara en ocasiones un tanto cargante. El núcleo del volumen lo compone un diario que llevó en su primer viaje a Estados Unidos, realizado en 1959 con motivo de una beca que le concedieron. ¡Y hay momentos en los que resulta tan vanidoso! Por ejemplo, escribe periódicamente a la editorial italiana para la que trabaja (Einaudi), enviando cada vez varias páginas con sus reflexiones sobre Estados Unidos; y le explica a la receptora de las cartas: «Daniele, esto es una especie de periódico para uso de los amigos italianos (…) lo guardas todo junto en una carpeta a disposición de todos los colegas y también de los amigos y visitantes que tengan voluntad de leerlo, y procura que no se pierda pero que sea leído, de modo que el tesoro de experiencias que acumulo sea un patrimonio de toda la nación». ¿Y por qué sólo de la nación? ¿Por qué no del mundo entero? Qué prepotencia tan absurda la de este párrafo. Por cierto que las reflexiones sobre Estados Unidos son bastante panolis y el tesoro de experiencias es más bien un pequeño cajón de baratijas. A favor de Calvino hay que decir que, cuando años más tarde se le propuso editar este diario, él se negó a hacerlo, pensando, con razón, que carecía de la calidad suficiente (la publicación ha sido póstuma), de manera que cabe la esperanza de que uno vaya mejorando a medida que envejece.

En aquel viaje, Calvino era desde luego joven, aunque tampoco tanto: treinta y dos años. Uno de sus libros había salido en inglés un poco antes de que él llegara a Estados Unidos, y Calvino escribe: «¿Mi libro está expuesto en las librerías, en los escaparates o en los mostradores? No, ni siquiera en una». De manera que se va a hablar con su editor y le «arranca» la promesa de mandar a alguien para que hable de su libro con los libreros… He aquí de nuevo la vanidad asomando a sus ojitos ansiosos, y una vanidad además perfectamente reconocible, porque todos los escritores somos pasto de este narcisismo loco, sólo que unos somos tal vez más conscientes del ridículo e intentamos reprimirnos y aguantarnos, mientras que otros viven su vanidad como un largo viaje sin retorno. Todos los escritores nos sentimos tentados de entrar en las librerías para comprobar si nuestro libro está y si se encuentra bien expuesto, y lo peor de todo es que muchos autores lo hacen, entran en todas las librerías que encuentran a su paso y en otras por las que pasan a propósito, y rebuscan sus obras, y siempre les parece que están mal colocadas, y luego martirizan a sus editores y a sus agentes con angustiadas e indignadas llamadas telefónicas.

Ah, la vanidad del escritor… Podemos llegar a ser una auténtica peste. Quizá sea por nuestra especial dependencia de la mirada ajena, o porque la falta de criterios objetivos a la hora de juzgar una novela hace que siempre nos sintamos un poco inseguros, siempre un poco en el aire; pero lo cierto es que la vanidad es, para nosotros, como una droga dura, un chute de reconocimiento exterior que, como toda droga, nunca sacia la necesidad de aprobación que padecemos. Al contrario: cuanto más cedemos a la vanidad (cuanto más nos pinchamos), más necesitamos. Lo veo en mí misma y a mi alrededor e intento aprender de ello: veo que todos queremos siempre más, mucho más, independientemente de nuestra situación. Los que tienen éxito de crítica, ansían el éxito de público; los que venden montones de libros, se quejan porque no creen tener suficiente éxito de crítica; y los que han triunfado tanto en las ventas como en el reconocimiento de los mandarines de la cultura, hale-hop, ¡también lloran! Porque de alguna manera les parece que todos los premios que han ganado no son suficientes, que los muchos lectores que tienen deberían ser todavía más, que hay un par de críticos que les han mirado mal. En fin, como la vanidad es una droga para nosotros, la única manera de no caer esclavo de ella es abstenerse de su uso lo más posible. Algo verdaderamente difícil, porque el mundo actual fomenta la vanidad hasta el paroxismo.

Ya se sabe que hoy los libros forman parte del mercado y son vendidos con técnicas comerciales tan agresivas como las que emplean los fabricantes de refrescos o de coches. Lo cual tiene sus cosas malas, pero también algunas buenas: por ejemplo, que los libros llegan a más gente; o que, al estar dentro del mercado, están dentro de la vida, porque hoy todo es mercado, y si la literatura permaneciera totalmente al margen quizá se convertiría en una actividad elitista, artificiosa y pedante. Pero las cosas malas que esta situación conlleva son desde luego muy malas; como, por ejemplo, que los libros de tirada corta apenas si pueden subsistir, porque, para vender tres mil ejemplares de un título, la obra tendría que estar un año en las tiendas, un par de copias aquí, otro par de copias allá; pero resulta que hoy esos libros son devueltos y guillotinados a los quince días porque las librerías carecen de lugar donde exponerlos, atiborradas como están con las desbordantes torres de best-sellers. Es una tragedia, porque la literatura y la cultura de un país necesitan esas obras de tres mil ejemplares que hoy nos estamos perdiendo.

Esto es una consecuencia de la obligatoriedad del éxito comercial, que se ha convertido en un requerimiento casi frenético. Se diría que hoy la única medida del valor de un libro es la cantidad de copias que vende, una apreciación a todas luces absurda, porque hay obras horrendas que se venden a mansalva y libros estupendos que apenas si circulan (lo cual no quiere decir, naturalmente, que los libros buenos sean por definición los que no se venden y los libros malos los que sí: ésa es otra mentecatez del mismo calibre que estuvo de moda hace algunos años). Hoy todo te empuja, te tienta, te pincha y te apremia para que vendas y vendas y vendas, porque si no, no existes. Y así, autores y editores mienten en el número de copias vendidas, y tus amigos, parientes y enemigos leen las listas de best-sellers con la avidez de quien lee una novela de crímenes. ¡Pero si incluso tu madre te telefonea para decirte, muy compungida: «Hija, has bajado tres puestos en la lista»! Lo cual hace que, cuando por fin desapareces de la maldita lista, sientas un alivio melancólico semejante al que experimentas cuando te arañan por primera vez la chapa de un coche nuevo.

Releo lo que acabo de escribir y me avergüenzo: ¿y entonces qué deben de sentir aquellos escritores buenísimos que jamás han llegado a estar en una lista de best-sellers? ¿Y qué deben de sentir los escritores malísimos que tampoco han estado, y que sin duda sufren exactamente igual que si fueran buenos? En nuestros mejores momentos, cuando la inseguridad no nos come demasiado los pies, todos nos creemos maravillosos. Hace muchos años entrevisté a Erich Segal, el autor de Love Story, aquella novelita de amores y lágrimas que fue superventas en todo el mundo. Segal acababa de escribir un nuevo libro, La clase, una novela gordísima y, desde mi punto de vista, también horrorosa, con la que él aspiraba a ganar el reconocimiento de la crítica sesuda (porque, naturalmente, el éxito comercial no le bastaba); y recuerdo que Segal, que me cayó bien y me pareció un buen tipo, empezó a leerme párrafos de su propia novela, emocionado hasta las lágrimas con lo que él mismo decía, aunque los fragmentos eran de una vulgaridad espeluznante. Cielos, pensé, incomodísima: no cabe duda de que este hombre es sincero, no cabe duda de que cree que lo que lee es hermoso, ¿no puede suceder que a mí me pase lo mismo y que en mi delirio crea ser una escritora?

«Descubrí, no sin pena, que cualquier mentecato era capaz de escribir», dijo Rudyard Kipling, refiriéndose a sus comienzos en la narrativa. Y Goethe incluye una anotación divertidísima en su autobiografía Poesía y verdad, mientras narra la época de su infancia: «Los niños celebrábamos encuentros dominicales en los que cada uno de nosotros tenía que componer sus propios versos. Y en estos encuentros me sucedió algo singular que me tuvo intranquilo durante mucho tiempo. No importa cómo fueran, el caso es que siempre me veía obligado a considerar que mis propios poemas eran los mejores, sólo que pronto me di cuenta de que mis competidores, que generaban engendros muy sosos, se hallaban en el mismo caso y no se estimaban peores que yo. Y lo que aún me pareció más sospechoso: un buen muchacho al que yo, por cierto, le caía bien, aun siendo completamente incapaz de realizar semejantes trabajos y haciéndose componer sus rimas por el preceptor, no sólo consideraba que sus versos eran los mejores de todos, sino que estaba completamente convencido de que los había escrito él en persona (…) Dado que podía ver claramente ante mí semejante error y desvarío, un día empezó a preocuparme si yo mismo no me hallaría también en el mismo caso; si aquellos poemas no serían realmente mejores que los míos y si no podía ser que yo les pareciera a aquellos muchachos, con razón, tan enajenado como ellos me parecían a mí. Esta cuestión me inquietó en gran medida y durante mucho tiempo, y es que me resultaba completamente imposible hallar una manifestación externa de la verdad». Ya digo, siempre cabe la duda sobre si lo que haces tiene algún sentido. De ahí proviene en gran medida nuestra fragilidad.

Además, escribir ficción es sacar a la luz un fragmento muy profundo de tu inconsciente. Las novelas son los sueños de la Humanidad, sueños diurnos que el novelista percibe con los ojos abiertos. Quiero decir que ambas cosas, los sueños y las novelas, surgen del mismo estrato de la conciencia. En ocasiones, los autores incluso han soñado literalmente sus creaciones. Es el celebérrimo caso de Mary Shelley y su hermoso y conmovedor monstruo de Frankenstein, que apareció entero dentro de su cabeza en el transcurso de una noche alucinada. Y Anthony Burgess se levantó una mañana y encontró en la pared de su comedor «los siguientes versos garrapateados con lápiz de labios: Que sus carbónicas gnosis se erijan orgullosas / Y guíen a la, grey entera hacia su luz (Let his carbon gnoses be up right / And walk all followers to his light). La letra era mía y el lápiz de labios de mi mujer». A finales del siglo XVIII, Coleridge escribió el famoso y larguísimo poema Kubla Khan después de haber soñado sus centenares de versos en una especie de siesta… Y luego está Stevenson, que soñó enterito El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde en una noche de fiebre y enfermedad; se levantó de la cama, escribió como un loco furioso la novela en tres días, la arrojó a la lumbre y en otros tres días la volvió a escribir en su forma definitiva. La ensayista Sadie Plant, en su apasionante libro Escrito con drogas, sostiene que muchos de estos supuestos sueños creativos eran en realidad delirios inducidos por diferentes sustancias alucinógenas o estimulantes; y, de hecho, asegura que Stevenson sacó su Doctor Jekyll y Mr. Hyde no de un sueño más o menos inquieto pero natural, sino de una dosis masiva de cocaína. Sea como fuere, la propia Sadie Plant recoge un texto que publicó Stevenson en 1888 titulado Un capítulo sobre sueños, en el que el escritor reflexionaba sobre la importancia de la vida onírica y hablaba de los brownies o duendecillos, unos personajes que, según Stevenson, soñaban las novelas por él y se las soplaban al oído, a menudo manteniendo al propio autor en la ignorancia de hacia dónde se dirigía la historia. Estos duendecillos son como el daimon de Kipling, y es verdad que todos los narradores, al margen de nuestro mayor o menor talento, tenemos en algún momento esa sensación, la inquietante percepción, casi la certidumbre, de que la novela te la está inventando otro, te la está dictando otra, porque tú no sabías que sabías lo que estás escribiendo.

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