Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Pero me parece que el desorden psíquico más común entre los novelistas es la mitomanía. Algunos escritores no parecen tener del todo claras las diferencias existentes entre las mentiras de las novelas y aquellas otras mentiras que ellos cuentan en su vida real. Estos autores suelen adornar sus propias biografías con hechos portentosos, todos falsos, convirtiéndose a sí mismos en los más elaborados personajes salidos de su fantasía. Como sucedió con André Malraux, según cuenta Olivier Todd. Malraux se inventó su propia vida; por ejemplo, falseó su currículo escolar y dijo que sabía griego y sánscrito y que había hecho unos estudios orientales, todo ello producto de su imaginación. Además, se fabricó una reputación de magnífico luchador de la Resistencia francesa, cuando en realidad se unió a ella casi a finales de la guerra. Todo lo adornaba Malraux; a todo le añadía brillo y épica. Lo mismo hacía Hemingway, que era un mitómano fanfarrón y desagradable; aseguraba que había combatido en la Primera Guerra Mundial con las prestigiosas tropas de choque italianas, pero lo cierto es que lo hirieron tras pasar pocas semanas en el frente y siempre como conductor de ambulancias; y mintió como un bellaco negando los consejos, la ayuda y la enorme influencia que su amigo Fitzgerald había tenido en sus primeros libros. Otro ejemplo es Emilio Salgari; escribió decenas de novelas llenas de trepidantes aventuras exóticas, de mares bravíos y singladuras épicas, pero fue un pobre hombre que quiso ser marino y no pudo, porque le suspendieron en la academia; que sólo se subió un par de veces a un barco en toda su vida, y que apenas si se movió de Francia. Tuvo una existencia tristísima: estaba comido por las deudas, su mujer enloqueció y él era un depresivo. Terminó suicidándose, pero lo más terrible es que su mitomanía le llevó a imitar a los héroes orientales que tanto admiraba: se abrió el vientre en canal con un mísero estilete y luego se rajó la garganta, en una atroz escenificación de la muerte por harakiri de los samurais.

Con todo, sigo pensando que escribir te salva la vida. Cuando todo lo demás falla, cuando la realidad se pudre, cuando tu existencia naufraga, siempre puedes recurrir al mundo narrativo. Ahora que lo pienso, tal vez no sea casual que mis crisis de angustia desaparecieran poco después de empezar a publicar mis novelas, completando así un circuito de comunicación con el mundo; llevaba publicando en la prensa desde los dieciocho años, pero el periodismo carece de esa capacidad estructuradora. «Si no escribieras, te volverías loco», le dijo Naipaul a Paul Theroux al principio de su relación amistosa. Creo que la mayoría de los novelistas percibimos que nuestro equilibrio depende de algún modo de nuestra obra. Que esos libros a lo mejor mediocres o malísimos, como los de Erich Segal, forman parte de nuestra sustancia más constante y más sólida. La escritura es un esqueleto exógeno que te permite continuar en pie ortopédicamente cuando sin ello serías una gelatina derrotada, una blanda masa aplastada en el suelo (claro que mi amigo Alejandro Gándara le dio un día una inquietante vuelta a este argumento cuando contestó: «No, la literatura puede ser una excusa para seguir siendo una gelatina sin hacer nada por remediarlo»).

Resulta curioso que la escritura pueda funcionar a modo de dique de las derivas psíquicas, porque, por otra parte, te pone en contacto con esa realidad enorme y salvaje que está más allá de la cordura. El escritor, al igual que cualquier otro artista, intenta echar una ojeada fuera de las fronteras de sus conocimientos, de su cultura, de las convenciones sociales; intenta explorar lo informe y lo ilimitado, y ese territorio desconocido se parece mucho a la locura. De niños, todos estamos locos; esto es, todos estamos poseídos por una imaginación sin domesticar y vivimos en una zona crepuscular de la realidad en la que todo resulta posible. Educar a un niño supone limitar su campo visual, empequeñecer el mundo y darle una forma determinada, para que se adapte a las normas específicas de cada cultura. Ya se sabe que la realidad no es algo objetivo; en la Edad Media, la realidad convencional incluía la existencia de ángeles y demonios, y por consiguiente los ciudadanos veían ángeles y demonios; pero si hoy nuestro vecino nos dijera que acababa de encontrarse en la escalera con el diablo, nos parecería un completo chiflado. La realidad no es más que una traducción reductora de la enormidad del mundo y el loco es aquel que no se acomoda a ese lenguaje.

De manera que crecer y adquirir la sensatez del ciudadano adulto implica de algún modo dejar de saber cosas y perder esa mirada múltiple, caleidoscópica y libre sobre la vida monumental, sobre esa vida total que es demasiado grande para poder manejarla, como la ballena es demasiado grande para poder ser vista por completo. Ya lo dijo James M. Barry, el autor de Peter Pan: «No soy lo bastante joven para saberlo todo». Ahora bien, los escritores, los artistas y en general los creadores de todo tipo (y hay muchas maneras de crear, desde las muy modestas a las muy importantes) mantienen cierto contacto con el vasto mundo de extramuros; unos simplemente se asoman al parapeto y echan una rápida ojeada, otros realizan comedidas excursiones por el exterior y algunos emprenden largos y arriesgados viajes de exploración de los que quizá no regresen jamás.

Y esto me hace pensar en John Nash, ese matemático genial cuya vida ha inspirado la película Una mente maravillosa, protagonizada por Russell Crowe. Como es sabido, en la década de los cincuenta y siendo aún muy joven, el norteamericano Nash inventó una teoría del juego revolucionaria que se convirtió en la base de las matemáticas de competición. Pero entonces, a los treinta años, cuando su destino se auguraba espléndido, se colapso en un delirio esquizofrénico paranoico. Esto es, se convirtió en un loco oficial. Durante años fue internado a la fuerza en diversos psiquiátricos y le sometieron a métodos terapéuticos tan brutales como el choque insulínico. Pasó prácticamente treinta años fuera del mundo, preso de furiosos delirios y sin poder valerse por sí mismo. Pero al final, poco a poco, fue librándose de sus alucinaciones o tal vez acostumbrándose de manera heroica a convivir con ellas. Sea como fuere, recuperó una cotidianeidad más o menos normal y un puesto docente en la Universidad de Princeton. Poco después, en 1994, le dieron el Premio Nobel de Economía. Obtuvo el galardón por sus trabajos de juventud, antes del colapso; pero lo cierto es que incluso durante los años de locura Nash fue capaz de hacer de cuando en cuando importantes hallazgos matemáticos. Los fármacos de nueva generación tal vez contribuyeran a la remisión de sus síntomas, pero el solo hecho de haber sobrevivido como persona a un historial de psiquiatrización como el suyo es algo prodigioso. Su hermosa y poderosa mente le condujo a la catástrofe, pero también le ayudó a salvarse.

Lo más emocionante de esta tremenda historia es lo que Nash escribió en su autobiografía, un largo texto redactado en 1994 a raíz de la concesión del Premio Nobel. Primero reconoce humildemente que pasó varios años viviendo en el engaño paranoide y en la alucinación fantasmagórica, hasta que al fin fue aprendiendo a rechazar intelectualmente, con un gran esfuerzo de la voluntad, ese submundo de sombras devastadoras: «De manera que en estos momentos parece que estoy pensando de nuevo racionalmente, al modo en que lo hacen los científicos», explica Nash con prudencia. Pero añade: «Sin embargo, esto no es algo que me llene totalmente de alegría, como sucedería en el caso de estar enfermo físicamente y recuperar la salud. Porque la racionalidad de pensamiento impone un límite en el concepto cósmico que la persona tiene». Y pone el ejemplo de Zaratustra, que puede ser tomado por un lunático por aquellos que no creen en sus enseñanzas; pero fueron precisamente esas enseñanzas, es decir, esa chifladura, lo que le permitió ser Zaratustra, y pasar a la posteridad, y crear una manera de contemplar el misterio del mundo. Nash, en fin, seguía estando conmovedoramente orgulloso de su locura, de esa explosión de imaginación sin domeñar que era la llave del universo; si había abandonado sus alucinaciones, era solamente porque dolían demasiado. Sin duda, cuando estaba enajenado era incapaz de discernir la realidad y de controlar su vida y sufría enormemente por todo ello; pero al mismo tiempo sus delirios eran la otra cara de su genialidad, de su creatividad desenfrenada y maravillosa, como si formaran parte del mismo lote, como si se tratara de un don muy hermoso, pero también perverso, de los dioses. «Cuando recobro la razón, me vuelvo loco», dice Julio Ramón Ribeyro en sus diarios: cuando abandonas los delirios creativos, las fantasmagorías de la imaginación, la realidad resulta insoportable.

Por eso don Quijote prefiere morir. Cervantes cierra su obra con un desenlace aparentemente convencional y retrata a un hidalgo enfermo que, en sus últimas horas, reniega de su imaginación desbordante. En el momento de la verdad de la agonía habría visto la luz de la Razón. Pero lo que en realidad está sucediendo es lo contrario: no es que se esté muriendo y por eso recupere la cordura, sino que ha renunciado a la imaginación y por eso se muere. Sus desvaríos le duelen demasiado, como a Nash, y ya no tiene fuerzas para seguir con ellos. Pero, a diferencia del matemático, tampoco tiene fuerzas para seguir sin ellos. Un parlamento del lúcido Sancho Panza revela patéticamente cuál es la verdadera tragedia a la que estamos asistiendo: «¡Ay!

– respondió Sancho, llorando-. No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire no sea perezoso, sino levántese de esa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado; quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora Dulcinea desencantada». En algún recóndito lugar de su huesudo pecho, también don Quijote debía de estar orgulloso de sus delirios.

Y es que los humanos no sólo somos más pequeños que nuestros sueños, sino también que nuestras alucinaciones. La imaginación desbridada es como un rayo en mitad de la noche: abrasa pero ilumina el mundo. Mientras dura ese chispazo deslumbrante intentamos atisbar la totalidad, eso que algunos llaman Dios y que para mí es una ballena orlada de crustáceos. Después de todo, tal vez Rimbaud no desbarrara tanto cuando aspiraba a fundirse con lo divino. En la pequeña noche de la vida humana, la loca de la casa enciende velas.

28
{"b":"87973","o":1}