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Hace poco se me despertó un frenesí rememorativo. De pronto sentí la imperiosa necesidad de volver a ver la casa de mi infancia, ese piso modesto y alquilado en el que viví con mi familia desde los cinco años hasta los veintiuno, edad a la que me emancipé. Poco después, mis padres y Martina se mudaron. Otra gente llegó y vivió allí; yo no había vuelto a ver la casa en veinticinco años. Pero ahora necesitaba regresar; aunque el lugar estuviera muy cambiado, las paredes seguirían existiendo, así como el estrecho patio que yo contemplaba por la ventana de mi cuarto; y tal vez algún pedacito de mi antiguo yo flotara todavía por allí como el ectoplasma de un fantasma. De manera que escribí una carta dirigida a los «actuales inquilinos», porque lo ignoraba todo sobre los ocupantes; y explicaba que había vivido allí y que por favor me dejaran visitarles. Pocos días después recibí por e-mail la respuesta generosa y amable de los dueños del piso, José Ramón y Esperanza, y concerté una cita para acercarme a verles. Yo no sé qué esperaba encontrar: tal vez mi memoria perdida de redomada amnésica, tal vez mi ignorancia infantil o el oscuro silencio de la familia. Quedamos a mediodía; el portal estaba igual, incluso con las mismas cenefas pintadas en las paredes, pero el ascensor era nuevo: ya en mis tiempos era un cacharro viejo y a menudo roto. Subí en la pequeña caja del elevador, metálica y de color verde quirófano, y en efecto me sentí como si estuviera entrando en un hospital y me fueran a practicar alguna intervención menor: extirpar una reminiscencia, suturar un recuerdo. El piso, un séptimo y último, conservaba la estructura original, pero como es natural no tenía nada que ver con la casa de mi infancia. El suelo, antes de baldosas, era parquet; las viejas ventanas de madera habían sido sustituidas por marcos metálicos. El baño y la cocina eran bonitos y modernos, cuando en mi niñez habían sido tétricos y oscuros. Era una casa luminosa y feliz, la casa de otros, la vida de otros, el pasado de otros. José Ramón y Esperanza, una pareja de mi edad con dos hijas veinteañeras, fueron afectuosos, comprensivos, encantadores. Esperanza, con fina intuición, llegó a decir: «Deberíamos dejarla sola». Es verdad que yo les sentía como intrusos; esa casa era mía, porque era la casa de mi niñez. Daba igual que yo sólo hubiera vivido allí durante dieciséis años y ellos durante veinticinco; o que ellos la hubieran comprado y reformado, mientras que nosotros sólo la alquilamos. Cualquier consideración racional me parecía absurda: esa casa era MÍA. Y, al mismo tiempo, ¿qué le habían hecho estos advenedizos, dónde estaba mi viejo hogar, dónde estaba yo, qué nos había ocurrido? Intenté volver a meterme en mis antiguos ojos de niña para ver el mundo desde allí, pero no pude. El pasado no existe, por mucho que diga Marcel Proust. A punto ya de irme, después de haberme tomado unas cervezas con ellos y de haber charlado en esa sala ajena, Esperanza me dijo que, por debajo del parquet, se mantenían intactas las viejas baldosas. ¡El suelo original, con su cenefa geométrica bordeando las paredes! Ese dibujo había formado parte de muchos de mis juegos infantiles, había aparecido en una escena de mi novela Te trataré como a una reina y había sido el origen de otro libro, Temblor. Quedé impresionada e inmediatamente mi imaginación me escenificó una fantasía: yo regresando de noche de modo subrepticio y arrancando las tablas de madera hasta sacar a la luz lo único que quedaba de mi niñez: unas feas losetas de terrazo barato. Y esa ensoñación fue un verdadero alivio.

La novela es un artefacto temporal, como la misma vida. Ésta es otra de las características que unen la narrativa a la ciudad: ya se sabe que el concepto moderno del tiempo nació más o menos en el siglo XII con los primeros núcleos urbanos. La novela es una red para cazar el tiempo, como las redes que llevaba Nabokov para cazar mariposas; aunque, por desgracia, tanto los lepidópteros como los fragmentos de temporalidad mueren enseguida cuando son atrapados.

Algunos autores son verdaderamente geniales a la hora de capturar el frágil aleteo de lo temporal. Recuerdo, por ejemplo, esa obra maestra que es Espejo roto, de Mercé Rodoreda. La novela abarca sesenta o setenta años de la vida de una familia de la burguesía catalana; en el primer tercio del libro, uno de los personajes, todavía joven e inocente, contempla la calle a través de una ventana y advierte, de pasada, una pequeña imperfección en el cristal, una burbuja que deforma el vidrio, la mancha de azafrán que hace que esa ventana adquiera realidad. Muchos años y muchas páginas más tarde, el mismo personaje, tan envejecido como envilecido, vuelve a contemplar el mundo a través de otra ventana. Pero hete aquí que ese cristal también tiene una tara, también muestra una pequeña burbuja, que al protagonista le recuerda algo, aunque no sabe qué. ¿Dónde había visto él con anterioridad algo semejante? Se estruja la cabeza pero no consigue atraparlo, aunque la pompa de aire le inquieta y le estremece, le rememora paraísos perdidos, promesas traicionadas, felicidades rotas. Es un mensajero del pasado y viene cargado de dolor y de melancolía. Y lo más grande, lo más maravilloso, el truco admirable de esa delicada prestidigitadora que fue Rodoreda, es que el lector siente lo mismo que su personaje; también él rememora vagamente otra burbuja cristalina aparecida con anterioridad en la novela y, aunque no recuerda cuándo ni por qué, siente que estaba relacionada con un tiempo de dicha que ahora ha terminado. En consecuencia, también el lector experimenta la nostalgia infinita, la amarga tristeza de la pérdida.

Todos los escritores ambicionamos atrapar el tiempo, remansarlo siquiera unos momentos en una pequeña presa de castor construida con palabras; a veces te parece estar a punto de lograrlo; a veces el tiempo forma a tu alrededor un remolino y te permite contemplar un ancho y vertiginoso paisaje a través de los años. Recuerdo que sentí algo parecido, por ejemplo, leyendo Ermitaño en París, ese libro autobiográfico de Italo Calvino. Como ya he dicho, el volumen incluye el diario que Calvino escribió en 1959, a los treinta y dos años, durante su primer viaje a Estados Unidos. El viaje formaba parte de un programa cultural norteamericano titulado Young Creative Writers que se encargaba de llevar a Estados Unidos a los «jóvenes escritores creativos» de Europa. Los otros agraciados con la beca aquel año habían sido Claude Ollier, francés, treinta y siete años, representante del insoportable nouveau roman; Fernando Arrabal, español, veintisiete años, «bajito, con cara de niño, flequillo y barba en forma de collar», y Hugo Claus, belga flamenco, treinta y dos años. Además, había otro autor invitado, Günter Grass, alemán, treinta y dos años, pero no pasó el reconocimiento médico porque tenía tuberculosis y en aquel entonces no podía entrar nadie en Estados Unidos con el bacilo de Koch.

En su diario, Calvino describe a sus compañeros, a los que nadie o casi nadie conocía en esa época. De Ollier apenas dice nada, lo cual no me extraña. De Arrabal (me asombra comprobar que este hombre ha sido joven) anota que «es extremadamente agresivo, bromista de manera obsesiva y lúgubre y no se cansa de bombardearme a preguntas sobre cómo es posible que me interese la política y también sobre qué puede hacer con las mujeres». Y de Hugo Claus dice que «empezó a publicar a los diecinueve y desde entonces ha escrito una cantidad enorme de cosas, y para la nueva generación es el más famoso escritor, dramaturgo y poeta del área lingüística flamenco-holandesa. Él mismo dice que muchas de esas cosas no valen nada, pero es cualquier cosa menos estúpido y antipático, un hombretón rubio con una bellísima mujer actriz de revista».

Resulta muy curioso encontrarse con estas apariciones juveniles de personas a las que luego has tratado, tantos años más tarde. Con el tiempo, Arrabal se ha ido haciendo más pequeñito y más barbudo y ha establecido relaciones con la Virgen; en cuanto a Hugo Claus, sigue siendo un figurón, un perpetuo candidato al Premio Nobel. Le conocí hace algunos años, compartí una comida y algún acto literario con él, y ahora es un simpático y enérgico septuagenario de pelo blanco que sospecho que ha debido de coleccionar varias mujeres bellas. Pero lo más fascinante es que, durante la travesía en barco que les llevaba a Estados Unidos, se produjo el lanzamiento del primer sputnik; y Calvino cuenta de pasada que, a las cuatro horas del suceso, Hugo Claus ya había escrito una poesía sobre el satélite «que inmediatamente salió en primera plana en un diario belga». Pues bien, esa pequeña referencia fue para mí como la magdalena proustiana o la burbuja vítrea de Mercé Rodoreda: inmediatamente centré el periodo temporal y me introduje a mí misma en la memoria ajena. Porque uno de los más bellos recuerdos de mi infancia está datado entonces, en las Navidades de 1959. Yo tenía ocho años y aún estaba convaleciente de la tuberculosis, pero aquel día salí a la calle, envuelta en una bufanda y bien abrigada, porque era Nochebuena y cenábamos en casa de mi abuela. Subía por Reina Victoria de la mano de mi madre, con mi padre al lado y mi hermana Martina, cuando de repente nos detuvimos y nos pusimos a contemplar el cielo. Es decir, toda la calle se detuvo y miró para arriba. Era noche cerrada, una noche escarchada, quieta y cristalina, y el cielo estaba abarrotado de estrellas. De pronto, la mano de un hombre se levantó y un dedo señaló, y luego se levantaron otras manos, tal vez la de mi padre, tal vez incluso la mía; y todos los dedos señalaban lo mismo, una estrella más brillante que atravesaba el cielo, una estrellita redonda que corría y corría, sólo que no se trataba de una estrella sino de un satélite artificial, de algo maravilloso y monumental que los humanos habíamos hecho; y en ese mismo momento, mientras yo me derretía de embeleso contemplando esa magia y soñaba con viajar algún día en un sputnik, el joven Hugo Claus, al que luego de viejo conocería, escribía un poema sobre la estrella errante, y el joven Calvino, que ya ha muerto, escribía sobre el poema que Claus escribía, y el joven Günter Grass, tuberculoso como yo y deprimido por haber perdido su beca, seguramente contemplaba el satélite con ojos admirados, sin saber aún que algún día haría una gran novela sobre un enano (justamente un enano), y que ganaría el Nobel, y que llegaría por lo menos a los setenta y cinco años, que es la edad que ahora tiene, mientras escribo esto. Pero aquella noche de 1959 yo lo ignoraba todo, aquella noche simplemente miraba absorta el cielo junto con mis padres y mi hermana y otros dos millones de madrileños; y las estrellas derramaban sobre nosotros una luz probablemente fantasmal, la luz de estrellas muertas hace trillones de años y que aún nos llegaba palpitando a través del negro y frío espacio; esa misma luz que quizá seguirá pasando por aquí dentro de mucho tiempo, cuando nuestro Sol se haya apagado y la Tierra no sea sino un yerto pedrusco. Y esa luz impasible e imposible, que a su vez algún día también se extinguirá, llevará prendido, como un soplo, el reflejo infinitamente inapreciable de mi mirada.

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