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En otoño de 2000, acudí a la ciudad alemana de Colonia para participar en un festival literario. Una noche estaba en mi habitación estrecha y limpia (todos los hoteles económicos de Alemania tienen unas habitaciones tan estrechas y tan limpias como celdas de monje), tumbada vestida sobre la cama y haciendo aburridamente zapping en la televisión, porque no comprendo palabra de alemán y todos los canales eran germanos, cuando me sucedió algo extraordinario. En la segunda cadena estaban poniendo un documental; era un buen documental, eso resultaba evidente por la impecable factura de su imagen. Trataba, o eso me pareció entender, de los circos en Alemania durante los años treinta, bajo el nazismo. Maravillosas filmaciones en blanco y negro y abundante material fotográfico mostraban el ambiente circense, con mujeres barbudas, gigantes cabezones, enanos vestidos de payasos; seres muy alejados del terrible ideal físico de la raza aria y por consiguiente todos ellos, presumiblemente, carne de matadero para Hitler.

Y de pronto la vi.

Me vi.

Era una liliputiense perfecta, rubia, muy coqueta, una indudable estrella del espectáculo, porque hablaban mucho de ella y porque aparecía en infinidad de fotos y de películas, con su melena lisa y atildada, su corona o diadema en la cabeza, sus pulcros trajecitos de ecuyere circense, el cuerpo de satén bien ajustado, la faldita corta y atiesada a los lados, como un tutu de bailarina. Tenía un tipo muy bien proporcionado, fino, como de niña, y una cara de rasgos regulares. Hubiera podido pasar por una cría de no ser porque tenía algo definitivamente dislocado en el semblante, la edad sin edad del liliputiense, esa inquietante expresión de vieja en el rostro pueril, la sonrisa siempre demasiado tensa, los ojos desencajados bajo sus cejas negras de falsa rubia. Tenía un aspecto muy triste con su disfraz de fiesta. Daba un poco de angustia. Daba un poco de miedo.

Y esa enana era yo. El reconocimiento fue instantáneo, un rayo de luz que me quemó los ojos. Tengo una foto de mis cuatro o cinco años en la que soy exactamente igual que la liliputiense alemana. Fue una breve época en la que a mi madre (a quien quiero muchísimo, pese a ello) le dio por aclararme el pelo y dejarme rubia; de manera que yo llevaba la misma melena que la enana, también atirantada hacia atrás o con diadema, y con las mismas pupilas negras y cejas retintas. Asimismo vestía trajecitos cortos de cancán y vuelos, semejantes en todo a los de ella. Pero lo más espectacular es la expresión, esa sonrisa forzada algo siniestra, esa cara de vieja agazapada tras el rostro infantil, esos ojos sombríos. No soy yo, soy ella.

Siempre me espantó esa foto mía. «¡Pero si estás muy mona!», dice mi madre (y por eso la quiero tanto, entre otras razones: por ese ciego amor inquebrantable). Pero yo no entendía a la extraña cría del retrato, no la reconocía, no la podía asumir. Supongo que en la negrura de mi mirada asomaba ya, sin que nadie lo supiera, la enfermedad: padecí tuberculosis de los cinco a los nueve años. Pero no era eso lo que me angustiaba de la instantánea, era algo más, algo indefinible, como el vago eco de un dolor que sabes que has sufrido y que no consigues recordar. Sin embargo, ahora que sé que es una enana, me he reconciliado totalmente con la niña de la foto. Incluso la he puesto, enmarcada, encima de mi mesa de despacho, aquí delante. He intentado localizar el documental infructuosamente: quería sacar una instantánea de ella, de la otra, para ponerla junto a la mía; y hacerme traducir el programa, por si dicen qué fue de esa conmovedora liliputiense en el infierno nazi; si acabó en la cámara de gas como tantas otras criaturas «no perfectas», o si la utilizaron para sus espantosos experimentos médicos, una posibilidad aún más aterradora que por desgracia entra de lleno en lo posible. Quién sabe qué tragedia ha vivido, hemos vivido. Después de todo, resulta que la frase de Monterroso posee un significado literal: «Los enanos tienen una especie de sexto sentido que les permite reconocerse a simple vista». Es verdad. Tiene razón. A mí me sucedió justamente eso en un hotel de Colonia.

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