Por eso me aterrorizan especialmente esas delirantes orgías de deshumanización a las que se entregan los regímenes totalitarios. En el espléndido libro autobiográfico Cisnes salvajes, de Jung Cheng, que refleja la vida de tres generaciones de mujeres chinas desde la época imperial hasta Mao, Cheng habla de ejecuciones, apaleamientos y torturas; pero lo que más me impresionó es un pasaje en el que cuenta que, cuando su madre fue detenida como sospechosa antirrevolucionaria, en los duros interrogatorios, que duraron meses, jamás pudo estar sola ni un segundo.
Sus carceleras llegaban a dormir en la misma cama con ella, de manera que la víctima ni siquiera podía permitirse llorar de madrugada, porque esa debilidad hubiera sido considerada burguesa y una prueba inequívoca de su culpa. Me imagino que, para no llorar, la madre de Cheng tendría que intentar no pensar. Entumecerse por dentro. Eso es lo que perseguían los maoístas: asfixiar incluso esa pequeña libertad, el minúsculo latido de un pensamiento propio sepultado en el interior de la cabeza.
Ya he contado cómo Klemperer se las apañó para sobrevivir físicamente al nazismo, pero ¿cómo consiguió resistir en su interior, cómo pudo evitar que su cabeza y su corazón se hicieran trizas? Pues de la manera más radicalmente humana: pensando, escribiendo mentalmente, disparándole palabras a la oscuridad, como hizo siglos antes el fraile John Clyn. Durante todos esos años miserables, Klemperer, privado de sus libros y sus papeles, fue elaborando dentro de su cabeza esta obra formidable que luego publicó en 1947: un trabajo sobre la lengua de los verdugos, es decir, sobre el pensamiento de los verdugos; y sobre cómo una aberración semejante llega a calar en el alma humana.
«Las palabras pesan y dicen más de lo que dicen», escribe Klemperer en su libro: «El lenguaje del vencedor no se habla impunemente». Por eso él se dedicó a desmontarlo, como quien desarma un artefacto explosivo, para no ser devorado por el lenguaje totalitario, para que no se le entumecieran la pequeña libertad, la pequeña dignidad atrincheradas en el fondo de su cerebro. Y termina denunciando «la hipocresía afectiva del nazismo, el pecado mortal de la mentira consciente empeñada en trasladar al ámbito de los sentimientos las cosas subordinadas a la razón, el pecado mortal de arrastrar esas cosas por el fango de la obnubilación sentimental». Es un lúcido aviso de peligro: las palabras, cuando mienten embadurnadas de sentimentalismo, pueden ser tan letales como las balas de un asesino. Leyendo LTI, La lengua del Tercer Reich, he pensado infinidad de veces en el discurso abertzale vasco; esto es, he reconocido el lenguaje etarra y batasunero. Todos los totalitarismos se parecen.
Como también nos parecemos los humanos en nuestra fragilidad y nuestra nadería. Cuenta Klemperer en su libro una anécdota maravillosa al respecto: «Recuerdo la travesía que realizamos hace veinticinco años de Bornholm a Copenhague. Por la noche nos habían trastornado la tormenta y los mareos; a la mañana siguiente, protegidos por la costa y con el mar en calma, disfrutábamos del sol en cubierta y esperábamos el desayuno con ilusión. En eso, una niña que estaba sentada en un extremo del largo banco se levantó, corrió hasta la barandilla y vomitó. Un segundo más tarde, su madre, sentada a su lado, se levantó e hizo otro tanto. Acto seguido se levantó un hombre que se sentaba al lado de la madre. Luego un muchacho y a continuación… El movimiento avanzaba con regularidad y rapidez, siguiendo la línea del banco. Nadie quedó excluido. Faltaba mucho para llegar a nuestro extremo: allí, la gente observaba con interés, se reía, ponía cara de burla. Los vómitos se fueron acercando, las risas remitieron y la gente empezó a correr hasta la barandilla también en nuestro extremo. Yo observaba con atención y me observaba a mí mismo con igual atención. Que existía algo así como una observación objetiva, me decía yo para mis adentros, y que me había formado para ejercerla, que había algo así como una voluntad férrea, y me hacía ilusión el desayuno… En eso, me tocó el turno y me vi obligado a acercarme a la barandilla, como todo el mundo».
Esto es importante. Quizá lo más conmovedor de Klemperer sea precisamente eso, la grandeza emocional e intelectual que consiguió desarrollar en mitad del infierno, cuando en realidad el lingüista podía ser tan poco grandioso y tan lleno de miserias como todos lo somos. En una conferencia del estupendo hispanista alemán Hans Neuschäfer me enteré de que Klemperer había venido a España con su mujer en 1926, con una beca de tres meses que no llegó a cumplir, porque nuestro país le pareció tan horroroso (sobre todo el aceite de oliva) que se marchó a los sesenta días, en barco y a Génova. Y cuando llegó a Italia, que para entonces ya estaba bajo el régimen fascista, escribió: «Una civilización tan clara y tan grande no la encontré en España en ninguna parte. Aquí en Italia sigue vivo el Renacimiento, aquí se le encuentra libre de cualquier mezcla africana. ¿Que aquí reina el fascismo? ¿Y qué importa eso? Italia es un país de cultura, es la cuna de la cultura europea y esa cultura vive; España, en cambio, poco tiene que ver con Europa. Y, además, aquí no apesta a aceite». Probablemente en 1926 España tenía poco que ver con Europa, en efecto, pero el párrafo está lleno de esa irracionalidad emocional que él denunciará más tarde. Lo cual resulta alentador, porque demuestra que, siendo torpes y arbitrarios como somos, podemos elevarnos hasta ser casi dioses.
La realidad siempre es así: paradójica, incompleta, descuidada. Por eso el género literario que prefiero es el de la novela, que es el que mejor se pliega a la materia rota de la vida. La poesía aspira a la perfección; el ensayo, a la exactitud; el drama, al orden estructural. La novela es el único territorio literario en el que reina la misma imprecisión y desmesura que en la existencia humana. Es un género sucio, híbrido, alborotado. Escribir novelas es un oficio que carece de glamour; somos los obreros de la literatura y tenemos que colocar ladrillo tras ladrillo, mancharnos las manos y baldarnos la espalda del esfuerzo para levantar una humilde pared de palabras que a lo peor luego se nos derrumba. Redactar una novela lleva muchísimo trabajo, la mayor parte tedioso, a menudo desesperante; por ejemplo, puedes consumir toda una tarde luchando por hacer salir o entrar a alguien de una habitación, es decir, por algo verdaderamente tonto, circunstancial, como diría Aira, en apariencia innecesario. Y es que las novelas están llenas de material inerte, y aunque escribas bajo la férrea aspiración de no poner ni una palabra de más y de hacer una obra sustancial y precisa, una verdadera novela siempre tendrá algo sobrante, algo irregular y desaliñado (los crustáceos que están pegados a la ballena) porque es un trasunto de la vida y la vida jamás es exacta. De manera que incluso las mejores novelas de la historia, los grandes novelones maravillosos, tienen páginas malas, desfallecimientos de tensión, obvias carencias. A mí eso me gusta. Me reconozco en ello; es decir, reconozco el titubeante aliento de las cosas.
Hablando de paradojas: Klemperer incluye en su libro una escena espléndida que refleja la naturaleza profundamente equívoca de la realidad. En los meses últimos de la guerra, cuando están huidos y vagan aterrorizados por el campo, Klemperer y su mujer se ocultan en un bosque cercano a la ciudad de Plauen, que está siendo bombardeada periódicamente por los aliados. Es el mes de marzo y, aunque aún hay nieve, la primavera empieza a percibirse en el ambiente. Pero, para Klemperer, el bosque tiene un inequívoco aspecto navideño, porque las ramas de los abetos están llenas de centelleantes tiras de papel plateado que los aviones aliados arrojan para confundir a los radares alemanes. Y así, escondidos en ese bosque refulgente de adornos, tan hermoso y festivo, los Klemperer, alemanes pero también judíos y víctimas de Hitler, escuchan cómo los aviones de los enemigos de su país pasan por encima de sus cabezas para sembrar de muerte la pobre Plauen.