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«¿Qué lengua oye el sordomudo?», se pregunta brillante e inquietantemente Barbara Tuchman (Un espejo lejano). «Lo traumático no es siempre lo que hace ruido, sino lo que queda mudo», dice Carmen García Mallo, amiga y además psicoanalista: «Y desde el silencio hace ruidos».

Martina y yo teníamos ocho años cuando un día mi hermana desapareció. Salvo en los primeros meses de mi tuberculosis, que nos separaron, normalmente siempre estábamos juntas; jugábamos juntas, nos peleábamos juntas, dormíamos la siesta juntas, a regañadientes, en las largas tardes de verano. Un anochecer de agosto estábamos en el bulevar de Reina Victoria, nuestra calle, entreteniéndonos en recoger chapas de botellas. Debía de ser un domingo, porque nuestro padre estaba con nosotras. Se había sentado en una mesa del chiringuito a tomarse una cerveza y leer el periódico. De pronto, a mí se me antojó tomar un helado. No sé si ya tenía el dinero, no sé si papá me lo dio; sea como fuere, me concedió permiso para comprarlo. Martina no quería helado. Tampoco quería acompañarme. Estábamos enfadadas, me acuerdo muy bien. Siempre nos enfadábamos por cualquier cosa. De manera que caminé por el bulevar polvoriento, entre los grandes árboles torturados por la sed, hasta el puesto de los polos, que estaba en el otro extremo del paseo, a unos doscientos metros, y me compré un corte de nata y fresa. Lo recuerdo todo con precisión y con un extraño distanciamiento, como si fuera una película vista veinte veces. Y regresé despacio, dando milimétricos lametones al helado (los cortes había que chuparlos con mucho método para que el perímetro disminuyera de forma equilibrada) y disfrutando del momento. No sé cuánto tardaría en todo esto: quizá diez minutos. Cuando volví al chiringuito, Martina no estaba. No me preocupó, ni siquiera me sorprendió. Pensé que la muy tonta se había escondido para hacerme rabiar; de manera que ni siquiera miré a mi alrededor para ver dónde andaba, porque no quería que ella me pillara buscándola. Me senté en la mesa junto a mi padre y terminé de zamparme el helado lentamente. Muy lentamente. Debieron de pasar otros diez minutos. Y Martina seguía sin aparecer. Empecé a otear el bulevar hacia arriba y hacia abajo, a ver si la encontraba. Las farolas se encendieron y con la llegada de la luz eléctrica la noche cayó de sopetón sobre nosotros. Papá dobló el periódico, levantó la cabeza y me miró:

– Vámonos a casa. ¿Dónde está tu hermana?

– No sé.

– ¿Cómo que no sabes?

Y esa pregunta abrió un abismo dentro de mi cabeza. De golpe comprendí que me había equivocado; que mi hermana no se estaba escondiendo, sino que había desaparecido; que estaba pasando algo muy grave; que yo era en parte culpable de lo que sucedía por no haber avisado a tiempo a mi padre. Me eché a llorar, horrorizada. En una milésima de segundo, todo mi mundo estable, doméstico y seguro se había convertido en una pesadilla.

– ¡Creí que quería hacerme rabiar! -farfullé entre lágrimas.

A partir de ese momento, la nitidez de mis recuerdos se emborrona. Sé que mi padre la buscó frenéticamente por el bulevar, por la avenida; sé que gritamos su nombre y que preguntamos a los otros parroquianos del chiringuito. Nadie la había visto. Entonces mi padre me agarró de la mano, muy enfadado, y dijo:

– Tiene que estar en casa.

Pero yo sabía que eso no era posible, porque no nos dejaban cruzar la calle solas. Subimos en el ascensor sin decir palabra; entramos en casa. El pasillo oscuro y silencioso. La cocina, donde mi madre preparaba la cena. Martina no estaba. Siéntate, le dijo mi padre a mi madre. Ella, extrañada, sacó una de las sillas que estaban arrimadas a la mesa y se dejó caer; y entonces mi padre le contó. Supongo que hubo gritos, supongo que hubo lágrimas; yo sólo recuerdo que la silla de madera sin barnizar estaba manchada de azafrán allí donde mi madre, que tenía las manos sucias de cocinar, la había agarrado. Esa mancha anaranjada con forma de mariposa ocupaba toda mi visión, toda mi cabeza. Supongo que no quería o no podía pensar nada más.

Lo que vino después apenas si es en mi memoria una bruma confusa. Me apartaron de la zona candente, como siempre hacen los adultos con los niños en los momentos de crisis; me enviaron a Cuatro Caminos, con los abuelos. Pero la lejanía del conflicto no alivia a los niños, antes al contrario, porque los niños poseen todavía una rica y florida imaginación, y el miedo imaginario suele ser siempre peor que el peligro o el dolor real. Pasaron tres días de agonía y susurros, eso sí lo recuerdo: una casa en penumbra y los abuelos hablando muy bajito, para que yo no oyera. Hasta que una mañana vino mi abuela y me dijo:

– Apareció Martina y está bien, gracias a Dios. Arréglate que nos vamos a tu casa.

– ¿Qué le ha pasado? -pregunté.

– Ya te lo contarán tus padres.

Y aquí viene lo más extraño y lo más inquietante de todo: nunca me lo contaron. Llegué a mi casa y me encontré a Martina jugando a los recortables en la mesa del comedor, como si no hubiera ocurrido nada; peor aún, como si ella fuera la hija lista y buena, la que siempre se había quedado en casa, y yo la que regresara tras tres días de ausencia, tras haber desaparecido, tras haberme perdido, tras haber sido expulsada a quién sabe qué exilio. ¿Qué ha pasado?, me apresuré a preguntar nada más entrar. Nada, no ha sucedido nada, una tontería, ya está terminado, no hay nada que contar ni nada que hablar, me contestaron; y me hicieron sentar junto a Martina para que jugara con ella a los recortables. Mi hermana estaba quizá un poco pálida pero tenía buen aspecto, e incluso me pareció advertir en ella una expresión altiva, como de importancia, o de burla, o de triunfo. También a ella la interrogué cien veces sobre lo sucedido, ese mismo día y las siguientes semanas, abiertamente o en la intimidad, cuando estábamos solas; y nunca conseguí otra respuesta que un bufido de suficiencia o una sonrisa maliciosa. A los pocos meses, el tema de la desaparición de mi hermana se había convertido en uno de esos tabúes que tanto abundan en las familias, lugares acotados y secretos por los que nadie transita, como si ese acuerdo tácito de no revisión y no mención fuera la base de la convivencia o incluso de la supervivencia de los miembros del grupo familiar. Y son tan poderosos estos tabúes, estos pozos de realidad intocable e indecible que, de hecho, pueden perdurar durante generaciones sin ser nunca nombrados, hasta que desaparecen de la memoria de los descendientes. En nuestro caso concreto, después de aquellas primeras semanas de ansiedad no volví a preguntar ni a mi hermana ni a mis padres sobre el extraño incidente de la desaparición; ni siquiera ahora, siendo ya todos tan mayores como somos, se me ha ocurrido interrogarles sobre lo que pasó en esos tres días. Tal vez esté escribiendo este libro justamente para preguntar al fin qué sucedió. Tal vez en realidad todos los escritores escribamos para cauterizar con nuestras palabras los impensables e insoportables silencios de la infancia.

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